viernes, 6 de marzo de 2009

Un tramo de la sarta de perlas

II

Verdaderamente es un trozo de sarta de perlas el camino entre Copenhague y Korsör - dijo la abuela, que había oído lo que acabamos de leer -. Es una sarta de perlas para mí, y lo fue hace ya más de cuarenta años - añadió -. No teníamos entonces máquinas de vapor, y para recorrer aquel trecho necesitábamos tantos días como hoy horas. Era esto el año 1815; tenía yo a la sazón 21 años, ¡hermosa y bendita edad! En mi juventud era mucho más raro que ahora hacer un viaje a Copenhague, que para nosotros era la ciudad de las ciudades. Mis padres quisieron volver a visitarla tras una ausencia de veinte años, y yo debía ir con ellos. Llevábamos años hablando de aquel viaje, y por fin llegaba la hora de realizarlo. Tenía la impresión de que iba a empezar para mí una vida nueva, y hasta cierto punto así fue.

Cosimos y empaquetamos, y cuando llegó el momento de partir, ¡Dios mío, y cuántos buenos amigos acudieron a despedirnos! Era un largo viaje el que emprendíamos. Por la mañana salimos de Odense en el coche de mis padres, y a lo largo de toda la calle nos acompañaron, desde las ventanas, los saludos de las personas conocidas, casi hasta que hubimos salido por la puerta de Sankt-Jürgens. El tiempo era espléndido, cantaban los pájaros, todo nos resultaba delicioso; el largo y pesado camino hasta Nyborg se nos hizo corto. Entramos en esta ciudad hacia el anochecer. La diligencia no llegaba hasta la noche, y el barco no salía hasta después de su llegada. Subimos a bordo; hasta donde alcanzaba la vista se extendía el mar inmenso, completamente encalmado. Nos echamos sin desnudarnos, y nos dormimos. Cuando me desperté por la mañana y subí a cubierta, no se veía absolutamente nada a mi alrededor, tal era la niebla que nos envolvía. Oí cantar los gallos, tuve la sensación de que salía el sol, las campanas tocaban; ¿dónde estaríamos? Disipóse la niebla y resultó que aún nos hallábamos frente a Nyborg. Entrado el día sopló una ligera brisa, pero contraria; dimos bordadas y bordadas, y al fin tuvimos la suerte de llegar a Korsör poco después de las once de la noche: habíamos invertido veintidós horas para recorrer cuatro millas.

Nos vino muy a gusto volver a pisar tierra. Pero estaba oscuro, las lámparas ardían mal, y todo me resultaba extraño. En mi vida no había visto más ciudad que Odense.
Mira, aquí nació Baggesen - dijo mi padre -, y aquí vivió Birckner. Parecióme entonces como si la antigua ciudad de las pequeñas casas se volviera mayor y más luminosa. Además estábamos contentos de volver a pisar tierra firme. Las emociones en mí suscitadas por todo lo visto y vivido desde que salí de casa, no me dejaron pegar un ojo aquella noche.

A la mañana siguiente tuvimos que madrugar, pues nos aguardaba un mal camino, con horribles cuestas y molestos baches, hasta Slagelse; y no es que pasada esta localidad mejorara gran cosa la ruta. Suspirábamos por estar ya en la «Casa del Cangrejo», para poder entrar en Sorö con luz de día y visitar a Möllers Emil, como lo llamábamos; era vuestro abuelo, mi difunto esposo, el pastor, que entonces estudiaba en Sorö y acababa de sufrir sus segundos exámenes.

Llegamos por la tarde a la «Casa del Cangrejo», una posada muy renombrada en aquellos tiempos, la mejor de todo el viaje, situada en una campiña preciosa. Y hoy lo es todavía, no podréis negarlo. La patrona era una mujer muy dispuesta, llamada Madam Plambek; todo en la casa relucía como un sol. De la pared, enmarcada y protegida con un cristal, colgaba la carta que le había escrito Baggesen. Era una cosa digna de ver, y me interesó enormemente. Después subimos a Sorö y vimos a Emilio; ya podéis figuramos que se alegró mucho de nuestra visita, y nosotros también de verlo, siempre tan bueno y atento. Nos acompañó a visitar la iglesia, con la tumba de Absalón, el sarcófago de Holberg y las antiguas inscripciones monacales. Luego cruzamos por mar al «Parnaso». Fue la tarde más maravillosa que recuerdo. Si había en el mundo un lugar digno de inspirar a un poeta, éste me parecía Sorö, en medio de aquel paisaje sereno y grandioso. Luego, a la luz de la luna, seguimos el «Paseo de los Filósofos», como lo llaman, el magnífico y solitario sendero que discurre junto al mar y el Flammen, y desemboca en el camino que conducía a la «Casa del Cangrejo». Emilio se quedó a cenar con nosotros; mis padres lo encontraron muy inteligente y bien parecido. Nos prometió que para Pascua, o sea, dentro de cinco días, estaría en Copenhague, con su familia y con nosotros. Aquellas horas de Sorö y de la «Casa del Cangrejo» figuran entre las perlas más bellas de mi vida.

También madrugamos mucho el día siguiente, pues la jornada era larga antes de llegar de Roeskilde; queríamos visitar la iglesia, y por la tarde mi padre pensaba ir a ver también a un antiguo condiscípulo. Cumplido el programa, dormimos en Roeskilde, y al otro día llegamos a Copenhague, aunque no hasta el mediodía; fue el trecho peor por lo intenso del tránsito. Habíamos empleado unos tres días para ir de Korsör a la capital; hoy se cubre la misma distancia en tres horas. No es que las perlas se hayan vuelto más preciosas, esto sería imposible; pero el cordón es nuevo y maravilloso. Yo permanecí con mis padres tres semanas en Copenhague. Emilio estuvo ocho días con nosotros, y, al regresar a Fionia, él nos acompañó hasta Korsör. Allí, antes de separarnos, nos prometimos; comprenderéis, pues, que el trayecto de Copenhague a Korsör sea también para mí un fragmento de la sarta de perlas, una

verdadera página de felicidad en el libro de mi vida.
Más adelante, cuando Emilio obtuvo un empleo en Assens, nos casamos. A menudo hablábamos de aquel viaje a Copenhague y hacíamos proyectos para repetirlo; mas entonces vino al mundo primero vuestra madre, y luego sus hermanos, con mil cosas a las que atender; después vuestro abuelo fue ascendido a propósito. La vida era toda alegría y bendición, pero nunca volvimos a Copenhague. No he vuelto a estar allí, a pesar de haberlo proyectado tantas veces; y ahora soy demasiado vieja y no me siento con fuerzas para viajar en tren. Pero me alegro de que exista el ferrocarril; es una gran ventaja. Gracias a él, llegáis antes a mi casa. Ahora Odense no está más lejos de Copenhague que lo estaba de Nyborg en mi juventud. Hoy os plantáis en Italia en el mismo tiempo que nosotros empleábamos para ir a Copenhague. ¡Es un progreso, no hay duda! Sin embargo, yo me quedo en casita. Que viajen los otros, que vengan a verme los demás. Pero no os sonriáis porque me esté tan quietecita aquí; me espera otro viaje muy largo y mucho más rápido que en tren. Cuando Dios Nuestro Señor lo disponga, iré a reunirme con abuelito, y vosotros, una vez terminada vuestra tarea en este mundo bendito, vendréis también a nuestro lado y hablaremos de los días de nuestra existencia terrena. No lo dudéis, chiquillos. Allí os diré lo que os digo ahora. El trecho de Copenhague a Korsör es realmente una sarta de perlas.


FINIS

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