viernes, 31 de agosto de 2007

Shaitan

APENAS DOS DÍAS DESPUÉS DE MI CUMPLEAÑOS, ÉL ME DEJÓ. ¿Sugerís que soy un desalmado? Quizás estéis en lo cierto, pero le añoro. Pagué un caro tributo por separarle de mi vida, y aún con los dones restantes esgrimo capacidades más allá de mis patéticas posibilidades reales. Rememoro cada noche el sonido de su voz rasposa y seca, narrándome las historias de la antigüedad, filtrando con cada palabra la sabiduría que la arena del desierto atesoró durante generaciones. Que sean otros los que le llamen demonio, que sabrán ellos. Sin duda el mejor amigo que he de conocer pues, ¿En que se sustenta la amistad? ¿En fatuos instantes placenteros comunes? ¿En una red de favores no solicitados pero esperados? ¿En falsas convenciones sociales? Todo mentiras.

Él conocía mi corazón, mis pensamientos e incluso las inasequibles simas de mi alma que yo mismo rechazaba. Con tiempo y la paulatina conciencia adquirida, compartimos nuestros seres más allá de lo que cualquier amante pudiera hacer con su pareja, como ahora bien conozco el amor no es más que un tul de egoísmo, celos y bajas pasiones.



Yo, joven emprendedor, de prometedor futuro, conseguí mi primer destino en el extranjero, paso previo y necesario para labrar una sólida carrera empresarial. El azar me deparó en suerte la dirección del departamento técnico en Riyadh. Pasadas las semanas iniciales de acondicionamiento a mis responsabilidades, y a medida que el sabor de la aventura propio de las nuevas situaciones desaparecía, el inevitable tedio que cualquier joven occidental siente en aquellas tierras cayó sobre mi como una lápida que me sepultara en vida. No, no asientan comprensivos, no tienen la menor idea del tormento agónico compuesto por una mezcla de separación de los seres queridos, interminables jornadas laborales y estúpidas restricciones religiosas; y si han estado allí maldigan conmigo.

Una excursión más al desierto. Una excusa para apaciguar ligeramente la desazón de nuestras existencias. El Rubalkabi, una interminable, placida y traidoramente mortal extensión de dunas rojas abrasadas que ocupan buena parte de la península arábiga. Conducir entre las arenas semeja la sensación de navegar en las placidas aguas de un mar calmo. Dos todoterrenos, completos con cinco ocupantes, surcaban el desierto, escalando las impresionantes dunas. Cincuenta grados señalaba el termómetro, para nosotros confortablemente refrigerados, una simple anécdota. Los vehículos encallaron a mitad del descenso de una duna, durante unos instantes mantuvieron un precario equilibrio, para rodar ladera abajo. Pasados los inciertos primeros momentos de confusión y gritos, los supervivientes nos arrastramos fuera del coche volcado panza arriba. Conformábamos un grupo variopinto : Dos egipcios , tres españoles y un ingles. Si, parece un chiste, uno macabro.

Nos aguardaba en el exterior, esbelto, enjuto, ataviado con el típico atuendo saudita compuesto por una sencilla túnica blanca y un pañuelo de cuadros rojos y blancos, que el sofocante viento agitaba violentamente. Sus labios se movían, las palabras fluían, mas nosotros no escuchábamos. Nuestras miradas quedaron prendadas de sus ojos, pozos insondables que prometían eterno tormento, descartando intentos ulteriores de negar o racionalizar el suceso. Una nube de polvo arropó su figura, desvaneciéndose en ella. Solo entonces acudió el mensaje que nos entregara: -“Es mi tierra, exijo el tributo debido en tanto subsistáis. Cada noche elegiréis y entregareis a uno en sacrificio.”-

Permanecimos mudos, estupefactos y aterrados, luego reaccionamos y, tras los fútiles primeros intentos de emplear nuestros teléfonos móviles, recogimos sin mediar palabra las exiguas existencias de agua y víveres, abandonando a las victimas a los carroñeros. Emprendimos el largo camino de regreso, restaban seis horas hasta el ocaso y , según nuestros cálculos, sesenta kilómetros hasta la civilización. Bullía nuestro cerebro en alocadas conspiraciones en las que nos seleccionaban como victima. Nadie profería el más leve sonido mas todos nos espiábamos desconfiados. Los egipcios recularon mascullando algo entre dientes, el ingles observaba desconfiado a los demás, los españoles callábamos.

Pronto olvidé las intrigas, centrándome en evitar derrumbarme. Resollaba con cada paso, maldiciéndome por mi debilidad, mientras las pantorrillas me ardían , acostumbradas a una vida fácil y fofa. El implacable Sol abrasaba mi piel, enrojeciéndola y ampollándola . El polvo secaba mis ojos y arañaba mi ya dolorido cuerpo, añadiendo un persistente suplicio. Incluso la arena ardía bajo mis pies. En medio del sofocante calor ,abandoné el raciocinio transformandome en una bestia apenas humana cuyo único objetivo era sobrevivir.

Llegó la noche y su figura apareció iluminada por las últimas luces del crepúsculo. Alguien pronuncio un nombre. Mi nombre. –Sea. – dijo él . El animal en que me había convertido reaccionó raudo, me abalancé sobre mi compañero más cercano degollándole con mi diminuta navaja multiusos. – ¡Tu puto sacrificio! – grité desafiante. – Sea. –Repitió él.Saqueé el cadáver aún caliente apoderándome de la valiosa agua. Los demás observaban horrorizados mas ninguno intervino . Yo me había convertido en depredador, ellos en ganado estúpido. Continuamos la marcha sin detenernos, azuzados por el miedo.Los egipcios aprovecharon la oscuridad para escapar, les dejé hacer pues el cazador persigue a las presas más débiles. Con la aurora retornó la torrida tortura. Desfallecidos , cayeron uno a uno, y yo aguardaba con mi pequeña muerte suiza para apoderarme de su agua.



Desperté dolorido en la cama de un hospital , con el cuerpo cubierto de terribles quemaduras. Apenas hubo preguntas. Solo uno de mis compañeros, uno de los egipcios, apareció, el resto fueron reclamados por el desierto.


Vino a mi con los vientos nocturnos que soplan desde el desierto , susurrando ofertas y peticiones con su voz rasposa en el rozar del polvo contra los cristales. ¿Cuántos días creéis que soportaríais sin dormir? Yo seis. Después claudique. Comenzó mi aprendizaje de las verdades vedadas y comprendí la llaga y las heridas que provocamos ¡Bah! No entenderéis. Me aplique con mayor ahinco a mi labor, destacando entre los demás. Tejí una elaborada malla de amistades y contactos. Atesoré favores y méritos. Me convertí al Islam para agradar a los príncipes más píos. Así, cuatro días antes de mi cumpleaños, viajé a la Meca. La mano de mi señor no alcanza aquella ciudad santa. Lo encontré oculto en la trastienda de un pequeño puesto del bazar, con un Coran en la mano. Apeló a su dios mas fue en vano, pues arranque sin piedad la vida del egipcio. Me convertí en su azote , su Efreet.



Dos días después de mi cumpleaños celebré mi fiesta de despedida, en menos de una semana partiría de nuevo al hogar. Tiré de los invisibles hilos de los favores, la amistad, el deber y las apariencias. ¡Ah las llamas! Lamieron ávidas a los invitados, pero más aún mató el desenfrenado pánico. Una satisfactoria cosecha para mi amo.


Por las noches los vientos del levante trasportan su apaciguadora voz hasta mi dormitorio. Me abandonó, pero cuando precise de su Efreet acudiré a su reclamo.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
Pag. Web de PEDRO ESCUDERO

El compañero de viaje

Un cuento de Hans Christian Andersen - 007


El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No había más que ellos dos en la reducida habitación; la lámpara de la mesa estaba próxima a extinguirse, y llegaba la noche.

- Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente padre-, y Dios te ayudará por los caminos del mundo -. Dirigióle una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró; habríase dicho que dormía. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. ¡Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la fría mano de su padre muerto, y derramaba amargas lágrimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama.

Tuvo un sueño muy raro; vio cómo el Sol y la Luna se inclinaban ante él, y vio a su padre rebosante de salud y riéndose, con aquella risa suya cuando se sentía contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendió la mano a Juan, mientras el padre le decía: «¡Mira qué novia tan bonita tienes! Es la más bella del mundo entero». Entonces se despertó: el alegre cuadro se había desvanecido; su padre yacía en el lecho, muerto y frío, y no había nadie en la estancia. ¡Pobre Juan!

A la semana siguiente dieron sepultura al difunto; Juan acompañó el féretro, sin poder ver ya a aquel padre que tanto lo había querido; oyó cómo echaban tierra sobre el ataúd, para colmar la fosa, y contempló cómo desaparecía poco a poco, mientras sentía la pena desgarrarle el corazón. Al borde de la tumba cantaron un último salmo, que sonó armoniosamente; las lágrimas asomaron a los ojos del muchacho; rompió a llorar, y el llanto fue un sedante para su dolor. Brilló el sol, espléndido, por encima de los verdes árboles; parecía decirle: «No estés triste, Juan; ¡mira qué hermoso y azul es el cielo!. ¡Allá arriba está tu padre pidiendo a Dios por tu bien!».

- Seré siempre bueno -dijo Juan-. De este modo, un día volveré a reunirme con mi padre. ¡Qué alegría cuando nos veamos de nuevo! Cuántas cosas podré contarle y cuántas me mostrará él, y me enseñará la magnificencia del cielo, como lo hacía en la Tierra. ¡Oh, qué felices seremos!

Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomó una sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en los castaños, dejaban oír sus gorjeos. Estaban alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero bien sabían que el difunto estaba ya en el cielo, tenía alas mucho mayores y más hermosas que las suyas, y era dichoso, porque acá en la Tierra había practicado la virtud; por eso estaban alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde las altas ramas verdes, y sintió el deseo de lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo una gran cruz de madera para hincarla sobre la tumba de su padre, y al llegar la noche, la sepultura aparecía adornada con arena y flores. Habían cuidado de ello personas forasteras, pues en toda la comarca se tenía en gran estima a aquel buen hombre que acababa de morir.
De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y se ató al cinturón su pequeña herencia: cincuenta florines y unos peniques en total; con ella se disponía a correr mundo. Sin embargo, antes volvió al cementerio, y, después de rezar un padrenuestro sobre la tumba dijo: ¡Adiós, padre querido! Seré siempre bueno, y tú le pedirás a Dios que las cosas me vayan bien.

Al entrar en la campiña, el muchacho observó que todas las flores se abrían frescas y hermosas bajo los rayos tibios del sol, y que se mecían al impulso de la brisa, como diciendo: «¡Bienvenido a nuestros dominios! ¿Verdad que son bellos?». Pero Juan se volvió una vez más a contemplar la vieja iglesia donde recibiera de pequeño el santo bautismo, y a la que había asistido todos los domingos con su padre a los oficios divinos, cantando hermosas canciones; en lo alto del campanario vio, en una abertura, al duende del templo, de pie, con su pequeña gorra roja, y resguardándose el rostro con el brazo de los rayos del sol que le daban en los ojos. Juan le dijo adiós con una inclinación de cabeza; el duendecillo agitó la gorra colorada y, poniéndose una mano sobre el corazón, con la otra le envió muchos besos, para darle a entender que le deseaba un viaje muy feliz y mucho bien.
Pensó entonces Juan en las bellezas que vería en el amplio mundo y siguió su camino, mucho más allá de donde llegara jamás. No conocía los lugares por los que pasaba, ni las personas con quienes se encontraba; todo era nuevo para él.
La primera noche hubo de dormir sobre un montón de heno, en pleno campo; otro lecho no había. Pero era muy cómodo, pensó; el propio Rey no estaría mejor. Toda la campiña, con el río, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacía de alfombra, las lilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenía todo el río, de agua límpida y fresca, con los juncos y cañas que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos días. La luna era una lámpara soberbia, colgada allá arriba en el techo infinito; una lámpara con cuyo fuego no había miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podía dormir tranquilo, y así lo hizo, no despertándose hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: «¡Buenos días, buenos días! ¿No te has levantado aún?».

Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompañó en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz del Señor; le parecía estar en la iglesia donde había sido bautizado y donde había cantado los salmos al lado de su padre.
En el cementerio contiguo al templo había muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentaría también aquel aspecto, ya que él no estaría allí para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caídas, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: «Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yo».

Ante la puerta de la iglesia había un mendigo anciano que se sostenía en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguió su viaje por el ancho mundo, contento y feliz.
Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardó en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegó a una pequeña iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su intención era permanecer allí hasta que la tempestad hubiera pasado.

- Me sentaré en un rincón -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo -. Se sentó, pues, juntó las manos para rezar su oración vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido y transportado al mundo de los sueños, mientras en el exterior fulguraban los relámpagos y retumbaban los truenos.
Despertóse a medianoche. La tormenta había cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plata a través de las ventanas. En el centro del templo había un féretro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabía perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquí que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponían cometer con él una fechoría: arrancarlo del ataúd y arrojarlo fuera de la iglesia.

- ¿Por qué queréis hacer esto? -preguntó Juan-. Es una mala acción. Dejad que descanse en paz, en nombre de Jesús.

- ¡Tonterías! -replicaron los malvados-. ¡Nos engañó! Nos debía dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un céntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia.

- Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero os la daré de buena gana si me prometéis dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglaré sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltará la ayuda de Dios.

- Bien -replicaron los dos impíos-. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo prometemos -. Embolsaron el dinero que les dio Juan, y, riéndose a carcajadas de aquel magnánimo infeliz, siguieron su camino. Juan colocó nuevamente el cadáver en el féretro, con las manos cruzadas sobre el pecho, e, inclinándose ante él, alejóse contento bosque a través.

En derredor, dondequiera que llegaban los rayos de luna filtrándose por entre el follaje, veía jugar alegremente a los duendecillos, que no huían de él, pues sabían que era un muchacho bueno e inocente; son sólo los malos, de quienes los duendes no se dejan ver. Algunos no eran más grandes que el ancho de un dedo, y llevaban sujeto el largo y rubio cabello con peinetas de oro. De dos en dos se balanceaban en equilibrio sobre las abultadas gotas de rocío, depositadas sobre las hojas y los tallos de hierba; a veces, una de las gotitas caía al suelo por entre las largas hierbas, y el incidente provocaba grandes risas y alboroto entre los minúsculos personajes. ¡Qué delicia! Se pusieron a cantar, y Juan reconoció enseguida las bellas melodías que aprendiera de niño. Grandes arañas multicolores, con argénteas coronas en la cabeza, hilaban, de seto a seto, largos puentes colgantes y palacios que, al recoger el tenue rocío, brillaban como nítido cristal a los claros rayos de la luna. El espectáculo duró hasta la salida del sol. Entonces, los duendecillos se deslizaron en los capullos de las flores, y el viento se hizo cargo de sus puentes y palacios, que volaron por los aires convertidos en telarañas.
En éstas, Juan había salido ya del bosque cuando a su espalda resonó una recia voz de hombre:

- ¡Hola, compañero!, ¿adónde vamos?

- Por esos mundos de Dios -respondió Juan-. No tengo padre ni madre y soy pobre, pero Dios me ayudará.

- También yo voy a correr mundo -dijo el forastero-. ¿Quieres que lo hagamos en compañía?

- ¡Bueno! -asintió Juan, y siguieron juntos. No tardaron en simpatizar, pues los dos eran buenas personas. Juan observó muy pronto, empero, que el desconocido era mucho más inteligente que él. Había recorrido casi todo el mundo y sabía de todas las cosas imaginables.

El sol estaba ya muy alto sobre el horizonte cuando se sentaron al pie de un árbol para desayunarse; y en aquel mismo momento se les acercó una anciana que andaba muy encorvada, sosteniéndose en una muletilla y llevando a la espalda un haz de leña que había recogido en el bosque. Llevaba el delantal recogido y atado por delante, y Juan observó que por él asomaban tres largas varas de sauce envueltas en hojas de helecho. Llegada adonde ellos estaban, resbaló y cayó, empezando a quejarse lamentablemente; la pobre se había roto una pierna.
Juan propuso enseguida trasladar a la anciana a su casa; pero el forastero, abriendo su mochila, dijo que tenía un ungüento con el cual, en un santiamén, curaría la pierna rota, de tal modo que la mujer podría regresar a su casa por su propio pie, como si nada le hubiese ocurrido. Sólo pedía, en pago, que le regalase las tres varas que llevaba en el delantal.

- ¡Mucho pides! -objetó la vieja, acompañando las palabras con un raro gesto de la cabeza. No le hacía gracia ceder las tres varas; pero tampoco resultaba muy agradable seguir en el suelo con la pierna fracturada. Dióle, pues, las varas, y apenas el ungüento hubo tocado la fractura se incorporó la abuela y echó a andar mucho más ligera que antes. Y todo por virtud de la pomada; pero hay que advertir que no era una pomada de las que venden en la botica.

- ¿Para qué quieres las varas? -preguntó Juan a su compañero.

- Son tres bonitas escobas -contestó el otro-. Me gustan, qué quieres que te diga; yo soy así de extraño.
Y prosiguieron un buen trecho.

- ¡Se está preparando una tormenta! -exclamó Juan, señalando hacia delante-. ¡Qué nubarrones más cargados!

- No -respondió el compañero-. No son nubes, sino montañas, montañas altas y magníficas, cuyas cumbres rebasan las nubes y están rodeadas de una atmósfera serena. Es maravilloso, créeme. Mañana ya estaremos allí.
Pero no estaban tan cerca como parecía. Un día entero tuvieron que caminar para llegar a su pie. Los oscuros bosques trepaban hasta las nubes, y habían rocas enormes, tan grandes como una ciudad. Debía de ser muy cansado subir allá arriba, y, así, Juan y su compañero entraron en la posada; tenían que descansar y reponer fuerzas para la jornada que les aguardaba.
En la sala de la hostería se había reunido mucho público, pues estaba actuando un titiretero. Acababa de montar su pequeño escenario, y la gente se hallaba sentada en derredor, dispuesta a presenciar el espectáculo. En primera fila estaba sentado un gordo carnicero, el más importante del pueblo, con su gran perro mastín echado a su lado; el animal tenía aspecto feroz y los grandes ojos abiertos, como el resto de los espectadores.

Empezó una linda comedia, en la que intervenían un rey y una reina, sentados en un trono magnífico, con sendas coronas de oro en la cabeza y vestidos con ropajes de larga cola, como corresponda a tan ilustres personajes. Lindísimos muñecos de madera, con ojos de cristal y grandes bigotes, aparecían en las puertas, abriéndolas y cerrándolas, para permitir la entrada de aire fresco. Era una comedia muy bonita, y nada triste; pero he aquí que al levantarse la reina y avanzar por la escena, sabe Dios lo que creerla el mastín, pero lo cierto es que se soltó de su amo el carnicero, plantóse de un salto en el teatro y, cogiendo a la reina por el tronco, ¡crac!, la despedazó en un momento. ¡Espantoso!
El pobre titiretero quedó asustado y muy contrariado por su reina, pues era la más bonita de sus figuras; y el perro la había decapitado. Pero cuando, más tarde, el público se retiró, el compañero de Juan dijo que repararía el mal, y, sacando su frasco, untó la muñeca con el ungüento que tan maravillosamente había curado la pierna de la vieja. Y, en efecto; no bien estuvo la muñeca untada, quedó de nuevo entera, e incluso podía mover todos los miembros sin necesidad de tirar del cordón; habríase dicho que era una persona viviente, sólo que no hablaba. El hombre de los títeres se puso muy contento; ya no necesitaba sostener aquella muñeca, que hasta sabía bailar por sí sola: ninguna otra figura podía hacer tanto.

Por la noche, cuando todos los huéspedes estuvieron acostados, oyéronse unos suspiros profundísimos y tan prolongados, que todo el mundo se levantó para ver quién los exhalaba. El titiretero se dirigió a su teatro, pues de él salían las quejas. Los muñecos, el rey y toda la comparseria estaban revueltos, y eran ellos los que así suspiraban, mirando fijamente con sus ojos de vidrio, pues querían que también se les untase un poquitín con la maravillosa pomada, como la reina, para poder moverse por su cuenta. La reina se hincó de rodillas y, levantando su magnífica corona, imploró:

- ¡Quédate con ella, pero unta a mi esposo y a los cortesanos! Al pobre propietario del teatro se le saltaron las lágrimas, pues la escena era en verdad conmovedora. Fue en busca del compañero de Juan y le prometió toda la recaudación de la velada siguiente si se avenía a untarle aunque sólo fuesen cuatro o cinco muñecos; pero el otro le dijo que por toda recompensa sólo quería el gran sable que llevaba al cinto; cuando lo tuvo, aplicó el ungüento a seis figuras, las cuales empezaron a bailar enseguida, con tanta gracia, que las muchachas de veras que lo vieron las acompañaron en la danza. Y bailaron el cochero y la cocinera, el criado y la criada, y todos los huéspedes, hasta la misma badila y las tenazas, si bien éstas se fueron al suelo a los primeros pasos. Fue una noche muy alegre, desde luego.
A la mañana siguiente, Juan y su compañero de viaje se despidieron de la compañía y echaron cuesta arriba por entre los espesos bosques de abetos. Llegaron a tanta altura, que las torres de las iglesias se veían al fondo como diminutas bayas rojas destacando en medio del verdor, y su mirada pudo extenderse a muchas, muchas millas, hasta tierras que jamás habían visitado. Tanta belleza y magnificencia nunca la había visto Juan; el sol parecía más cálido en aquel aire puro; el mozo oía los cuernos de los cazadores resonando entre las montañas, tan claramente, que las lágrimas asomaron a sus ojos y no pudo por menos de exclamar: ¡Dios santo y misericordioso, quisiera besarte por tu bondad con nosotros y por toda esa belleza que, para nosotros también, has puesto en el mundo!
El compañero de viaje permanecía a su vez con las manos juntas contemplando, por encima del bosque y las ciudades, la lejanía inundada por el sol. Al mismo tiempo oyeron encima de sus cabezas un canto prodigioso, y al mirar a las alturas descubrieron flotando en el espacio un cisne blanco que cantaba como jamás oyeran hacer a otra ave. Pero aquellos sones fueron debilitándose progresivamente, y el hermoso cisne, inclinando la cabeza, descendió con lentitud y fue a caer muerto a sus pies.

-¡Qué alas tan espléndidas! -exclamó el compañero-. Mucho dinero valdrán, tan blancas y grandes; ¡voy a llevármelas! ¿Ves ahora cómo estuve acertado al hacerme con el sable? -. Cortó las dos alas del cisne muerto y se las guardó.
Caminaron millas y millas montes a través, hasta que por fin vieron ante ellos una gran ciudad, con cien torres que brillaban al sol cual si fuesen de plata. En el centro de la población se alzaba un regio palacio de mármol recubierto de oro; era la mansión del Rey.

Juan y su compañero no quisieron entrar enseguida en la ciudad, sino que se quedaron fuera, en una posada, para asearse, pues querían tener buen aspecto al andar por las calles. El posadero les contó que el Rey era una excelente persona, incapaz de causar mal a nadie; pero, en cambio, su hija, ¡ay, Dios nos guarde!, era una princesa perversa. Belleza no le faltaba, y en punto a hermosura ninguna podía compararse con ella; pero, ¿de qué le servía?. Era una bruja, culpable de la muerte de numerosos y apuestos príncipes. Permitía que todos los hombres la pretendieran; todos podían presentarse, ya fuesen príncipes o mendigos, lo mismo daba; pero tenían que adivinar tres cosas que ella se había pensado. Se casaría con el que acertase, el cual sería Rey del país el día en que su padre falleciese; pero el que no daba con las tres respuestas, era ahorcado o decapitado. El anciano Rey, su padre, estaba en extremo afligido por la conducta de su hija, mas no podía impedir sus maldades, ya que en cierta ocasión prometió no intervenir jamás en los asuntos de sus pretendientes y dejarla obrar a su antojo. Cada vez que se presentaba un príncipe para someterse a la prueba, era colgado o le cortaban la cabeza; pero siempre se le había prevenido y sabía bien a lo que se exponía. El viejo Rey estaba tan amargado por tanta tristeza y miseria, que todos los años permanecía un día entero de rodillas, junto con sus soldados, rogando por la conversión de la princesa; pero nada conseguía. Las viejas que bebían aguardiente, en señal de duelo lo teñían de negro antes de llevárselo a la boca; más no podían hacer.

- ¡Qué horrible princesa! -exclamó Juan-. Una buena azotaina, he aquí lo que necesita. Si yo fuese el Rey, pronto cambiaría.
De pronto se oyó un gran griterío en la carretera. Pasaba la princesa. Era realmente tan hermosa, que todo el mundo se olvidaba de su maldad y se ponía a vitorearla. Escoltábanla doce preciosas doncellas, todas vestidas de blanca seda y cabalgando en caballos negros como azabache, mientras la princesa montaba un corcel blanco como la nieve, adornado con diamantes y rubíes; su traje de amazona era de oro puro, y el látigo que sostenía en la mano relucía como un rayo de sol, mientras la corona que ceñía su cabeza centelleaba como las estrellitas del cielo, y el manto que la cubría estaba hecho de miles de bellísimas alas de mariposas. Y, sin embargo, ella era mucho más hermosa que todos los vestidos.

Al verla, Juan se puso todo colorado, por la sangre que afluyó a su rostro, y apenas pudo articular una palabra; la princesa era exactamente igual que aquella bella muchacha con corona de oro que había visto en sueños la noche de la muerte de su padre. La encontró indeciblemente hermosa, y en el acto quedó enamorado de ella. Era imposible, pensó, que fuese una bruja, capaz de mandar ahorcar o decapitar a los que no adivinaban sus acertijos. «Todos están facultades para solicitarla, incluso el más pobre de los mendigos; iré, pues, al palacio; no tengo más remedio».
Todos insistieron en que no lo hiciese, pues sin duda correría la suerte de los otros; también su compañero de ruta trató de disuadirlo, pero Juan, seguro de que todo se resolvería bien, se cepilló los zapatos y la chaqueta, se lavó la cara y las manos, se peinó el bonito cabello rubio y se encaminó a la ciudad y al palacio.

- ¡Adelante! -gritó el anciano Rey al llamar Juan a la puerta. Abrióla el mozo, y el Soberano salió a recibirlo, en bata de noche y zapatillas bordadas. Llevaba en la cabeza la corona de oro, en una mano, el cetro, y en la otra, el globo imperial.

- ¡Un momento! -dijo, poniéndose el globo debajo del brazo para poder alargar la mano a Juan. Pero no bien supo que se trataba de un pretendiente, prorrumpió a llorar con tal violencia, que cetro y globo le cayeron al suelo y hubo de secarse los ojos con la bata de dormir. ¡Pobre viejo Rey!

- No lo intentes -le dijo-, acabarás malamente, como los demás. Ven y verás le que te espera -. Y condujo a Juan al jardín de recreo de la princesa.
¡Horrible espectáculo! De cada árbol colgaban tres o cuatro príncipes que, habiendo solicitado a la hija del Rey, no habían acertado a contestar sus preguntas. A cada ráfaga de viento matraqueaban los esqueletos, por lo que los pájaros, asustados, nunca acudían al jardín; las flores estaban atadas a huesos humanos, y en las macetas, los cráneos exhibían su risa macabra. ¡Qué extraño jardín para una princesa!

- ¡Ya lo ves! -dijo el Rey-. Te espera la misma suerte que a todos ésos. Mejor es que renuncies. Me harías sufrir mucho, pues no puedo soportar estos horrores.
Juan besó la mano al bondadoso Monarca, y le dijo que sin duda las cosas marcharían bien, pues estaba apasionadamente prendado de la princesa.
En esto llegó ella a palacio, junto con sus damas. El Rey y Juan fueron a su encuentro, a darle los buenos días. Era maravilloso mirarla; tendió la mano al mozo, y éste quedó mucho más persuadido aún de que no podía tratarse de una perversa hechicera, como sostenía la gente. Pasaron luego a la sala del piso superior, y los criados sirvieron confituras y pastas secas, pero el Rey estaba tan afligido, que no pudo probar nada, además de que las pastas eran demasiado duras para sus dientes.
Se convino en que Juan volvería a palacio a la mañana siguiente. Los jueces y todo el consejo estarían reunidos para presenciar la marcha del proceso. Si la cosa iba bien, Juan tendría que comparecer dos veces más; pero hasta entonces nadie había acertado la primera pregunta, y todos habían perdido la vida.
A Juan no le preocupó ni por un momento la idea de cómo marcharían las cosas; antes bien, estaba alegre, pensando tan sólo en la bella princesa, seguro de que Dios le ayudaría; de qué manera, lo ignoraba, y prefería no pensar en ello. Iba bailando por la carretera, de regreso a la posada, donde lo esperaba su compañero.
El muchacho no encontró palabras para encomiar la amabilidad con que lo recibiera la princesa y describir su hermosura. Anhelaba estar ya al día siguiente en el palacio, para probar su suerte con el acertijo.
Pero su compañero meneó la cabeza, profundamente afligido.

- Te quiero bien -dijo-; confiaba en que podríamos seguir juntos mucho tiempo, y he aquí que voy a perderte. ¡Mi pobre, mi querido Juan!, me dan ganas de llorar, pero no quiero turbar tu alegría en esta última velada que pasamos juntos. Estaremos alegres, muy alegres; mañana, cuando te hayas marchado, podré llorar cuanto quiera.
Todos los habitantes de la ciudad se habían enterado de la llegada de un nuevo pretendiente a la mano de la princesa, y una gran congoja reinaba por doquier. Cerróse el teatro, las pasteleras cubrieron sus mazapanes con crespón, el Rey y los sacerdotes rezaron arrodillados en los templos; la tristeza era general, pues nadie creía que Juan fuera más afortunado que sus predecesores.
Al atardecer, el compañero de Juan preparó un ponche, y dijo a su amigo:

- Vamos a alegrarnos y a brindar por la salud de la princesa.
Pero al segundo vaso entróle a Juan una pesadez tan grande, que tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mantener abiertos los ojos, basta que quedó sumido en profundo sueño. Su compañero lo levantó con cuidado de la silla y lo llevó a la cama; luego, cerrada ya la noche, cogió las grandes alas que había cortado al cisne y se las sujetó a la espalda. Metióse en el bolsillo la más grande de las varas recibidas de la vieja de la pierna rota, abrió la ventana, y, echando a volar por encima de la ciudad, se dirigió al palacio; allí se posó en un rincón, bajo la ventana del aposento de la princesa.

En la ciudad reinaba el más profundo silencio. Dieron las doce menos cuarto en el reloj, se abrió la ventana, y la princesa salió volando, envuelta en un largo manto blanco y con alas negras, alejándose en dirección a una alta montaña. El compañero de Juan se hizo invisible, para que la doncella no pudiese notar su presencia, y se lanzó en su persecución; cuando la alcanzó, se puso a azotarla con su vara, con tanta fuerza que la sangre fluía de su piel. ¡Qué viajecito! El viento extendía el manto en todas direcciones, a modo de una gran vela de barco a cuyo través brillaba la luz de la luna.

- ¡Qué manera de granizar! -exclamaba la princesa a cada azote, y bien empleado le estaba. Finalmente, llegó a la montaña y llamó. Se oyó un estruendo semejante a un trueno; abrióse la montaña, y la hija del Rey entró, seguida del amigo de Juan, que, siendo invisible, no fue visto por nadie. Siguieron por un corredor muy grande y muy largo, cuyas paredes brillaban de manera extraña, gracias a más de mil arañas fosforescentes que subían y bajaban por ellas, refulgiendo como fuego. Llegaron luego a una espaciosa sala, toda ella construida de plata y oro. Flores del tamaño de girasoles, rojas y azules, adornaban las paredes; pero nadie podía cogerlas, pues sus tallos eran horribles serpientes venenosas, y las corolas, fuego puro que les salía de las fauces. Todo el techo se hallaba cubierto de luminosas luciérnagas y murciélagos de color azul celeste, que agitaban las delgadas alas. ¡Qué espanto! En el centro del piso había un trono, soportado por cuatro esqueletos de caballo, con guarniciones hechas de rojas arañas de fuego; el trono propiamente dicho era de cristal blanco como la leche, y los almohadones eran negros ratoncillos que se mordían la cola unos a otros. Encima había un dosel hecho de telarañas color de rosa, con incrustaciones de diminutas moscas verdes que refulgían cual piedras preciosas. Ocupaba el trono un viejo hechicero, con una corona en la fea cabeza y un cetro en la mano. Besó a la princesa en la frente y, habiéndole invitado a sentarse a su lado, en el magnífico trono, mandó que empezase la música. Grandes saltamontes negros tocaban la armónica, mientras la lechuza se golpeaba el vientre, a falta de tambor. Jamás se ha visto tal concierto. Pequeños trasgos negros con fuegos fatuos en la gorra danzaban por la sala. Sin embargo, nadie se dio cuenta del compañero de Juan; colocado detrás del trono, pudo verlo y oírlo todo.

Los cortesanos que entraron a continuación ofrecían, a primera vista, un aspecto distinguido, pero observados de cerca, la cosa cambiaba. No eran sino palos de escoba rematados por cabezas de repollo, a las que el brujo había infundido vida y recubierto con vestidos bordados. Pero, ¡qué más daba! Su única misión era de adorno.
Terminado el baile, la princesa contó al hechicero que se había presentado un nuevo pretendiente, y le preguntó qué debía idear para plantearle el consabido enigma cuando, al día siguiente, apareciese en palacio.

- Te diré -contestó-. Yo eligiría algo que sea tan fácil que ni siquiera se le ocurra pensar en ello. Piensa en tu zapato; no lo adivinará. Entonces lo mandarás decapitar, y cuando vuelvas mañana por la noche, no te olvides de traerme sus ojos, pues me los quiero comer.

La princesa se inclinó profundamente y prometió no olvidarse de los ojos. El brujo abrió la montaña, y ella emprendió el vuelo de regreso, siempre seguida del compañero de Juan, el cual la azotaba con tal fuerza que ella se quejaba amargamente de lo recio del granizo y se apresuraba cuanto podía para entrar cuanto antes por la ventana de su dormitorio. Entonces el compañero de viaje se dirigió a la habitación donde Juan dormía y, desatándose las alas, metióse en la cama, pues se sentía realmente cansado.
Juan despertó de madrugada. Su compañero se levantó también y le contó que había tenido un extraño sueño acerca de la princesa y de su zapato; y así, le dijo que preguntase a la hija del Rey si por casualidad no era en aquella prenda en la que había pensado. Pues esto era lo que había oído de labios del brujo de la montaña.

- Lo mismo puede ser esto que otra cosa -dijo Juan-. Tal vez sea precisamente lo que has soñado, pues confío en Dios misericordioso; Él me ayudará. Sea como fuere, nos despediremos, pues si yerro no nos volveremos a ver.
Se abrazaron, y Juan se encaminó a la ciudad y al palacio. El gran salón estaba atestado de gente; los jueces ocupaban sus sillones, con las cabezas apoyadas en almohadones de pluma, pues tendrían que pensar no poco. El Rey se levantó, se secó los ojos con un blanco pañuelo, y en el mismo momento entró la princesa. Estaba mucho más hermosa aún que la víspera, y saludó a todos los presentes con exquisita amabilidad. A Juan le tendió la mano, diciéndole:

- Buenos días.
Acto seguido, Juan hubo de adivinar lo que había pensado la princesa. Ella lo miraba afablemente, pero en cuanto oyó de labios del mozo la palabra «zapato», su rostro palideció intensamente, y un estremecimiento sacudió todo su cuerpo. Sin embargo, no había remedio: ¡Juan había acertado!

¡Qué contento se puso el viejo Rey! Tanto, que dio una voltereta, tan graciosa, que todos los cortesanos estallaron en aplausos, en su honor y en el de Juan, por haber acertado la vez primera.

Su compañero tuvo también una gran alegría cuando supo lo ocurrido. En cuanto a Juan, juntando las manos dio gracias a Dios, confiado en que no le faltaría también su ayuda las otras dos veces.

Al día siguiente debía celebrarse la segunda prueba.
La velada transcurrió como la anterior. Cuando Juan se hubo dormido, el compañero siguió a la princesa a la montaña, vapuleándola más fuertemente aún que la víspera, pues se había llevado dos varas; nadie lo vio, y él, en cambio, pudo oírlo todo. La princesa decidió pensar en su guante, y el compañero de viaje se lo dijo a Juan, como si se tratase de un sueño. De este modo nuestro mozo pudo acertar nuevamente, lo cual produjo enorme alegría en palacio. Toda la Corte se puso a dar volteretas, como las vieran hacer al Rey el día anterior, mientras la princesa, echada en el sofá, permanecía callada. Ya sólo faltaba que Juan adivinase la tercera vez; si lo conseguía, se casaría con la bella muchacha, y a la muerte del anciano Rey heredaría el trono imperial; pero si fallaba, perdería la vida, y el brujo se comería sus hermosos ojos azules.

Aquella noche, Juan se acostó pronto; rezó su oración vespertina y durmió tranquilamente, mientras su compañero, aplicándose las alas a la espalda, se colgaba el sable del cinto y, tomando las tres varas, emprendía el vuelo hacia palacio.
La noche era oscura como boca de lobo; arreciaba una tempestad tan desenfrenada, que las telas volaban de los tejados, y los árboles del jardín de los esqueletos se doblaban como cañas al empuje del viento. Los relámpagos se sucedían sin interrupción, y retumbaba el trueno. Abrióse la ventana y salió la princesa volando. Estaba pálida como la muerte, pero se reía del mal tiempo, deseosa de que fuese aún peor; su blanco manto se arremolinaba en el aire cual una amplia vela, mientras el amigo de Juan la azotaba furiosamente con las tres varas, de tal modo que la sangre caía a gotas a la tierra, y ella apenas podía sostener el vuelo. Por fin llegó a la montaña.

- ¡Qué tormenta y qué manera de granizar! -exclamó-. Nunca había salido con tiempo semejante.

- Todos los excesos son malos -dijo el brujo. Entonces ella le contó que Juan había acertado por segunda vez; si al día siguiente acertaba también, habría ganado, y ella no podría volver nunca más a la montaña ni repetir aquellas artes mágicas; por eso estaba tan afligida.

- ¡No lo adivinará! -exclamó el hechicero-. Pensaré algo que jamás pueda ocurrírsele, a menos que sea un encantador más grande que yo. Pero ahora, ¡a divertirnos! -. Y cogiendo a la princesa por ambas manos, bailaron con todos los pequeños trasgos y fuegos fatuos que se hallaban en la sala; las rojas arañas saltaban en las paredes con el mismo regocijo; habríase dicho el centelleo de flores de fuego. Las lechuzas tamborileaban, silbaban los grillos, y los negros saltamontes soplaban con todas sus fuerzas en las armónicas. ¡Fue un baile bien animado!
Terminado el jolgorio, la princesa hubo de volverse, pues de lo contrario la echarían de menos en palacio; el hechicero dijo que la acompañaría y harían el camino juntos.
Emprendieron el vuelo en medio de la tormenta, y el compañero de Juan les sacudió de lo lindo con las tres varas; nunca había recibido el brujo en las espaldas una granizada como aquélla. Al llegar a palacio y despedirse de la princesa, le dijo al oído:

- Piensa en mi cabeza.
Pero el amigo de Juan lo oyó, y en el mismo momento en que la hija del Rey entraba en su dormitorio y el brujo se disponía a volverse, agarrándolo por la luenga barba negra, ¡zas!, de un sablazo le separó la horrible cabeza de los hombros, sin que el mago lograse verlo. Luego arrojó el cuerpo al lago, para pasto de los peces, pero la cabeza sólo la sumergió en el agua y, envolviéndola luego en su pañuelo, dirigióse a la posada y se acostó.
A la mañana entregó el envoltorio a Juan, diciéndole que no lo abriese hasta que la princesa le preguntase en qué había pensado.
Había tanta gente en la amplia sala, que estaban, como suele decirse, como sardinas en barril. El consejo en pleno aparecía sentado en sus poltronas de blandos almohadones, y el anciano Rey llevaba un vestido nuevo; la corona de oro y el cetro habían sido pulimentados, y todo presentaba aspecto de gran solemnidad; sólo la princesa estaba lívida, y se había ataviado con un ropaje negro como ala de cuervo; habríase dicho que asistía a un entierro.

- ¿En qué he pensado? -preguntó a Juan. Por toda contestación, éste desató el pañuelo, y él mismo quedó horrorizado al ver la fea cabeza del hechicero. Todos los presentes se estremecieron, pues verdaderamente era horrible; pero la princesa continuó erecta como una estatua de piedra, sin pronunciar palabra. Al fin se puso de pie y tendió la mano a Juan, pues había acertado. Sin mirarlo, dijo en voz alta, con un suspiro:

- ¡Desde hoy eres mi señor! Esta noche se celebrará la boda.

- ¡Eso está bien! -exclamó el anciano Rey-. ¡Así se hacen las cosas!
Todos los asistentes prorrumpieron en vítores, la banda de la guardia salió a tocar por las calles, las campanas fueron echadas al vuelo, y las pasteleras quitaron los crespones que cubrían sus tortas, pues reinaba general alegría. Pusieron en el centro de la plaza del mercado tres bueyes asados, rellenos de patos y pollos, y cada cual fue autorizado a cortarse una tajada; de las fuentes fluyó dulce vino, y el que compraba una rosca en la panadería era obsequiado con seis grandes bollos, ¡de pasas, además!

Al atardecer se iluminó toda la ciudad, y los soldados dispararon salvas con los cañones, mientras los muchachos soltaban petardos; en el palacio se comía y bebía, todo eran saltos y empujones, y los caballeros distinguidos bailaban con las bellas señoritas; de lejos se les oía cantar:
¡Cuánta linda muchachita
que gusta bailar como torno de hilar!
Gira, gira, doncellita,
salta y baila sin parar,
hasta que la suela del zapato
se vaya a soltar!

Sin embargo, la princesa seguía aún embrujada y no podía sufrir a Juan. Pero el compañero de viaje no había olvidado este detalle, y dio a Juan tres plumas de las alas del cisne y una botellita que contenía unas gotas, diciéndole que mandase colocar junto a la cama de la princesa un gran barril lleno de agua, y que cuando ella se dispusiera a acostarse, le diese un empujoncito de manera que se cayese al agua, en la cual la sumergiría por tres veces, después de haberle echado las plumas y las gotas. Con esto quedaría desencantada y se enamoraría de él.
Juan lo hizo tal y como su compañero le había indicado. La princesa dio grandes gritos al zambullirse en el agua y agitó las manos, adquiriendo la figura de un enorme cisne negro de ojos centelleantes; a la segunda zambullidura salió el cisne blanco, con sólo un aro negro en el cuello. Juan dirigió una plegaria a Dios; nuevamente sumergió el ave en el agua, y en el mismo instante quedó convertida en la hermosísima princesa. Era todavía más bella que antes, y con lágrimas en los maravillosos ojos le dio las gracias por haberla librado de su hechizo.
A la mañana siguiente se presentó el anciano Rey con toda su Corte, y las felicitaciones se prolongaron hasta muy avanzado el día. El primero en llegar fue el compañero de viaje, con un bastón en la mano y el hato a la espalda. Juan lo abrazó repetidamente y le pidió que no se marchase, sino que se quedase a su lado, pues a él debía toda su felicidad. Pero el otro, meneando la cabeza, le respondió con dulzura:

-No, mi hora ha sonado. No hice sino pagar mi deuda. ¿Te acuerdas de aquel muerto con quien quisieron cebarse aquellos malvados? Diste cuanto tenías para que pudiese descansar en paz en su tumba. Pues aquel muerto soy yo.
Y en el mismo momento desapareció.
La boda se prolongó un mes entero. Juan y la princesa se amaban entrañablemente, y el anciano Rey vio aún muchos días felices, en los que pudo sentar a sus nietecitos sobre sus rodillas y jugar con ellos con el cetro; pero al fin Juan llegó a ser rey de todo el país.


FINIS

viernes, 24 de agosto de 2007

Azul sangre , siempre azul

I


BROTABA PINTURA DE ENTRE SUS DEDOS . Negra como la carcomida oquedad de su alma ; roja como la sangre , propia o ajena, que ansía derramar en holocausto y calmar su ansiedad ; azul como la mirada del niño – ángel – amante - demonio que torció su vida , calcinó su alma y quebró su espíritu. ¡Que contar de una juventud desperdiciada! ¿Acaso no sabemos de amores traidores? Una prometedora existencia trastocada en pos del éxito de un farsante. Acaricia el lienzo con las yemas plasmando jardines en explosión florecida, despreciados el pincel y la paleta , su arte callejero precisa del contacto de óleo y paisaje.


II


¡ Estallido de vida y color ! ¡ Alegría primaveral desbordando el mundo! Fragancias empujadas por la suave brisa bailan entre las fuentes , de aguas resplandecientes ante el fulgor del astro rey , que guiña su ojo al piar de las nuevas vidas. Pensamientos , azucenas y claveles salpican en alegre arco iris el manto verde , roto solo por el ocre camino , taller de artistas ambulantes. Suena el suave sonsonete de la flauta de uno; acompañan las estudiadas muecas del mimo ; danzan las artes del malabarista ; y ella.


III

Ataviado con un serio traje azul , armadura ante lo vulgar y cotidiano , sea persona o suceso , camina ausente al despliegue de vida , altivo , como si el propio hijo de Dios hollara de nuevo la Tierra en segundo advenimiento . Sus éxitos y victorias ... ¿Han de contarse ? . En su mundo no hay quien no tema su ira , ha derrotado a sus rivales , nadie osa interferir en sus metas , siempre reinventadas . Detiene sus pasos , proyectando la sombra de su esbelta figura en un improvisado puesto errante. ¿Por qué se detiene? No lo sabe. Dedica un breve vistazo a la bohemia ambulante : pelo , ojeras y ropa de ala de cuervo. Un instante , solo un fugaz instante , de envidia , rápidamente es descartado.


IV

¡Acaso no será aquel quien pague por todos los crímenes ! Traje ostentoso , azul , siempre azul , porte grave , mirada solemne . Perfecto reflejo de los que anteponen la riqueza al amor , el trabajo al hogar , el futuro al amante ...
Siente el puñal y un torrente de sangre deslizándose por su brazo , dando calor donde ya solo hay invierno . Amargo resulta el sabor de la venganza tanto tiempo postergada. Su mente asesina y sus labios , apegados al sabor de los frutos de la tierra , ofertan una de sus creaciones. Barniza sus rostro con una sonrisa , falsa como sus pinturas . Su musa de chocolate exige obras grotescas , lóbregas y torturadas , pero el sustento , eternamente necesario , viaja con la alegría.

V

Dos animas custodian sus pasos. Ella serena , esbelta y luminosa , tocada con la belleza de las cumbres nevadas. Él gozoso y alegre , amigo de las celebraciones y las tertulias de madrugada . Se miran y sonríen. Recuerdan días de caricias y solaz. Apaciguan a sus protegidos , al menos lo procuran . El señor traje compra un paisaje , que no quiere y procurará olvidar . La señora cuervo destierra los nubarrones , salvando la vida de aquel , ninguno de los dos conoce cuan cerca vivieron del fatal desenlace.
Gritan , gimen , cuando sus caminos se apartan . Claman mudos por el Amor que fue , por el que no ha sido o por el que ha de venir. Rozan las puntas de sus dedos en postrero fútil gesto, encadenados a la suerte de otro.


VI

Un colibrí revolotea libando de azalea a rosa , descartando los capullos inmaduros. Un ángel de la guarda susurra palabras de vida , esperanza y amor a su artista ambulante. Un triunfador busca un hueco en el tabique de su sobrio despacho , alguien le musita : - Acaso en tu corazón. -

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
Pag. Web de PEDRO ESCUDERO

jueves, 23 de agosto de 2007

El niño travieso

Un cuento de Hans Christian Andersen - 006


Érase una vez un anciano poeta, muy bueno y muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se puso muy malo; fuera llovía a cántaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa, en la que ardía un buen fuego y se asaban manzanas.

- Ni un pelo de la ropa les quedará seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos.

- ¡Ábrame! ¡Tengo frío y estoy empapado! -gritó un niño desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caía furiosa, y el viento hacía temblar todas las ventanas.

- ¡Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un rapazuelo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frío; de no hallar refugio, seguramente habría sucumbido, víctima de la inclemencia del tiempo.

- ¡Pobre pequeño! -exclamó el compasivo poeta, cogiéndolo de la mano-. ¡Ven conmigo, que te calentaré! Voy a darte vino y una manzana, porque eres tan precioso.
Y lo era, en efecto. Sus ojos parecían dos límpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles eran como de oro puro, aun estando empapados. Era un verdadero angelito, pero estaba pálido de frío y tirítaba con todo su cuerpo. Sostenía en la mano un arco magnifico, pero estropeado por la lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas se habían borrado y mezclado unos con otros.
El poeta se sentó junto a la estufa, puso al chiquillo en su regazo, escurrióle el agua del cabello, le calentó las manitas en las suyas y le preparó vino dulce. El pequeño no tardó en rehacerse: el color volvió a sus mejillas, y, saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del anciano poeta.

- ¡Eres un rapaz alegre! -dijo el viejo-. ¿Cómo te llamas?

- Me llamo Amor -respondió el pequeño-. ¿No me conoces? Ahí está mi arco, con el que disparo, puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen tiempo, y la luna brilla.

- Pero tienes el arco estropeado -observó el anciano.

- ¡Mala cosa sería! -exclamó el chiquillo, y, recogiéndolo del suelo, lo examinó con atención-. ¡Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la cuerda está bien tensa. ¡Voy a probarlo! -. Tensó el arco, púsole una flecha y, apuntando, disparó certero, atravesando el corazón del buen poeta.- ¡Ya ves que mi arco no está estropeado! -dijo, y, con una carcajada, se marchó. ¡Habíase visto un chiquillo más malo! ¡Disparar así contra el viejo poeta, que lo había acogido en la caliente habitación, se había mostrado tan bueno con él y le había dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas!
El buen señor yacía en el suelo, llorando; realmente le habían herido en el corazón.

-¡Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo contaré a todos los chiquillos buenos, para que estén precavidos y no jueguen con él, pues procurará causarles algún daño.
Todos los niños y niñas buenos a quienes contó lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero éste continuó haciendo de las suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, él marcha a su lado, con un libro debajo del brazo y vestido con levita negra. No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que es también un estudiante, y entonces él les clava una flecha en el pecho. Cuando las muchachas vienen de escuchar al señor cura y han recibido ya la confirmación él las sigue también. Sí, siempre va detrás de la gente. En el teatro se sienta en la gran araña, y echa llamas para que las personas crean que es una lámpara, pero ¡quiá!; demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a las murallas. Sí, un día hirió en el corazón a tu padre y a tu madre. Pregúntaselo, verás lo que te dicen. Créeme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con él; acecha a todo el mundo. Piensa que un día disparó, una flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo. Ya pasó, pero ella no lo olvida. ¡Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que es.


FINIS

miércoles, 22 de agosto de 2007

Pulgarcita

Un cuento de Hans Christian Andersen - 005


Érase una mujer que anhelaba tener un niño, pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo:

- Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo lo he de hacer.

- Sí, será muy fácil -respondió la bruja-. Ahí tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una maceta y verás maravillas.

- Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y espléndida, parecida a un tulipán, sólo que tenía los pétalos apretadamente cerrados, cual si fuese todavía un capullo.

- ¡Qué flor tan bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, abrióse la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los verdes estambres, veíase una niña pequeñísima, linda y gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.
Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipán flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo. Era una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y delicada como jamás se haya oído.
Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, presentóse un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa.
«¡Sería una bonita mujer para mi hijo!», dijose el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto.
Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y asqueroso era el bicho! ¡igual que su padre! «Croak, croak, brekkerekekex! », fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en la cáscara de nuez.

- Habla más quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-. Aún se nos podría escapar, pues es ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar en medio del arroyo; allí estará como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser vuestra habitación debajo del cenagal.
Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la superficie del agua; el más grande de todos era también el más alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar encima la cáscara de nuez con Pulgarcita.
Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra firme.
Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y flores amarillas; había que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la cámara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo, inclinándose profundamente en el agua, dijo:

- Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y viviréis muy felices en el cenagal.

- ¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo. Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja, llorando, pues no podía avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.

Los pececillos que nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compañía del horrible sapo. ¡Había que impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo.

En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: «¡Qué niña más preciosa!». Y la hoja seguía su rumbo sin detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras del país.
Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le había gustado Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al río, cuyas aguas refulgían como oro purísimo. La niña se desató el cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y así la barquilla avanzaba mucho más rápida.
Más he aquí que pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol, mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podía soltarse.

¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el árbol! Lo que más la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pétalo, pues si no lograba soltarse moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin cuidado. Posóse con su carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a la niña con el dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los demás compañeros que habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas: - ¡Sólo tiene dos piernas; qué miseria!-. ¡No tiene antenas! -observó otra-. ¡Qué talla más delgada, parece un hombre! ¡Uf, que fea! -decían todas las abejorras.

Y, sin embargo, Pulgarcita era lindísima. Así lo pensaba también el abejorro que la había raptado; pero viendo que todos los demás decían que era fea, acabó por creérselo y ya no la quiso. Podía marcharse adonde le apeteciera. La bajó, pues, al pie del árbol, y la depositó sobre una margarita. La pobre se quedó llorando, pues era tan fea que ni los abejorros querían saber nada de ella. Y la verdad es que no se ha visto cosa más bonita, exquisita y límpida, tanto como el más bello pétalo de rosa.

Todo el verano se pasó la pobre Pulgarcita completamente sola en el inmenso bosque. Trenzóse una cama con tallos de hierbas, que suspendió de una hoja de acedera, para resguardarse de la lluvia; para comer recogía néctar de las flores y bebía del rocío que todas las mañanas se depositaba en las hojas. Así transcurrieron el verano y el otoño; pero luego vino el invierno, el frío y largo invierno. Los pájaros, que tan armoniosamente habían cantado, se marcharon; los árboles y las flores se secaron; la hoja de acedera que le había servido de cobijo se arrugó y contrajo, y sólo quedó un tallo amarillo y marchito. Pulgarcita pasaba un frío horrible, pues tenía todos los vestidos rotos; estaba condenada a helarse, frágil y pequeña como era. Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía encima era como si a nosotros nos echaran toda una palada, pues nosotros somos grandes, y ella apenas medía una pulgada. Envolvióse en una hoja seca, pero no conseguía entrar en calor; tiritaba de frío.

Junto al bosque extendíase un gran campo de trigo; lo habían segado hacía tiempo, y sólo asomaban de la tierra helada los rastrojos desnudos y secos. Para la pequeña era como un nuevo bosque, por el que se adentró, y ¡cómo tiritaba! Llegó frente a la puerta del ratón de campo, que tenía un agujerito debajo de los rastrojos. Allí vivía el ratón, bien calentito y confortable, con una habitación llena de grano, una magnífica cocina y un comedor. La pobre Pulgarcita llamó a la puerta como una pordiosera y pidió un trocito de grano de cebada, pues llevaba dos días sin probar bocado. .

-¡Pobre pequeña! -exclamó el ratón, que era ya viejo, y bueno en el fondo-, entra en mi casa, que está bien caldeada y comerás conmigo-. Y como le fuese simpática Pulgarcita, le dijo: - Puedes pasar el invierno aquí, si quieres cuidar de la limpieza de mi casa, y me explicas cuentos, que me gustan mucho.

Pulgarcita hizo lo que el viejo ratón le pedía y lo pasó la mar de bien.
- Hoy tendremos visita -dijo un día el ratón-. Mi vecino suele venir todas las semanas a verme. Es aún más rico que yo; tiene grandes salones y lleva una hermosa casaca de terciopelo negro. Si lo quisieras por marido nada te faltaría. Sólo que es ciego; habrás de explicarle las historias más bonitas que sepas.
Pero a Pulgarcita le interesaba muy poco el vecino, pues era un topo.
Éste vino, en efecto, de visita, con su negra casaca de terciopelo. Era rico e instruido, dijo el ratón de campo; tenía una casa veinte veces mayor que la suya. Ciencia poseía mucha, mas no podía sufrir el sol ni las bellas flores, de las que hablaba con desprecio, pues no, las había visto nunca.
Pulgarcita hubo de cantar, y entonó «El abejorro echó a volar» y «El fraile descalzo va campo a través». El topo se enamoró de la niña por su hermosa voz, pero nada dijo, pues era circunspecto.

Poco antes había excavado una larga galería subterránea desde su casa a la del vecino e invitó al ratón y a Pulgarcita a pasear por ella siempre que les viniese en gana. Advirtióles que no debían asustarse del pájaro muerto que yacía en el corredor; era un pájaro entero, con plumas y pico, que seguramente había fallecido poco antes y estaba enterrado justamente en el lugar donde habla abierto su galería.
El topo cogió con la boca un pedazo de madera podrida, pues en la oscuridad reluce como fuego, y, tomando la delantera, les alumbró por el largo y oscuro pasillo. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo apretó el ancho hocico contra el techo y, empujando la tierra, abrió un orificio para que entrara luz. En el suelo había una golondrina muerta, las hermosas alas comprimidas contra el cuerpo, las patas y la cabeza encogidas bajo el ala. La infeliz avecilla había muerto de frío. A Pulgarcita se le encogió el corazón, pues quería mucho a los pajarillos, que durante todo el verano habían estado cantando y gorjeando a su alrededor. Pero el topo, con su corta pata, dio un empujón a la golondrina y dijo:

- Ésta ya no volverá a chillar. ¡Qué pena, nacer pájaro! A Dios gracias, ninguno de mis hijos lo será. ¿Qué tienen estos desgraciados, fuera de su quivit, quivit? ¡Vaya hambre la que pasan en invierno!

- Habláis como un hombre sensato -asintió el ratón-. ¿De qué le sirve al pájaro su canto cuando llega el invierno? Para morir de hambre y de frío, ésta es la verdad; pero hay quien lo considera una gran cosa.
Pulgarcita no dijo esta boca es mía, pero cuando los otros dos hubieron vuelto la espalda, se inclinó sobre la golondrina y, apartando las plumas que le cubrían la cabeza, besó sus ojos cerrados.
«¡Quién sabe si es aquélla que tan alegremente cantaba en verano!», pensó. «¡Cuántos buenos ratos te debo, mi pobre pajarillo!».
El topo volvió, a tapar el agujero por el que entraba la luz del día y acompañó a casa a sus vecinos. Aquella noche Pulgarcita no pudo pegar un ojo; saltó, pues, de la cama y trenzó con heno una grande y bonita manta, que fue a extender sobre el avecilla muerta; luego la arropó bien, con blanco algodón que encontró en el cuarto de la rata, para que no tuviera frío en la dura tierra.

- ¡Adiós, mi pajarito! -dijo-. Adiós y gracias por las canciones con que me alegrabas en verano, cuando todos los árboles estaban verdes y el sol nos calentaba con sus rayos.
Aplicó entonces la cabeza contra el pecho del pájaro y tuvo un estremecimiento; parecióle como si algo latiera en él. Y, en efecto, era el corazón, pues la golondrina no estaba muerta, y sí sólo entumecida. El calor la volvía a la vida.

En otoño, todas las golondrinas se marchan a otras tierras más cálidas; pero si alguna se retrasa, se enfría y cae como muerta. Allí se queda en el lugar donde ha caído, y la helada nieve la cubre.
Pulgarcita estaba toda temblorosa del susto, pues el pájaro era enorme en comparación con ella, que no medía sino una pulgada. Pero cobró ánimos, puso más algodón alrededor de la golondrina, corrió a buscar una hoja de menta que le servía de cubrecama, y la extendió sobre la cabeza del ave.

A la noche siguiente volvió a verla y la encontró viva, pero extenuada; sólo tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a Pulgarcita, quien, sosteniendo en la mano un trocito de madera podrida a falta de linterna, la estaba contemplando.

- ¡Gracias, mi linda pequeñuela! -murmuró la golondrina enferma-. Ya he entrado en calor; pronto habré recobrado las fuerzas y podré salir de nuevo a volar bajo los rayos del sol.

- ¡Ay! -respondió Pulgarcita-, hace mucho frío allá fuera; nieva y hiela. Quédate en tu lecho calentito y yo te cuidaré.
Le trajo agua en una hoja de flor para que bebiese. Entonces la golondrina le contó que se había lastimado un ala en una mata espinosa, y por eso no pudo seguir volando con la ligereza de sus compañeras, las cuales habían emigrado a las tierras cálidas. Cayó al suelo, y ya no recordaba nada más, ni sabía cómo había ido a parar allí.
El pájaro se quedó todo el invierno en el subterráneo, bajo los amorosos cuidados de Pulgarcita, sin que lo supieran el topo ni el ratón, pues ni uno ni otro podían sufrir a la golondrina.
No bien llegó la primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la golondrina se despidió de Pulgarcita, la cual abrió el agujero que había hecho el topo en el techo de la galería. Entró por él un hermoso rayo de sol, y la golondrina preguntó a la niñita si quería marcharse con ella; podría montarse sobre su espalda, y las dos se irían lejos, al verde bosque. Mas Pulgarcita sabía que si abandonaba al ratón le causaría mucha pena.

- No, no puedo -dijo.

- ¡Entonces adiós, adiós, mi linda pequeña! -exclamó la golondrina, remontando el vuelo hacia la luz del sol. Pulgarcita la miró partir, y las lágrimas le vinieron a los ojos; pues le había tomado mucho afecto.

- ¡Quivit, quivit! -chilló la golondrina, emprendiendo el vuelo hacia el bosque. Pulgarcita se quedó sumida en honda tristeza. No le permitieron ya salir a tomar el sol. El trigo que habían sembrado en el campo de encima creció a su vez, convirtiéndose en un verdadero bosque para la pobre criatura, que no medía más de una pulgada.

- En verano tendrás que coserte tu ajuar de novia -le dijo un día el ratón. Era el caso que su vecino, el fastidioso topo de la negra pelliza, había pedido su mano-. Necesitas ropas de lana y de hilo; has de tener prendas de vestido y de cama, para cuando seas la mujer del topo.

Pulgarcita tuvo que echar mano del huso, y el ratón contrató a cuatro arañas, que hilaban y tejían para ella día y noche. Cada velada venía de visita el topo, y siempre hablaba de lo mismo: que cuando terminase el verano, el sol no quemaría tanto; que la tierra dejaría de arder y de estar dura como una piedra; y que entonces se celebraría la boda. Mas Pulgarcita no se alegraba ni pizca, pues no podía sufrir al aburrido topo. Cada mañana, a la hora de salir el sol, y cada atardecer, a la hora de ponerse, se deslizaba fuera, sin hacer ruido, y cuando el viento separaba las espigas, descubriendo el cielo azul, la niña pensaba en lo precioso que debía ser todo aquel mundo de luz, y sentía un gran deseo de volver a ver a su golondrina; pero ésta nunca acudía; indudablemente, estaría muy lejos, en el verde bosque.
Al llegar el otoño, Pulgarcita tenía listo su ajuar.

- Dentro de cuatro semanas será la boda -dijo el ratón. Pero la pequeña, prorrumpiendo a llorar, manifestó que no quería al pesado topo.

- ¡Tonterías! -replicó el ratón-. No te pongas terca o te morderé con mi diente blanco. ¡Despreciar a un hombre tan guapo! ¡Ni la reina tiene un abrigo de terciopelo negro como el suyo! Y no hablemos de su cocina y su despensa, que son lo mejor de lo mejor. Tendrías que dar gracias a Dios por la suerte que tienes.
Llegó el día de la boda. El topo se presentó a buscar a Pulgarcita, para llevársela a vivir con él debajo de la tierra, donde ya no volvería a ver la luz del día, a la que él tenía horror. La pobrecilla estaba desolada. Quiso salir a despedirse del sol, que bañaba aún la puerta de la casa del ratón.

- ¡Adiós, sol de mi vida! -exclamó, y, levantando el cielo los brazos, avanzó unos pasos por el campo, segado ya y cubierto solamente por los secos rastrojos ¡Adiós, adiós! -repitió, abrazando una florecita roja que crecía en el lugar-. Saluda de mi parte a mi querida golondrina si acertares a verla.

- ¡Quivit, quivit! -oyó en aquel mismo instante encima de su cabeza, y, al levantar los ojos, divisó a la golondrina que pasaba volando. ¡Qué alegría la de Pulgarcita, cuando la reconoció! Le contó cuán a disgusto se casaba con el feo topo, y cómo tendría que vivir bajo tierra, donde no vería jamás la luz del sol. Y mientras hablaba no podía contener las lágrimas.

- Se acerca el frío invierno -dijo la golondrina-, me marcho a países más cálidos. ¿Quieres venirte conmigo? ¡Móntate en mi espalda! Te atas con el cinturón y huiremos del horrible topo y de su oscura madriguera; cruzaremos las montañas en busca de tierras calurosas, donde el sol es aún más brillante que aquí, donde reina un eterno verano y crecen flores magníficas. ¡Vente conmigo, mi querida Pulgarcita, que me salvaste la vida cuando yacía como muerta en el tenebroso subterráneo!

- ¡Sí, me voy contigo! -dijo Pulgarcita. Se sentó sobre el dorso del pájaro, apoyando los pies en sus alas desplegadas, ató el cinturón a una de las plumas más resistentes y la golondrina echó a volar, remontándose en el aire, a través de bosques y mares, por encima de
montañas eternamente cubiertas de nieve. La niña tiritaba en aquel aire tan frío, por lo que se escurrió bajo las calientes plumas del ave, asomando únicamente la cabeza para poder seguir admirando las bellezas que se desplegaban al fondo.

Y llegaron a las tierras cálidas, donde el sol brilla mucho más esplendoroso que aquí, el cielo parece mucho más alto, y en los ribazos y setos crecen hermosísimos racimos verdes y rojos. En los bosques penden limones y naranjas, impregna el aire una fragancia de mirtos y menta, y por los caminos corretean niños encantadores, jugando con grandes y abigarradas mariposas. Pero la golondrina proseguía su vuelo, y cada vez era el espectáculo más bello. En mitad de un bosquecillo de majestuosos árboles verdes, al borde de un lago azul, levantábase un soberbio palacio de mármol blanco, construido en tiempos antiguos. Trepaban parras por sus altas columnas, y en la cima de ellas había muchos nidos de golondrina; uno era la morada de la que transportaba a Pulgarcita.

- Ésta es mi casa -dijo el ave-. Pero si prefieres buscarte una para ti en las flores que crecen en el suelo, te bajaré hasta él y lo pasarás a las mil maravillas.

- ¡Qué hermosura! -exclamó Pulgarcita, dando una palmada con sus manitas minúsculas.
Yacía allí una gran columna blanca, que se había desplomado y roto en tres pedazos, entre los cuales crecían exquisitas flores, blancas también. La golondrina descendió con Pulgarcita a cuestas y la depositó sobre uno de sus anchos pétalos. Pero, ¡qué sorpresa! En el cáliz de la flor había un hombrecillo blanco y transparente, como de cristal; llevaba en la cabeza una lindísima corona de oro, y de sus hombros salían dos diáfanas alas; y el personajillo no era mayor que Pulgarcita. Era el ángel de la flor. En cada una moraba uno de aquellos enanitos, varón o hembra; pero aquel era el rey de todos.

- ¡Dios mío, y qué hermoso! - susurró Pulgarcita al oído de la golondrina. El principito tuvo un susto al ver al pájaro, que era enorme en comparación con él, tan menudo y delicado; pero al descubrir a Pulgarcita quedó encantado: era la muchacha más bonita de cuantas viera jamás. Se quitó de la cabeza la corona de oro y la puso en la de ella, al tiempo que le preguntaba su nombre y si quería casarse con él. Si aceptaba, sería la reina de todas las flores. ¡Qué diferencia entre este pretendiente y el hijo del sapo, y el topo de la pelliza negra! Dijo, pues, que sí al apuesto príncipe, y entonces salió de cada flor una dama o un caballero, tan gentiles que daba gozo verlos. Cada uno trajo un regalo a Pulgarcita, pero el mejor de todos fue un par de hermosas alas que le ofreció una gran mosca blanca; las aplicaron a la espalda de Pulgarcita, y en adelante también ella pudo volar de flor en flor. Hubo gran regocijo, y la golondrina, desde su nido, les dedicó sus más bellos cantos, aunque en el fondo estaba triste, pues quería de todo corazón a Pulgarcita y la apenaba tener que separarse de ella.

- Ya no te llamarás Pulgarcita -dijo a la niña el ángel de las flores-. Es un nombre muy feo, y tú eres muy bonita. Te llamaremos Maya.

- ¡Adiós, adiós! -cantó la golondrina emprendiendo de nuevo el vuelo con rumbo a Dinamarca, donde tenía un nidito encima de la ventana de la casa de aquel hombre que tantos cuentos sabe. Saludólo con su «¡quivit, quivit! », y así es como conocemos toda esta historia.


FINIS

lunes, 20 de agosto de 2007

Las flores de la pequeña Ida

Un cuento de Hans Christian Andersen - 004


- ¡Mis flores se han marchitado! -exclamó la pequeña Ida.
- Tan hermosas como estaban anoche, y ahora todas sus hojas cuelgan mustias. ¿Por qué será esto? -preguntó al estudiante, que estaba sentado en el sofá. Le tenía mucho cariño, pues sabía las historias más preciosas y divertidas, y era muy hábil además en recortar figuras curiosas: corazones con damas bailando, flores y grandes castillos cuyas puertas podían abrirse. Era un estudiante muy simpático.

- ¿Por qué ponen una cara tan triste mis flores hoy? -dijo, señalándole un ramillete completamente marchito.
- ¿No sabes qué les ocurre? -respondió el estudiante-. Pues que esta noche han ido al baile, y por eso tienen hoy las cabezas colgando.
- ¡Pero si las flores no bailan! -repuso Ida.
- ¡Claro que sí! -dijo el estudiante-. En cuanto oscurece y nosotros nos acostamos, ellas empiezan a saltar y bailar. Casi todas las noches tienen sarao.
- ¿Y los niños no pueden asistir?
- Claro que sí -contestó el estudiante-. Las margaritas y los muguetes muy pequeñitos.
- ¿Dónde bailan las flores? -siguió preguntando la niña.
- ¿No has ido nunca a ver las bonitas flores del jardín del gran palacio donde el Rey pasa el verano?. Claro que has ido, y habrás visto los cisnes que acuden nadando cuando haces señal de echarles migas de pan. Pues allí hacen unos bailes magníficos, te lo digo yo.
- Ayer estuve con mamá -dijo Ida-; pero habían caído todas las hojas de los árboles, ya no quedaba ni una flor. ¿Dónde están? ¡Tantas como había en verano!

- Están dentro del palacio -respondió el estudiante-. Has de saber que en cuanto el Rey y toda la corte regresan a la ciudad, todas las flores se marchan corriendo del jardín y se instalan en palacio, donde se divierten de lo lindo. ¡Tendrías que verlo! Las dos rosas más preciosas se sientan en el trono y hacen de Rey y de Reina. Las rojas gallocrestas se sitúan de pie a uno y otro lado y hacen reverencias; son los camareros. Vienen luego las flores más lindas y empieza el gran baile; las violetas representan guardias marinas, y bailan con los jacintos y los azafranes, a los que llaman señoritas. Los tulipanes y las grandes azucenas de fuego son damas viejas que cuidan de que se baile en debida forma y de que todo vaya bien.

- Pero -preguntó la pequeña Ida-, ¿nadie les dice nada a las flores por bailar en el palacio real?
- El caso es que nadie está en el secreto -, respondió el estudiante-. Cierto que alguna vez que otra se presenta durante la noche el viejo guardián del castillo, con su manojo de llaves, para cerciorarse de que todo está en regla; pero no bien las flores oyen rechinar la cerradura, se quedan muy quietecitas, escondidas detrás de los cortinajes y asomando las cabecitas. «Aquí huele a flores», dice el viejo guardián, «pero no veo ninguna».

- ¡Qué divertido! -exclamó Ida, dando una palmada-. ¿Y no podría yo ver las flores?
- Sí -dijo el estudiante-. Sólo tienes que acordarte, cuando salgas, de mirar por la ventana; enseguida las verás. Yo lo hice hoy. En el sofá había estirado un largo lirio de Pascua amarillo; era una dama de la corte.

- ¿Y las flores del Jardín Botánico pueden ir también, con lo lejos que está?
- Sin duda -respondió el estudiante -, ya que pueden volar, si quieren. ¿No has visto las hermosas mariposas, rojas, amarillas y blancas? Parecen flores, y en realidad lo han sido. Se desprendieron del tallo, y, agitando las hojas cual si fueran alas, se echaron a volar; y como se portaban bien, obtuvieron permiso para volar incluso durante el día, sin necesidad de volver a la planta y quedarse en sus tallos, y de este modo las hojas se convirtieron al fin en alas de veras. Tú misma las has visto. Claro que a lo mejor las flores del Jardín Botánico no han estado nunca en el palacio real, o ignoran lo bien que se pasa allí la noche. ¿Sabes qué? Voy a decirte una cosa que dejaría pasmado al profesor de Botánica que vive cerca de aquí ¿lo conoces, no? Cuando vayas a su jardín contarás a una de sus flores lo del gran baile de palacio; ella lo dirá a las demás, y todas echarán a volar hacia allí. Si entonces el profesor acierta a salir al jardín, apenas encontrará una sola flor, y no comprenderá adónde se han metido.

- Pero, ¿cómo va la flor a contarlo a las otras? Las flores no hablan.
- Lo que se dice hablar, no -admitió el estudiante-, pero se entienden con signos ¿No has visto muchas veces que, cuando sopla un poco de brisa, las flores se inclinan y mueven sus verdes hojas? Pues para ellas es como si hablasen.
- ¿Y el profesor entiende sus signos? -preguntó Ida.

- Supongo que sí. Una mañana salió al jardín y vio cómo una gran ortiga hacía signos con las hojas a un hermoso clavel rojo. «Eres muy lindo; te quiero», decía. Mas el profesor, que no puede sufrir a las ortigas, dio un manotazo a la atrevida en las hojas que son sus dedos; mas la planta le pinchó, produciéndole un fuerte escozor, y desde entonces el buen señor no se ha vuelto a meter con las ortigas.

- ¡Qué divertido! -exclamó Ida, soltando la carcajada.
- ¡Qué manera de embaucar a una criatura! -refunfuñó el aburrido consejero de Cancillería, que había venido de visita y se sentaba en el sofá. El estudiante le era antipático, y siempre gruñía al verle recortar aquellas figuras tan graciosas: un hombre colgando de la horca y sosteniendo un corazón en la mano - pues era un robador de corazones -, o una vieja bruja montada en una escoba, llevando a su marido sobre las narices. Todo esto no podía sufrirlo el anciano señor, y decía, como en aquella ocasión:

- ¡Qué manera de embaucar a una criatura! ¡Vaya fantasías tontas!
Mas la pequeña Ida encontraba divertido lo que le contaba el estudiante acerca de las flores, y permaneció largo rato pensando en ello. Las flores estaban con las cabezas colgantes, cansadas, puesto que habían estado bailando durante toda la noche. Seguramente estaban enfermas. Las llevó, pues, junto a los demás juguetes, colocados sobre una primorosa mesita cuyo cajón estaba lleno de cosas bonitas. En la camita de muñecas dormía su muñeca Sofía, y la pequeña Ida le dijo:

- Tienes que levantarte, Sofía; esta noche habrás de dormir en el cajón, pues las pobrecitas flores están enfermas y las tengo que acostar en la cama, a ver si se reponen -. Y sacó la muñeca, que parecía muy enfurruñada y no dijo ni pío; le fastidiaba tener que ceder su cama.
Ida acostó las flores en la camita, las arropó con la diminuta manta y les dijo que descansasen tranquilamente, que entretanto les prepararía té para animarlas y para que pudiesen levantarse al día siguiente. Corrió las cortinas en torno a la cama para evitar que el sol les diese en los ojos.
Durante toda la velada estuvo pensando en lo que le había contado el estudiante; y cuando iba a acostarse, no pudo contenerse y miró detrás de las cortinas que colgaban delante de las ventanas, donde estaban las espléndidas flores de su madre, jacintos y tulipanes, y les dijo en voz muy queda:

- ¡Ya sé que esta noche bailaréis! -. Las flores se hicieron las desentendidas y no movieron ni una hoja. Mas la pequeña Ida sabía lo que sabía.
Ya en la cama, estuvo pensando durante largo rato en lo bonito que debía ser ver a las bellas flores bailando allá en el palacio real. «¿Quién sabe si mis flores no bailarán también?». Pero quedó dormida enseguida.
Despertó a medianoche; había soñado con las flores y el estudiante a quien el señor Consejero había regañado por contarle cosas tontas. En el dormitorio de Ida reinaba un silencio absoluto; la lámpara de noche ardía sobre la mesita, y papá y mamá dormían a pierna suelta.

-¿Estarán mis flores en la cama de Sofía? -se preguntó-. Me gustaría saberlo -. Se incorporó un poquitín y miró a la puerta, que estaba entreabierta. En la habitación contigua estaban sus flores y todos sus juguetes. Aguzó el oído y le pareció oír que tocaban el piano, aunque muy suavemente y con tanta dulzura como nunca lo había oído. «Sin duda todas las flores están bailando allí», pensó. «¡Cómo me gustaría verlo!». Pero no se atrevía a levantarse, por temor a despertar a sus padres.

- ¡Si al menos entrasen en mi cuarto!- dijo; pero las flores no entraron, y la música siguió tocando primorosamente. Al fin, no pudo resistir más, aquello era demasiado hermoso. Bajó quedita de su cama, se dirigió a la puerta y miró al interior de la habitación. ¡Dios santo, y qué maravillas se veían!
Aunque no había lámpara de ninguna clase, el cuarto estaba muy claro, gracias a la luna, que, a través de la ventana proyectaba sus rayos sobre el pavimento; parecía de día. Los jacintos y tulipanes estaban alineados en doble fila; en la ventana no habla ninguno, los tiestos aparecían vacíos; en el suelo, todas las flores bailaban graciosamente en corro, formando cadena y cogiéndose, al girar, unas con otras por las largas hojas verdes. Sentado al piano se hallaba un gran lirio amarillo, que Ida estaba segura de haber visto en verano, pues recordaba muy bien que el estudiante le había dicho:

- ¡Cómo se parece a la señorita Line! -y todos se habían echado a reír. Pero ahora la pequeña Ida encontraba que realmente aquella larga flor amarilla se parecía a la citada señorita, pues hacía sus mismos gestos al tocar, y su cara larga y macilenta se inclinaba ora hacia un lado ora hacia el otro, siguiendo con un movimiento de la cabeza el compás de la bellísima música.
Nadie se fijó en Ida. Ella vio entonces cómo un gran azafrán azul saltaba sobre la mesa de los juguetes y, dirigiéndose a la cama de la muñeca, descorría las cortinas. Aparecieron las flores enfermas que se levantaron en el acto, haciéndose mutuamente señas e indicando que deseaban tomar parte en la danza. El viejo deshollinador de porcelana, que había perdido el labio inferior, se puso en pie e hizo una reverencia a las lindas flores, las cuales no tenían aspecto de enfermas ni mucho menos; saltaron una tras otra, contentas y vivarachas.

Pareció como si algo cayese de la mesa. Ida miró en aquella dirección: era el látigo que le hablan regalado en carnaval, el cual había saltado, como si quisiera también tomar parte en la fiesta de las flores. Estaba muy mono con sus cintas de papel, y se le montó encima un muñequito de cera que llevaba la cabeza cubierta con un ancho sombrero parecido al del consejero de Cancillería. El latiguillo avanzaba a saltos sobre sus tres rojas patas de palo con gran alboroto pues bailaba una mazurca, baile en el que no podían acompañarle las demás flores, que eran muy ligeras y no sabían patalear.

De pronto, el muñeco de cera, montado en el látigo, se hinchó y aumentó de tamaño, y, volviéndose encima de las flores de papel pintado que adornaban su montura, gritó: «¡Qué manera de embaucar a una criatura! ¡Vaya fantasías tontas!». Era igual, igual que el Consejero, con su ancho sombrero; se le parecía hasta en lo amarillo y aburrido. Pero las flores de papel se le enroscaron en las escuálidas patas, y el muñeco se encogió de nuevo, volviendo a su condición primitiva de muñequito de cera. Daba gusto verlo; Ida no podía reprimir la risa. El látigo siguió bailando y el Consejero no tuvo más remedio que acompañarlo; lo mismo daba que se hiciera grande o se quedara siendo el muñequito macilento con su gran sombrero negro. Entonces las otras flores intercedieron en su favor, especialmente las que habían estado reposando en la camita, y el látigo se dejó ablandar. Entonces alguien llamó desde e1 interior del cajón, donde Sofía, la muñeca de Ida, yacía junto a los restantes juguetes; el deshollinador echó a correr hasta el canto de la mesa, y, echándose sobre la barriga, se puso a tirar del cajón. Levantóse entonces Sofía y dirigió una mirada de asombro a su alrededor.

- ¡Conque hay baile! -dijo-. ¿Por qué no me avisaron?
- ¿Quieres bailar conmigo? -preguntó el deshollinador.
- ¡Bah! ¡Buen bailarín eres tú! -replicó ella, volviéndole la espalda. Y, sentándose sobre el cajón, pensó que seguramente una de las flores la solicitaría como pareja. Pero ninguna lo hizo. Tosió: ¡hm, hm, hm!, mas ni por ésas. El deshollinador bailaba solo y no lo hacía mal.
Viendo que ninguna de las flores le hacía caso, Sofía se dejó caer del cajón al suelo, produciendo un gran estrépito. Todas las flores se acercaron presurosas a preguntarle si se había herido, y todas se mostraron amabilísimas, particularmente las que hablan ocupado su cama. Pero Sofía no se había lastimado; y las flores de Ida le dieron las gracias por el bonito lecho, y la condujeron al centro de la habitación, en el lugar iluminado por la luz de la luna, y bailaron con ella, mientras las otras formaban corro a su alrededor. Sofía sintióse satisfecha, dijo que podían seguir utilizando su cama, que ella dormiría muy a gusto en el cajón.
Pero las flores respondieron:

- Gracias de todo corazón, mas ya no nos queda mucho tiempo de vida. Mañana habremos muerto. Pero dile a Ida que nos entierre en el jardín, junto al lugar donde reposa el canario. De este modo en verano resucitaremos aún más hermosas.
- ¡No, no debéis morir! -dijo Sofía, y besó a las flores. Abrióse en esto la puerta de la sala y entró una gran multitud de flores hermosísimas, todas bailando. Ida no comprendía de dónde venían; debían de ser las del palacio real. Delante iban dos rosas espléndidas, con sendas coronas de oro: eran un rey y una reina; seguían luego los alhelíes y claveles más bellos que quepa imaginar, saludando en todas direcciones. Se traían la música: grandes adormideras y peonias soplaban en vainas de guisantes, con tal fuerza que tenían la cara encarnada como un pimiento. Las campanillas azules y los diminutos rompenieves sonaban cual si fuesen cascabelitos. Era una música la mar de alegre. Venían detrás otras muchas flores, todas danzando: violetas y amarantos rojos, margaritas y muguetes. Y todas se iban besando entre sí. ¡Era un espectáculo realmente maravilloso!
Finalmente, se dieron unas a otras las buenas noches, y la pequeña Ida se volvió a la cama, donde soñó en todo lo que acababa de presenciar.
Al despertarse al día siguiente, corrió a la mesita para ver si estaban en ella las flores; descorrió las cortinas de la camita: sí, todas estaban; pero completamente marchitas, mucho más que la víspera. Sofía continuaba en el cajón, donde la dejara Ida, y tenía una cara muy soñolienta.

- ¿Te acuerdas de lo que debes decirme? -le preguntó Ida. Pero Sofía estaba como atontada y no respondió.
- Eres una desagradecida -le dijo Ida-. Ya no te acuerdas de que todas bailaron contigo. Cogió luego una caja de papel que tenía dibujados bonitos pájaros, y depositó en ella las flores muertas:
- Este será vuestro lindo féretro -dijo-, y cuando vengan mis primos noruegos me ayudarán a enterraros en el jardín, para que en verano volváis a crecer y os hagáis aún más hermosas.
Los primos noruegos eran dos alegres muchachos, Jonás y Adolfo. Su padre les había regalado dos arcos nuevos, y los traían para enseñárselos a Ida. Ella les habló de las pobres flores muertas, y en casa les dieron permiso para enterrarlas. Los dos muchachos marchaban al paso con sus arcos al hombro, e Ida seguía con las flores muertas en la bonita caja. Excavaron una pequeña fosa en el jardín; Ida besó a las flores y las depositó en la tumba, encerradas en su ataúd, mientras Adolfo y Jonás disparaban sus arcos, a falta de fusiles o cañones.



FINIS

miércoles, 8 de agosto de 2007

La princesa del guisante

Un cuento de Hans Christian Andersen - 003


Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de verdad. En su busca recorrió todo el mundo, mas siempre había algún pero. Princesas había muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecía sospechoso. Así regresó a su casa muy triste, pues estaba empeñado en encontrar a una princesa auténtica.

Una tarde estalló una terrible tempestad; sucedíanse sin interrupción los rayos y los truenos, y llovía a cántaros; era un tiempo espantoso. En éstas llamaron a la puerta de la ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir.

Una princesa estaba en la puerta; pero ¡santo Dios, cómo la habían puesto la lluvia y el mal tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metía por las cañas de los zapatos y le salía por los tacones; pero ella afirmaba que era una princesa verdadera.

“Pronto lo sabremos,” pensó la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantó la cama y puso un guisante sobre la tela metálica; luego amontonó encima veinte colchones, y encima de éstos, otros tantos edredones.

En esta cama debía dormir la princesa.

Por la mañana le preguntaron qué tal había descansado.

“¡Oh, muy mal!” exclamó. “No he pegado un ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! ¡Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Horrible!”

Entonces vieron que era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones, había sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera princesa, podía ser tan sensible.

El príncipe la tomó por esposa, pues se había convencido de que se casaba con una princesa hecha y derecha; y el guisante pasó al museo, donde puede verse todavía, si nadie se lo ha llevado.

Esto sí que es una historia, ¿verdad?


FINIS

martes, 7 de agosto de 2007

Colás el Chico y Colás el Grande



Un cuento de Hans Christian Andersen - 002


Vivían en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: Colás, pero el uno tenía cuatro caballos, y el otro, solamente uno. Para distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los cuatro caballos, y Colás el Chico al otro, dueño de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera.
Durante toda la semana, Colás el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo.
¡Había que ver a Colás el Chico haciendo restallar el látigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un día. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veía a Colás el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!»

- No debes decir esto -reprendióle Colás el Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo.
Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el Chico, olvidándose de que no debía decirlo, volvía a gritar: «¡Oho! ¡Mis caballos!».

- Te lo advierto por última vez -dijo Colás el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás ganado.
- Te prometo que no volveré a decirlo -respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!».

- ¡Ya te daré yo tus caballos! -gritó el otro, y, agarrando un mazo, diole en la cabeza al de Colás el Chico, y lo mató.

- ¡Ay! ¡Me he quedado sin caballo! -se lamentó el pobre Colás, echándose a llorar. Luego lo despellejó, puso la piel a secar al viento, metióla en un saco, que se cargó a la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendía.
La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extravió, y no volvió a dar con el camino hasta que anochecía; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche.
A muy poca distancia del camino había una gran casa de campo. Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. «Esa gente me permitirá pasar la noche aquí», pensó Colás el Chico, y llamó a la puerta.
Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que pedía el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podía admitir a desconocidos.

- Bueno, no tendré más remedio que pasar la noche fuera ­dijo Colás, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices.
Había muy cerca un gran montón de heno, y entre él y la casa, un pequeño cobertizo con tejado de paja.

- Puedo dormir allá arriba -dijo Colás el Chico, al ver el tejadillo-; será una buena cama. No creo que a la cigüeña se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado había hecho su nido una auténtica cigüeña.
Subióse nuestro hombre al cobertizo y se tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posición cómoda. Pero he aquí que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podía verse el interior.
En el centro de la habitación había puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristán, ella le servía, y a él se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito.
«¡Quién estuviera con ellos!», pensó Colás el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que habla además un soberbio pastel. ¡Qué banquete, santo Dios!
Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigía a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba.
El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no podía ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía uno ante los ojos, entrábale una rabia loca. Por eso el sacristán de la aldea había esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le había obsequiado con lo mejor que tenía. Al oír al hombre que volvía asustáronse los dos, y ella pidió al sacristán que se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas.
- ¡Qué pena! -suspiró Colás desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecía el banquete.

- ¿Quién anda por ahí? -preguntó el campesino mirando a Colás-. ¿Qué haces en la paja? Entra, que estarás mejor.
Entonces Colás le contó que se había extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí la noche.

- No faltaba más -respondióle el labrador-, pero antes haremos algo por la vida.
La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero Nicolás no hacía sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno.
Debajo de la mesa había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido.

- ¡Chit! -dijo Colás al saco, al mismo tiempo que volvía a pisarlo y producía un chasquido más ruidoso que el primero.
- ¡Oye! ¿Qué llevas en el saco? -preguntó el dueño de la casa. - Nada, es un brujo -respondió el otro-. Dice que no tenemos por qué comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno.
- ¿Qué dices? -exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer había ocultado, pero que él supuso que estaban allí por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce. Entonces Colás volvió a oprimir el saco, y la piel crujió de nuevo.

- ¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino.
- Dice -respondió el muy pícaro- que también ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que están en aquel rincón, al lado del horno.
La mujer no tuvo más remedio que sacar el vino que había escondido, y el labrador bebió y se puso alegre. ¡Qué no hubiera dado, por tener un brujo como el que Colás guardaba en su saco!
- ¿Es capaz de hacer salir al diablo? -preguntó-. Me gustaría verlo, ahora que estoy alegre.

- ¡Claro que sí! -replicó Colás-. Mi brujo hace cuanto le pido. ¿Verdad, tú? -preguntó pisando el saco y produciendo otro crujido-. ¿Oyes? Ha dicho que sí. Pero el diablo es muy feo; será mejor que no lo veas.
- No le tengo miedo. ¿Cómo crees que es?
- Pues se parece mucho a un sacristán.
- ¡Uf! -exclamó el campesino-. ¡Sí que es feo! ¿Sabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristán. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podré tolerar por una vez. Hoy me siento con ánimos; con tal que no se me acerque demasiado...
- Como quieras, se lo pediré al brujo -, dijo Colás, y, pisando el saco, aplicó contra él la oreja.

- ¿Qué dice?
- Dice que abras aquella arca y verás al diablo; está dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podría escaparse.
- Ayúdame a sostenerla -pidióle el campesino, dirigiéndose hacia el arca en que la mujer había metido al sacristán de carne y hueso, el cual se moría de miedo en su escondrijo.

El campesino levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior.
- ¡Uy! -exclamó, pegando un salto atrás-. Ya lo he visto. ¡Igual que un sacristán! ¡Espantoso!
Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo.
- Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te daré aunque sea una fanega de dinero.
- No, no puedo -replicó Colás-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo.
-¡Me he encaprichado con él! ¡Véndemelo! -insistió el otro, y siguió suplicando.
- Bueno -avínose al fin Colás-. Lo haré porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederé el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante.

- La tendrás -respondió el labriego-. Pero vas a llevarte también el arca; no la quiero en casa ni un minuto más. ¡Quién sabe si el diablo está aún en ella!.
Colás el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el dinero y el arca.

- ¡Adiós! -dijo Colás, alejándose con las monedas y el arca que contenía al sacristán.
Por el borde opuesto del bosque fluía un río caudaloso y muy profundo; el agua corría con tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente. No hacía mucho que habían tendido sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristán:

- ¿Qué hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echaré al río, Si va flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa.
Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al río.

- ¡Detente, no lo hagas! -gritó el sacristán desde dentro. Déjame salir primero.
- ¡Dios me valga! -exclamó Colás, simulando espanto-. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río sin perder tiempo, que se ahogue!

- ¡Oh, no, no! -suplicó el sacristán-. Si me sueltas te daré una fanega de dinero.
- Bueno, esto ya es distinto -aceptó Colás, abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde Colás recibió el dinero prometido. Con el que le había entregado el campesino tenía ahora el carretón lleno.
«Me he cobrado bien el caballo», se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación.
«¡La rabia que tendrá Colás el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré».
Y envió a un muchacho a casa de su compadre a pedirle que le prestara una medida de fanega.
«¿Para qué la querrá?», preguntóse Colás el Grande; y untó el fondo con alquitrán para que quedase pegado algo de lo que quería medir. Y así sucedió, pues cuando le devolvieron la fanega había pegadas en el fondo tres relucientes monedas de plata de ocho chelines.

«¿Qué significa esto?», exclamó, y corrió a casa de Colás el Chico.
- ¿De dónde sacaste ese dinero? -preguntó.
- De la piel de mi caballo. La vendí ayer tarde.
- ¡Pues si que te la pagaron bien! - dijo el otro, y, sin perder tiempo, volvió a su casa, mató a hachazos sus cuatro caballos y, después de desollarlos, marchóse con las pieles a la ciudad.

- ¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles? - iba por las calles, gritando. Acudieron los zapateros y curtidores, preguntándole el precio.
- Una fanega de dinero por piel - respondió Colás.
- ¿Estás loco? -gritaron todo -. ¿Crees que tenemos el dinero a fanegas?
- ¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles? -repitió a voz en grito; y a todos los que le preguntaban el precio respondíales: - Una fanega de dinero por piel.
- Este quiere burlarse de nosotros -decían todos, y, empuñando los zapateros sus trabas y los curtidores sus mandiles, pusiéronse a aporrear a Colás.

- ¡Pieles, pieles! -gritaban, persiguiéndolo-. ¡Ya verás cómo adobamos la tuya, que parecerá un estropajo! ¡Echadle de la ciudad!-. Y Colás no tuvo más remedio que poner los pies en polvorosa. Nunca le habían zurrado tan lindamente.
«¡Ahora es la mía!», dijo al llegar a casa. «¡Ésta me la paga Colás el Chico! ¡Le partiré la cabeza!».
Sucedió que aquel día, en casa del otro Colás, había fallecido la abuela, y aunque la vieja había sido siempre muy dura y regañona, el nieto lo sintió, y acostó a la difunta en una cama bien calentita, para ver si lograba volverla a la vida. Allí se pasó ella la noche, mientras Colás dormía en una silla, en un rincón. No era la primera vez.
Estando ya a oscuras, se abrió la puerta y entró Colás el Grande, armado de un hacha. Sabiendo bien dónde estaba la cama, avanzó directamente hasta ella y asentó un hachazo en la cabeza de la abuela, persuadido de que era el nieto.

- ¡Para que no vuelvas a burlarte de mí! -dijo, y se volvió a su casa.
«¡Es un mal hombre!», pensó Colás el Chico. «Quiso matarme! Suerte que la abuela ya estaba muerta; de otro modo, esto no lo cuenta».
Vistió luego el cadáver con las ropas del domingo, pidió prestado un caballo a un vecino y, después de engancharlo a su carro, puso el cadáver de la abuela, sentado, en el asiento trasero, de modo que no pudiera caerse con el movimiento del vehículo, y partió bosque a través. Al salir el sol llegó a una gran posada, y Colás el Chico paró en ella para desayunarse.

El posadero era hombre muy rico. Bueno en el fondo, pero tenía un genio, pronto e irascible, como si hubiese en su cuerpo pimienta y tabaco.
- ¡Buenos días! -dijo a Colás-. ¿Tan temprano y ya endomingado?
- Sí, respondió el otro -. Voy a la ciudad con la abuela. La llevo en el carro, pero no puede bajar. ¿Queréis llevarle un vaso de aguamiel? Pero tendréis que hablarle en voz alta, pues es dura de oído.

- No faltaba más -respondió el ventero, y, llenando un vaso de aguamiel, salió a servirlo a la abuela, que aparecía sentada, rígida, en el carro.
- Os traigo un vaso de aguamiel de parte de vuestro hijo -le dijo el posadero. Pero la mujer, como es natural, permaneció inmóvil y callada.

- ¿No me oís? -gritó el hombre con toda la fuerza de sus pulmones-. ¡Os traigo un vaso de aguamiel de parte de vuestro hijo!
Y como lo repitiera dos veces más, sin que la vieja hiciese el menor movimiento, el hombre perdió los estribos y le tiró el vaso a la cara, de modo que el liquido se le derramó por la nariz y por la espalda.

- ¡Santo Dios! -exclamó Colás el Chico, saliendo de un brinco y agarrando al posadero por el pecho-. ¡Has matado a mi abuela! ¡Mira qué agujero le has hecho en la frente!

- ¡Oh, qué desgracia! -gritó el posadero llevándose las manos a la cabeza-. ¡Todo por la culpa de mi genio! Colás, amigo mío, te daré una fanega de monedas y enterraré a tu abuela como si fuese la mía propia; pero no digas nada, pues me costaría la vida y sería una lástima.

Así, Colás el Chico cobró otra buena fanega de dinero, y el posadero dio sepultura a la vieja como si hubiese sido su propia abuela.
Al regresar nuestro hombre con todo el dinero, envió un muchacho a casa de Colás el Grande a pedir prestada la fanega.

«¿Qué significa esto?», pensó el otro. «Pues, ¿no lo maté? Voy a verlo yo mismo». Y, cargando con la medida, se dirigió a casa de Colás el Chico.
- ¿De dónde sacaste tanto dinero? -preguntó, abriendo unos ojos como naranjas al ver toda aquella riqueza.
- No me mataste a mí, sino a mi abuela -replicó Colás el Chico-. He vendido el cadáver y me han dado por él una fanega de dinero.

- ¡Qué bien te lo han pagado! -exclamó el otro, y, corriendo a su casa, cogió el hacha, mató a su abuela y, cargándola en el carro, la condujo a la ciudad donde residía el boticario, al cual preguntó si le compraría un muerto.
- ¿Quién es y de dónde lo has sacado? -preguntó el boticario.

- Es mi abuela -respondió Colás-. La maté para sacar de ella una fanega de dinero.
- ¡Dios nos ampare! -exclamó el boticario- ¡Qué disparate! No digas eso, que pueden cortarte la cabeza -. Y le hizo ver cuán perversa había sido su acción, diciéndole que era un hombre malo y que merecía un castigo. Asustóse tanto Colás que, montando en el carro de un brinco y fustigando los caballos, emprendió la vuelta a casa sin detenerse. El boticario y los demás presentes, creyéndole loco, le dejaron marchar libremente.

«¡Me la vas a pagar!», dijo Colás cuando estuvo en la carretera. «Ésta no te la paso, compadre». Y en cuanto hubo llegado a su casa cogió el saco más grande que encontró, fue al encuentro de Colás el Chico y le dijo:

- Por dos veces me has engañado; la primera maté los caballos, y la segunda a mi abuela. Tú tienes la culpa de todo, pero no volverás a burlarte de mí -. Y agarrando a Colás el Chico, lo metió en el saco y, cargándoselo a la espalda le dijo:
- ¡Ahora voy a ahogarte!

El trecho hasta el río era largo, y Colás el Chico pesaba lo suyo. El camino pasaba muy cerca de la iglesia, desde la cual llegaban los sones del órgano y los cantos de los fieles. Colás depositó el saco junto a la puerta, pensando que no estaría de más entrar a oír un salmo antes de seguir adelante. El prisionero no podría escapar, y toda la gente estaba en el templo; y así entró en él.

- ¡Dios mío, Dios mío! -suspiraba Colás el Chico dentro del saco, retorciéndose y volviéndose, sin lograr soltarse. Mas he aquí que acertó a pasar un pastor muy viejo, de cabello blanco y que caminaba apoyándose en un bastón. Conducía una manada de vacas y bueyes, que al pasar, volcaron el saco que encerraba a Colás el Chico.
- ¡Dios mío! -continuaba suspirando el prisionero-. ¡Tan joven y tener que ir al cielo!

- En cambio, yo, pobre de mí -replicó el pastor-, no puedo ir, a pesar de ser tan viejo.
- Abre el saco -gritó Colás-, métete en él en mi lugar, y dentro de poco estarás en el Paraíso.
- ¡De mil amores! -respondió el pastor, desatando la cuerda. Colás el Chico salió de un brinco de su prisión.

- ¿Querrás cuidar de mi ganado? -preguntóle el viejo, metiéndose a su vez en el saco. Colás lo ató fuertemente, y luego se alejó con la manada.
A poco, Colás el Grande salió de la iglesia, y se cargó el saco a la espalda. Al levantarlo parecióle que pesaba menos que antes, pues el viejo pastor era mucho más desmirriado que Colás el Chico. «¡Qué ligero se ha vuelto!», pensó. «Esto es el premio de haber oído un salmo». Y llegándose al río, que era profundo y caudaloso, echó al agua el saco con el viejo pastor, mientras gritaba, creído de que era su rival:

- ¡No volverás a burlarte de mí!
Y emprendió el regreso a su casa; pero al llegar al cruce de dos caminos topóse de nuevo con Colás el Chico, que conducía su ganado.
- ¿Qué es esto? -exclamó asombrado-. ¿Pero no te ahogué?
- Sí -respondió el otro-. Hace cosa de media hora que me arrojaste al río.
- ¿Y de dónde has sacado este rebaño? -preguntó Colás el Grande.
- Son animales de agua -respondió el Chico-. Voy a contarte la historia y a darte las gracias por haberme ahogado, pues ahora sí soy rico de veras. Tuve mucho miedo cuando estaba en el saco, y el viento me zumbó en los oídos al arrojarme tú desde el puente, y el agua estaba muy fría. Enseguida me fui al fondo, pero no me lastimé, pues está cubierto de la más mullida hierba que puedas imaginar. Tan pronto como caí se abrió el saco y se me presentó una muchacha hermosísima, con un vestido blanco como la nieve y una diadema verde en torno del húmedo cabello. Me tomó la mano y me dijo: «¿Eres tú, Colás el Chico?. De momento ahí tienes unas cuantas reses; una milla más lejos, te aguarda toda una manada; te la regalo». Entonces vi que el río era como una gran carretera para la gente de mar. Por el fondo hay un gran tránsito de carruajes y peatones que vienen del mar, tierra adentro, hasta donde empieza el río. Había flores hermosísimas y la hierba más verde que he visto jamás. Los peces pasaban nadando junto a mis orejas, exactamente como los pájaros en el aire. ¡Y qué gente más simpática, y qué ganado más gordo, paciendo por las hondonadas y los ribazos!

- ¿Y por qué has vuelto a la tierra? -preguntó Colás el Grande. Yo no lo habría hecho, si tan bien se estaba allá abajo.

- Sí -respondió el otro-, pero se me ocurrió una gran idea. Ya has oído lo que te dije: la doncella me reveló que una milla camino abajo - y por camino entendía el río, pues ellos no pueden salir a otro sitio - me aguardaba toda una manada de vacas. Pero yo sé muy bien que el río describe muchas curvas, ora aquí, ora allá; es el cuento de nunca acabar. En cambio, yendo por tierra se puede acertar el camino; me ahorro así casi media milla, y llego mucho antes al lugar donde está el ganado.
- ¡Qué suerte tienes! -exclamó Colás el Grande-. ¿Piensas que me darían también ganado, si bajase al fondo del río?

- Seguro -respondió Colás el Chico-, pero yo no puedo llevarte en el saco hasta el puente, pesas demasiado. Si te conformas, con ir allí a pie y luego meterte en el saco, te arrojare al río con mucho gusto.
- Muchas gracias -asintió el otro-. Pero si cuando esté abajo no me dan nada, te zurraré de lo lindo; y no creas que hablo en broma.
- ¡Bah! ¡No te lo tomes tan a pecho! - y se encaminaron los dos al río. Cuando el ganado, que andaba sediento, vio el agua, echó a correr hacia ella para calmar la sed.
- ¡Fíjate cómo se precipitan! -observó Colás el Chico-. Bien se ve que quieren volver al fondo.

- Sí, ayúdame -dijo el tonto-; de lo contrario vas a llevar palo -. Y se metió en un gran saco que venía atravesado sobre el dorso de uno de los bueyes.
- Ponle dentro una piedra, no fuera caso que quedase flotando -añadió.
- Perfectamente -dijo el Chico, e introduciendo en el saco una voluminosa piedra, lo ató fuertemente y, ¡pum!, Colás el Grande salió volando por los aires, y en un instante se hundió en el río. «Me temo que no encuentres el ganado», dijo el otro Colás, emprendiendo el camino de casa con su manada.


FINIS