lunes, 10 de agosto de 2009

El gorro de dormir del solterón

Un cuento de Hans Christian Andersen - 078

Hay en Copenhague una calle que lleva el extraño nombre de «Hyskenstraede» (Callejón de Hysken). ¿Por qué se llama así y qué significa su nombre? Hay quien dice que es de origen alemán, aunque esto sería atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken sería: «Häuschen», palabra que significa «casitas». Las tales casitas, por espacio de largos años, sólo fueron barracas de madera, casi como las que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de cristales tenían placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo, que el bisabuelo decía, al hablar de ello: «Antiguamente...». Hoy hace de ello varios siglos.

Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venían en persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendían su cerveza y sus especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la había de muchas clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. Vendían luego una gran variedad de especias: azafrán, anís, jengibre y, especialmente, pimienta. Ésta era la más estimada, y de aquí que a aquellos vendedores se les aplicara el apodo de «pimenteros» . Cuando salían de su país, contraían el compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad avanzada y tenían que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la lumbre - cuando la tenían -. Algunos se volvían huraños, como niños envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahí viene que en Dinamarca se llame «pimentero» a todo hombre soltero que ha llegado a una edad más que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi cuento.

Es costumbre hacer burla de los «pimenteros» o solterones, como decimos aquí; una de sus bromas consiste en decirle que se vayan a acostar y que se calen el gorro de dormir hasta los ojos.

Corta, corta, madera,

¡ay de ti, solterón!

El gorro de dormir se acuesta contigo,

en vez de un tesorito lindo y fino.

Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterón y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. ¡Ay, no deseéis a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué? Escuchad:

Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salías de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y además era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solían tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olía a pimienta, azafrán y jengibre. Detrás de las mesitas no solía haber gente joven; la mayoría eran solterones, los cuales no creáis que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo vemos retratado. Los «pimenteros» no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lástima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los días festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los más jóvenes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturón colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amén de un puñal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos. Justamente así iba vestido los días de fiesta el viejo Antón, uno de los solterones más empedernidos de la calleja; sólo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un auténtico gorro de dormir. Se había acostumbrado a llevarlo, y jamás se lo quitaba de la cabeza; y tenía dos gorros de éstos. Su aspecto pedía a voces el retrato: era seco como un huso, tenía la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechón que le salía de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servía para identificarlo fácilmente. Se decía de él que era de Brema, aunque en realidad no era de allí, pero sí vivía en Brema su patrón. Él era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo Antón solía hablar poco de su patria chica, pero tanto más pensaba en ella.

No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecía en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sólo un tenue resplandor salía por la pequeña placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemán de cánticos, entonaba su canción nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraña es condición bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupación lleva consigo el quitárselo a uno de encima.

En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecía por demás lúgubre y desierta. No había luz; sólo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oía tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en dirección a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas así resultan largas y aburridas, si no se busca en qué ocuparlas: no todos los días hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacía nuestro viejo Antón: se cosía sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos después volvía a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pábilo, apretándolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurría pensar: ¿no habrá quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podía avivarse y provocar un desastre. Y volvía a levantarse, bajaba la escalera de mano - pues otra no había - y, llegado al brasero y comprobado que no se veía ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estaría bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuálidas piernas, tiritando y castañeteándole los dientes, hasta que volvía a meterse en cama, pues el frío es más rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. Cubríase bien con la manta, se hundía el gorro de dormir hasta más abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del día. Mas no siempre conseguía aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrían sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. ¡Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lágrimas le vienen a los ojos. Así le ocurría con frecuencia al viejo Antón, que a veces lloraba lágrimas ardientes, clarísimas perlas que caían sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazón. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lágrimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habían tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los más dolorosos, pero también acudían otros de una dulce tristeza, y éstos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras.

Todos reconocen cuán magníficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de Antón se levantaba más magnífico todavía el bosque de hayas de Wartburg; más poderosos y venerables le parecían los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; más dulcemente olían las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibía bien distintamente su aroma. Rodó una lágrima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niño y una niña. Estaban jugando. El muchacho tenía las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresión leal. Era el hijo del rico comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudían y oían sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartían por igual; luego se repartían también las semillas y se las comían todas menos una; tenían que plantarla, había dicho la niña.

- ¡Verás lo que sale! Saldrá algo que nunca habrías imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida.

Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron con tierra.

Ahora no vayas a sacarla mañana para ver si ha echado raíces - advirtió Molly -; eso no se hace. Yo lo probé por dos veces con mis flores; quería ver si crecían, tonta de mí, y las flores se murieron.

Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana, durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.

- Son yo y Molly - exclamó Antón -. ¡Es maravilloso!

Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué significaba aquello? Y luego salió otra, y todavía otra. Día tras día, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtió en un arbolillo hecho y derecho.

Y todo eso se reflejaba ahora en una única lágrima, que se deslizó y desapareció; pero otras brotarían de la fuente, del corazón del viejo Antón.

En las cercanías de Eisenach se extiende una línea de montañas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y está desnuda, sin árboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaña de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún. Con sus hechizos había atraído al caballero Tannhäuser, el trovador del círculo de cantores de Wartburg.

La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia a la montaña, y un día dijo ella:

- ¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar: ¡«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquí está Tannhäuser!?».

Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo pronunció las palabras: «¡Dama Holle, Dama Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en dirección del viento, que Antón quedó persuadido de que no había dicho nada. ¡Qué valiente estaba entonces! Tenía un aire tan resuelto, como cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y todas se empeñaban en besarlo, precisamente porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes, por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.

- ¡Yo puedo besarlo! - decía con orgullo, rodeándole el cuello con los brazos; en ello ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué atrevida! Dama Holle de la montaña debía de ser también muy hermosa, pero su belleza, decíase, era la engañosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del país, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se le parecía en nada.

El manzano plantado por los dos niños iba creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al invierno. Después del duro agobio de éste, parecía como si en primavera floreciese de alegría. En otoño dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto.

El árbol había crecido rápidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba él destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un viaje de unas horas, pero entonces llevaba más de un día y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.

Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lágrimas se fundían en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegría. Molly le había dicho que prefería quedarse con él a ver todas las bellezas de Weimar.



Pasó un año, pasaron dos, tres, y en todo aquel tiempo llegaron dos cartas: la primera la trajo el carretero, la otra, un viajero. Era un camino largo, pesado y tortuoso, que serpenteaba por pueblos y ciudades.

¡Cuántas veces Antón y Molly habían oído la historia de Tristán o Isolda! Y cuán a menudo, al recordarla, había pensado en sí mismo y en Molly, a pesar de que Tristán significa, al parecer, «nacido en la aflicción», y esto no cuadraba para Antón. Por otra parte, éste nunca habría pensado, como Tristán: «Me ha olvidado». Y, sin embargo, Isolda no olvidaba al amigo de su alma, y cuando los dos hubieron muerto y fueron enterrados cada uno a un lado de la iglesia, los tilos plantados sobre sus tumbas crecieron por encima del tejado hasta entrelazar sus ramas. ¡Qué bella era esta historia, y qué triste!

Pero la tristeza no rezaba con él y Molly; por eso se ponía a silbar una canción del trovador Walther von der Vogelweide:

¡Bajo el tilo

de la campiña!

Y qué hermoso era especialmente aquello de:

¡Frente al bosque, en el valle

tandaradai!

¡Qué bien canta el ruiseñor!

Aquella canción le venía constantemente a la lengua, y ésta era la que cantaba y silbaba en la noche de luna en que, cabalgando por la honda garganta, se dirigía a Weimar a visitar a Molly. Quería llegar de sorpresa, y, en efecto, no lo esperaban.

Le dieron la bienvenida con un vaso lleno de vino hasta el borde; encontróse con una alegre compañía, y muy distinguida, un cuarto cómodo y una buena cama; y, no obstante, aquello no era lo que él había pensado e imaginado. No se comprendía a sí mismo ni comprendía a los demás, pero nosotros sí lo comprendemos. Se puede ser de la casa, vivir en familia, y, sin embargo, no sentirse arraigado; se habla con los demás como se habla en la diligencia, trabar relaciones como en ella se traban. Uno estorba al otro, se tienen ganas de marcharse o de que el vecino se marche. Algo así le sucedía a Antón.

- Mira, yo soy leal - le dijo Molly - y te lo diré yo misma. Las cosas han cambiado mucho desde que éramos niños y jugábamos juntos; ahora todo es muy diferente, tanto por fuera como por dentro. La costumbre y la voluntad no tienen poder alguno sobre nuestro corazón. Antón, no quisiera que fueses mi enemigo, ahora que voy a marcharme muy lejos de aquí. Créeme, te aprecio mucho, pero amarte como ahora sé que se puede amar a un hombre, eso nunca he podido hacerlo. Tendrás que resignarte. ¡Adiós, Antón!

Y Antón le dijo también adiós. Ni una lágrima asomó a sus ojos, pero sintió que ya no era el amigo de Molly. Si besamos una barra de hierro candente, nos produce la misma impresión que si besamos una barra de hielo: ambas nos arrancan la piel de los labios. Pues bien, Antón besó, en el odio, con la misma fuerza con que había besado en el amor.

Ni un día necesitó el mozo para regresar a Eisenach; pero el caballo que montaba quedó deshecho.

- ¡Qué importa ya todo! - dijo Antón -. Estoy hundido y hundiré todo lo que me recuerde a ella, Dama Holle, Dama Venus, mujer endiablada. ¡Arrancaré de raíz el manzano, para que jamás dé flores ni frutos!

Pero no destruyó el árbol. Él fue quien quedó postrado en cama, minado por la fiebre. ¿Qué podía curarlo y ayudarle a restablecerse? Una cosa vino, sin embargo, que lo curó, el remedio más amargo de cuantos existen, que sacude el cuerpo enfermo y el alma oprimida: el padre de Antón dejó de ser el comerciante más rico de Eisenach. Llamaron a la puerta días difíciles, días de prueba; arremetió la desgracia; a grandes oleadas irrumpió en aquella casa, otrora tan próspera. El padre quedó arruinado, las preocupaciones y los infortunios lo paralizaron, y Antón hubo de pensar en otras cosas que no tenían nada que ver con su amor perdido y su rencor a Molly. Tuvo que ocupar en la casa el puesto de su padre y de su madre, disponer, ayudar, intervenir enérgicamente, incluso marcharse a correr mundo para ganarse el pan.

Fuese a Brema, conoció la miseria y los días difíciles. Eso endurece el carácter... a no ser que lo ablande, y a veces lo ablanda demasiado. ¡Qué distintos eran el mundo y los hombres de como los había imaginado de niño! ¿Qué significaban ahora para él las canciones del trovador? Palabras vanas, un soplo huero. Así le parecían en ciertos momentos; pero en otros, aquellas melodías penetraban en su alma y despertaban en él pensamientos piadosos.

- La voluntad de Dios es la más sabia - decíase entonces -. Fue buena cosa que Dios Nuestro Señor me privara del amor de Molly. ¡Adónde me habría llevado, ahora que la felicidad me ha vuelto la espalda!. Me abandonó antes de que pudiera pensar o saber que me venía este revés de fortuna. Fue una gracia que me concedió el Señor; todo lo dispone del mejor modo posible. Todo discurre según sus sabios designios. ¡Qué podía hacer ella para evitarlo! ¡Y yo que le he guardado tanto rencor!

Transcurrieron años. El padre de Antón había muerto, y gentes extrañas ocupaban la casa paterna. Sin embargo, el joven estaba destinado a volver a verla. Su rico amo lo envió en viajes de negocios que lo obligaron a pasar por su ciudad natal de Eisenach. La antigua Wartburg se alzaba como siempre, sobre la peña del «fraile y la monja». Los corpulentos robles seguían dando al conjunto el mismo aspecto que durante su infancia. La Venusberg brillaba, desnuda y gris, sobre el fondo del valle. Gustoso habría gritado: - ¡Dama Holle, Dama Holle! ¡Abre tu montaña, que así al menos descansaré en mi tierra!

Era un pensamiento pecaminoso, y el mozo se santiguó. En el mismo momento cantó un pajarillo en el zarzal y le vino a la memoria la vieja trova:

¡Frente al bosque, en el valle

tandaradai!

¡Qué bien canta el ruiseñor!

En la ciudad de su infancia despertáronse multitud de recuerdos que le arrancaron lágrimas. La casa paterna se levantaba en su sitio de siempre, pero el jardín era distinto. Un camino vecinal lo atravesaba por uno de los ángulos, y el manzano que no había tenido valor para arrancar, seguía creciendo, aunque fuera del jardín, en el borde opuesto del camino. El sol lo bañaba como antes, y el rocío lo refrescaba, por lo que daba tanto fruto, que bajo su peso las ramas se inclinaban hasta el suelo.

- Prospera - se dijo -. Él puede hacerlo.

Sin embargo, una de las grandes ramas estaba tronchada, por obra de manos despiadadas, pues el árbol estaba a la vera del camino.

- Cogen sus flores sin darle las gracias, le roban los frutos y le rompen las ramas. Del árbol podría decirse lo mismo que de un hombre: no le predijeron esta suerte en la cuna. Su historia comenzó de un modo tan feliz y placentero, y, ¿qué ha sido de él? Abandonado y olvidado, un árbol de vergel puesto junto al foso, al borde del campo y de la carretera. Ahí lo tenéis sin protección, descuidado y roto. No se marchitará por eso, pero a medida que pasen los años, sus flores serán menos numerosas, dejará de dar frutos, y, al fin... al fin se acabó la historia.

Todo esto pensó Antón bajo el árbol, y lo volvió a pensar más de una noche en su cuartito solitario de aquella casa de madera en tierras extrañas, en la calleja de las Casitas de Copenhague, donde su rico patrón, el comerciante de Brema, lo había enviado, bajo el compromiso de no casarse.

- ¿Casarse? ¡Jo, jo! - decía con una risa honda y singular.

El invierno se había adelantado; helaba intensamente. En la calle arreciaba la tempestad de nieve, y los que podían hacerlo se quedaban en casa. Por eso, los vecinos de la tienda de enfrente no observaron que la de Antón llevaba dos días cerrada, y que tampoco él se dejaba ver. ¡Cualquiera salía con aquel tiempo, si podía evitarlo!

Los días eran grises y oscuros, y en la casucha, cuyas ventanas, no tenían cristales, sino una placa poco translúcida, la penumbra alternaba con la negra noche. El viejo Antón llevaba dos días en la cama; no se sentía con fuerzas para levantarse. Hacía días que venía sintiendo en sus miembros la dureza del tiempo. Solitario yacía el viejo solterón, sin poder valerse; apenas lograba alcanzar el jarro del agua puesto junto a la cama, y del que había apurado ya la última gota. No era la fiebre ni la enfermedad lo que le paralizaba, sino la vejez. En la habitación donde yacía reinaba la noche continua; una arañita que él no alcanzaba a ver, tejía, contenta y diligente, su tela sobre su cabeza, como preparando un pequeño crespón de luto, para el caso de que el viejo cerrase los ojos para siempre.

El tiempo era interminable y vacío. El anciano no tenía lágrimas, ni dolores. Molly se había esfumado de su pensamiento; tenía la impresión de que el mundo y su bullicio ya no le afectaban, como si él no perteneciera ya al mundo y nadie se acordara de su persona. Por un momento creyó tener hambre y sed. Sí las tenía, pero nadie acudió a aliviarlo, nadie se preocupaba de asistirlo. Pensó en aquellos que en otros tiempos habían sufrido hambre y sed, acordóse de Santa Isabel, la santa de su patria y su infancia, la noble princesa de Turingia que, durante su peregrinación terrena, entraba en las chozas más míseras para llevar a los enfermos la esperanza y el consuelo. Sus piadosos actos iluminaban su mente, pensaba en las palabras de consuelo que prodigaba a los que sufrían, y la veía lavando las heridas de los dolientes y dando de comer a los hambrientos a pesar de las iras de su severo marido. Recordó aquella leyenda: Un día que había salido con un cesto lleno de viandas, la detuvo su esposo, que vigilaba estrechamente sus pasos, y le preguntó, airado, qué llevaba. Ella, atemorizada, respondió: «Son rosas que he cogido en el jardín». Y cuando el landgrave tiró violentamente del paño, se produjo el milagro: el pan y el vino y cuanto contenía el cesto, se habían transformado en rosas.

Así seguía vivo el recuerdo de la santa en la memoria del viejo Antón; así la veía ante su mirada empañada, de pie junto a su lecho, en la estrecha barraca, en tierras danesas. Descubrióse la cabeza, fijó los ojos en los bondadosos de la santa, y a su alrededor todo se llenó de brillo y de rosas, que se esparcieron exhalando delicioso perfume; y sintió también el olor tan querido de las manzanas, que venía de un manzano en flor cuyas ramas se extendían por encima de su persona. Era el árbol que de niños habían plantado él y Molly.

El manzano sacudió sus aromáticas hojas. Cayeron en su frente ardorosa, y la refrescaron; cayeron en sus labios sedientos, y obraron como vino y pan reparadores; cayeron también sobre su pecho, y le infundieron una sensación de alivio, de deliciosa fatiga.

- ¡Ahora me dormiré! - murmuró con voz imperceptible - ¡Cómo alivia el sueño! Mañana volveré a sentirme fuerte y ligero. ¡Qué hermoso, qué hermoso! ¡Aquel manzano que planté con tanto cariño vuelvo a verlo ahora en toda su magnificencia!

Y se durmió.

Al día siguiente - era ya el tercero que la tienda permanecía cerrada -, como había cesado la tempestad, un vecino entró en la vivienda del viejo Antón, que seguía sin salir. Encontrólo tendido en el lecho, muerto, con el gorro de dormir fuertemente asido entre las manos. Al colocarlo en el ataúd no le cubrieron la cabeza con aquel gorro; tenía otro, blanco y limpio.

¿Dónde estaban ahora las lágrimas que había llorado? ¿Dónde las perlas? Se quedaron en el gorro de dormir - pues las verdaderas no se van con la colada -, se conservaron con el gorro y con él se olvidaron. Aquellos antiguos pensamientos, los viejos sueños, todo quedó en el gorro de dormir del solterón. ¡No lo desees para ti! Te calentaría demasiado la frente, te haría latir el pulso con demasiada fuerza, te produciría sueños que parecerían reales. Esto le sucedió al primero que se lo puso, a pesar de que había transcurrido ya medio siglo. Fue el propio alcalde, que, con su mujer y once hijos, estaba muy confortablemente entre sus cuatro paredes.

Enseguida soñó con un amor desgraciado, con la ruina y el hambre.

- ¡Uf, cómo calienta este gorro! - dijo, quitándoselo de un tirón; y al hacerlo cayó de él una perla y luego otra, brillantes y sonoras -. ¡Debe de ser la gota! - exclamó el alcalde -, veo un centelleo ante los ojos.

Eran lágrimas, vertidas medio siglo atrás por el viejo Antón de Eisenach.

Todos los que más tarde se pusieron aquel gorro de dormir tuvieron visiones y sueños; su propia historia se transformó en la de Antón, se convirtió en toda una leyenda que dio origen a otras muchas. Otros las narrarán si quieren, nosotros ya hemos contado la primera y la cerramos con estas palabras: Nunca desees el gorro de dormir del solterón.

FINIS

martes, 17 de marzo de 2009

Sopa de palillo de morcilla

5. Cómo fue guisada la sopa


- Yo no salí de viaje - comenzó la tercera ratita, que no pudo hacer uso de la palabra sino en cuarto lugar -. Me quedé en el país, y eso es lo más acertado. ¿Para qué viajar, si aquí se encuentra todo? Me quedé en casa, pues, y no he consultado a seres sobrenaturales, ni me he tragado nada que valga la pena de contar, ni he hablado con lechuzas. Mi saber procede de mi propia capacidad de reflexión. Hagan el favor de disponer el caldero y llenarlo de agua hasta el borde. Luego enciendan fuego y hagan hervir el agua; tiene que hervir. Echen después en ella el palillo de morcilla, y a continuación, que Su Majestad se digne meter el rabo en el agua hirviente y agitar con él el caldo.

Cuanto más tiempo esté agitándolo Su Majestad, más buena saldrá la sopa. No cuesta nada ni requiere más aditamentos, ¡todo está en el agitar!

- ¿No podría hacerlo algún otro ratón? - preguntó el rey.

- No - respondió la ratita -, la virtud se encierra sólo en el rabo del rey de los ratones.

Hirvió el agua, el rey se situó al lado del caldero, cuyo aspecto era verdaderamente peligroso. Alargó el rabo como hacen los ratones en la lechería cuando sacan la nata de un tazón y luego se lamen la cola. Pero se limitó a poner la suya en el vapor ardiente y, pegando un brinco, dijo:

- ¡Desde luego, tú y no otra serás la reina! La sopa puede aguardar a que celebremos las bodas de oro. Entretanto, los pobres de mi reino podrán alegrarse con esta esperanza, y tendrán alegría para largo tiempo.

Y se celebró la boda. Pero muchos ratones dijeron, al regresar a sus casas:

- No debiera llamarse sopa de palillos de morcilla, sino de cola de ratón.
En su opinión, todo lo que habían contado estaba muy bien, pero el conjunto dejaba algo que desear.

- Yo, por ejemplo, lo habría explicado de tal y tal modo...
Era la crítica, siempre tan inteligente... pasada la ocasión.

* * *

La historia dio la vuelta al mundo; las opiniones diferían, pero la narración se conservó. Y esto es lo principal, así en las cosas grandes como en las pequeñas, incluso con la sopa de palillos de morcilla. ¡No esperéis que os la agradezcan!


FINIS

Sopa de palillo de morcilla

4. De lo que contó la cuarta ratita, que tomó la palabra antes que la tercera


- Me fui directamente a la gran ciudad - dijo -; no recuerdo cómo se llama, tengo muy mala memoria para nombres. Me metí en un cargamento de mercancías confiscadas, y de la estación me llevaron al juzgado, y me fui a ver al carcelero. Él me habló de sus detenidos, y especialmente de uno que había pronunciado palabras imprudentes que habían sido repetidas y cundido entre el pueblo. «Todo esto no es más que sopa de palillo de morcilla - me dijo -; ¡pero esta sopa puede costarle la cabeza!». Aquello despertó mi interés por el preso, y, aprovechando una oportunidad, me deslicé en su celda. No hay puerta tan bien cerrada que no tenga un agujerillo para un ratón. El hombre estaba macilento, llevaba una larga barba, y tenía los ojos grandes y brillantes. La lámpara humeaba, pero las paredes ya estaban acostumbradas, y no por eso se volvían más negras. El preso mataba el tiempo trazando en ellas versos y dibujos, blanco sobre negro, lo cual hacía muy bonito, pero no los leí. Creo que se aburría, y por eso fui un huésped bienvenido. Me atrajo con pedacitos de pan, silbándome y dirigiéndome palabras cariñosas. Se mostraba tan contento de verme, que le tomé confianza y nos hicimos amigos. Compartía conmigo el pan y el agua, y me daba queso y salchichón. Yo me daba una buena vida, pero debo confesar que lo que más me atraía era la compañía. El hombre permitía que trepara por sus manos y brazos, hasta el extremo de las mangas; dejaba que me paseara por sus barbas y me llamaba su amiguita. Me encariñé con él, pues la simpatía siempre es mutua, hasta el punto de olvidarme del objeto de mi viaje, y dejé el palillo en una grieta del suelo, donde debe seguir todavía. Yo quería quedarme donde estaba; si me iba, el pobre preso no tendría a nadie, y esto es demasiado poco en este mundo. ¡Ay! Yo me quedé, pero él no. La última vez me habló tristemente, me dio ración doble de miga de pan y trocitos de queso, y además me envió un beso con los dedos. Se fue y no volvió; ignoro su historia. «¡Sopa de palillo de morcilla!», exclamó el carcelero; y yo me fui con él. Pero hice mal en confiarme; cierto que me tomó en la mano, pero me encerró en una jaula giratoria. ¡Horrible! Corre una sin parar, sin moverse nunca del mismo sitio, ¡y se ríen de ti, por añadidura!

La nieta del carcelero era una monada de criatura, con un cabello rubio y ondulado, ojos alegres y una eterna sonrisa en la boca.

«¡Pobre ratita!», dijo, y se acercó a mi horrible jaula y descorrió el pestillo de hierro. Y yo salté de un brinco al arco de la ventana, y de allí al canalón del tejado. ¡Libre, libre! Era mi único pensamiento, y no me acordaba en absoluto del objeto de mi viaje.

Oscurecía, era ya noche y busqué refugio en una vieja torre, donde vivían el guardián y una lechuza. No me inspiraban confianza, especialmente la segunda, que se parece a los gatos y tiene la mala costumbre de comerse a los ratones. Pero todo el mundo puede equivocarse, y eso es lo que yo hice, pues se trataba de una vieja lechuza en extremo respetable y muy culta; sabía más que el guardián, y casi tanto como yo. Las lechuzas jóvenes metían gran barullo y se excitaban por las cosas más insignificantes. «¡No hagamos sopa de palillos de morcilla!», les decía ella, y esto era lo más duro que se le ocurría decir; tal era su afecto por la familia. Me pareció tan simpática, que le grité «¡pip!» desde mi escondite. Aquella muestra de confianza le gustó, y me prometió tomarme bajo su protección. Podía estar tranquila: ningún animal me causaría daño ni me mataría; me guardaría para el invierno, cuando llegaran los días de hambre.

Era, desde luego, un animal muy listo; me explicó que el guardián no podía tocar sin ayuda del cuerno que llevaba colgado del cinto. «Se hace el importante y se cree la lechuza de la torre. Piensa que tocar el cuerno es una gran cosa, y, sin embargo, de poco le sirve. ¡Sopa de palillos de morcilla!». Entonces yo le pedí la receta de esta sopa, y me dio la siguiente explicación: «Eso de sopa de palillos de morcilla es una expresión de los humanos, y tiene diversos sentidos, y cada cual cree acertado el que le da. Es, como si dijéramos; nada entre dos platos. Y, de hecho, es esto: nada».

«¡Nada!», exclamé, como herida por un rayo. La verdad no siempre es agradable, pero, después de todo, es lo mejor que hay en el mundo. Y así lo dijo también la vieja lechuza. Yo me puse a reflexionar y comprendí que si os traía lo mejor, os daría algo que vale mucho más que una sopa de palillos de morcilla. Y así me di prisa por llegar a tiempo, trayendo conmigo lo que hay de más alto y mejor: la verdad, Los ratones son un pueblo ilustrado e inteligente, y el rey reina sobre todos. No dudo que, por amor a la verdad, me elevará a la dignidad de reina.

- ¡Tu verdad es mentira! - protestó la ratita que no había podido hablar - ¡Yo sé cocinar la sopa y lo haré!

Sopa de palillo de morcilla

3. - De lo que contó la otra ratita

- Nací en la biblioteca del castillo - comenzó la segunda ratita -. Ni yo ni otros varios miembros de mi familia tuvimos jamás la suerte de entrar en un comedor, y no digamos ya en una despensa. Sólo al partir, y hoy nuevamente, he visto una cocina. En la biblioteca pasábamos hambre, y eso muy a menudo, pero en cambio adquirimos no pocos conocimientos. Llegónos el rumor de la recompensa ofrecida por la preparación de una sopa de palillos de morcilla, y ante la noticia, mi vieja abuela sacó un manuscrito. No es que supiera leer, pero había oído a alguien leerlo en voz alta, y le había chocado esta observación: «Cuando se es poeta, se sabe preparar sopa con palillos de morcilla». Me preguntó si yo era poetisa; díjele yo que ni por asomo, y entonces ella me aconsejó que procurase llegar a serlo. Me informé de lo que hacía falta para ello, pues descubrirlo por mis propios medios se me antojaba tan difícil como guisar la sopa. Pero mi abuela había asistido a muchas conferencias, y enseguida me respondió que se necesitaban tres condiciones: inteligencia, fantasía y sentimiento. «Si logras hacerte con estas tres cosas - añadió - serás poetisa y saldrás adelante con tu palillo de morcilla». Así, me lancé por esos mundos hacia Poniente, para llegar a ser poetisa.

La inteligencia, bien lo sabía, es lo principal para todas las cosas: las otras dos condiciones no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante todo, en busca de ella. Pero, ¿dónde habita? Ve a las hormigas y serás sabio; así dijo un día un gran rey de los judíos. Lo sabía también por la biblioteca, y ya no descansé hasta que hube encontrado un gran nido de hormigas. Me puse al acecho, dispuesta a adquirir la sabiduría.

Las hormigas constituyen, efectivamente, un pueblo muy respetable; son la pura sensatez; todos sus actos son un ejemplo de cálculo, como un problema del que puedes hacer la prueba y siempre te resulta exacto; todo se reduce a trabajar y poner huevos; según ellas, esto es vivir en el tiempo y procurar para la eternidad; y así lo hacen. Se clasifican en hormigas puras e impuras; el rango consiste en un número, la reina es el número uno, y su opinión es la única acertada; se ha tragado toda la ciencia, y esto era de gran importancia para mí. Contaba tantas cosas y se mostraba tan inteligente, que a mí me pareció completamente tonta. Dijo que su nido era lo más alto del mundo; pero contiguo al nido había un árbol mucho más alto, no cabía discusión, y por eso no se hablaba de ello. Un atardecer, una hormiga se extravió y trepó por el tronco; llegó no sólo hasta la copa, sino más arriba de cuanto jamás hubiera llegado una hormiga; entonces se volvió, y encontróse de nuevo en casa. En el nido contó que fuera había algo mucho más alto; pero algunas de sus compañeras opinaron que aquella afirmación era una ofensa para todo el estado, y por eso la hormiga fue condenada a ser amordazada y encerrada a perpetuidad. Poco tiempo después subió al árbol otra hormiga e hizo el mismo viaje e idéntico descubrimiento, del cual habló también, aunque, según dijeron, con circunspección y palabras ambiguas; y como, por añadidura, era una hormiga respetable, de la clase de las puras, le prestaron crédito, y cuando murió le erigieron, por sus méritos científicos, un monumento consistente en una cáscara de huevo. Un día vi cómo las hormigas iban de un lado a otro con un huevo a cuestas. Una de ellas perdió el suyo, y por muchos esfuerzos que hacía para cargárselo de nuevo, no lo lograba.

Acercáronsele entonces otras dos y la ayudaron con todas sus fuerzas, hasta el extremo de que estuvieron a punto de perder también los suyos; entonces desistieron de repente, por aquello de que la caridad bien ordenada empieza por uno mismo. La reina, hablando del incidente, declaró que en aquella acción se habían puesto de manifiesto a la par el corazón y la inteligencia. Estas dos cualidades nos sitúan a la cabeza de todos los seres racionales. ¡La razón debe ser en todo momento la predominante, y yo poseo la máxima! - se incorporó sobre sus patas posteriores, destacando sobre todo las demás -; yo no podía errar el golpe, y sacando la lengua, me la zampé. «¡Ve a las hormigas y serás sabio!». ¡Ahora tenía la reina!
Me acerqué al árbol de marras: era un roble de tronco muy alto y enorme copa; ¡los años que tendría! Sabía yo que en él habitaba un ser vivo, una mujer llamada Dríada, que nace con el árbol y con él muere; me lo habían dicho en la biblioteca; y he aquí que me hallaba ahora en presencia de un árbol de aquella especie y veía al hada, que, al descubrirme, lanzó un grito terrible. Como todas las mujeres, siente terror ante los ratones; pero tenía otro motivo, además, pues yo podía roer el árbol del que dependía su vida. Dirigíle palabras amistosas y cordiales, para tranquilizarla, y me tomó en su delicada mano. Al enterarse de por qué recorría yo el mundo, prometióme que tal vez aquella misma noche obtendría yo uno de los dos tesoros que andaba buscando. Me contó que Fantasio era hermoso como el dios del amor, y además muy amigo suyo, y que se pasaba muchas horas descansando entre las frondosas ramas de su árbol, las cuales rumoreaban entonces de modo mucho más intenso y amoroso que de costumbre. Solía llamarla su dríada, dijo, y al roble, su árbol. El roble, corpulento, poderoso y bello, respondía perfectamente a su ideal; las raíces penetran profunda y firmemente en el suelo, el tronco y la copa se elevan en la atmósfera diáfana y entran en contacto con los remolinos de nieve, con los helados vientos y con los calurosos rayos del sol, todo a su debido tiempo. Y dijo también: «Allá arriba los pájaros cantan y cuentan cosas de tierras extrañas. En la única rama que está seca ha hecho su nido una cigüeña; es un bello adorno, y además nos enteramos de las maravillas del país de las pirámides. Todo eso deleita a Fantasio, pero no tiene bastante; yo tengo que hablarle de la vida en el bosque desde el tiempo en que era pequeñita y mi árbol era tan endeble, que una ortiga podía ocultarlo, hasta los días actuales, en que es tan grande y poderoso. Quédate aquí entre las asperillas y presta atención; en cuanto llegue Fantasio, veré la manera de arrancar una pluma de sus alas. Cógela, ningún poeta tuvo otra mejor; ¡tendrás bastante!».

Y llegó Fantasio, fuéle arrancada la pluma y yo me hice con ella; mas primero hube de ponerla en agua para que se ablandase, pues habría costado mucho digerirla; luego la roí. No es cosa fácil llegar a ser poeta, antes hay que digerir muchas cosas. Y he aquí que tenía ya dos condiciones: el entendimiento y la fantasía, y por ellas supe que la tercera se encontraba en la biblioteca, puesto que un gran hombre ha afirmado, de palabra y por escrito, que hay novelas cuyo exclusivo objeto es liberar a los hombres de las lágrimas superfluas, o sea, que son una especie de esponjas que absorben los sentimientos. Me acordé de algunos de esos libros, que me habían parecido siempre en extremo apetitosos; estaban tan desgastados a fuerza de leídos, y tan grasientos, que forzosamente habrían absorbido verdaderos raudales de lágrimas.
Regresé a la biblioteca de mi tierra, devoré casi una novela entera - claro que sólo la parte blanda, o sea, la novela propiamente dicha, dejando la corteza, la encuadernación -. Cuando hube devorado a ésta y una segunda a continuación, noté que algo se agitaba dentro de mí, por lo que me comí parte de una tercera, y quedé ya convertida en poetisa; así me lo dije para mis adentros, y también lo dijeron los demás. Me dolía la cabeza, me dolía la barriga, qué sé yo los dolores que sentía. Púseme a imaginar historias referentes a un palillo de morcilla, y muy pronto tuve tanta madera en la cabeza, que volaban las virutas. Sí, la reina de las hormigas poseía un talento nada común. Acordéme de un hombre que al meterse en la boca una astilla blanca quedó invisible, junto con la astilla. Pensé en aquello de «tocar madera», «ver una viga en el ojo ajeno», «de tal palo tal astilla», en una palabra, todos mis pensamientos se hicieron leñosos, y se descomponían en palillos, tarugos y maderos. Y todos ellos me daban temas para poesías, como es natural cuando una es poetisa, y yo he llegado a serlo. Por eso podré deleitaros cada día con un palillo y una historia. Ésta es mi sopa.

- Oigamos a la tercera - dijo el rey.

- ¡Pip, pip! - oyóse de pronto en la puerta de la cocina, y la cuarta ratita, aquella que habían dado por muerta, entró corriendo, y con su precipitación derribó el palillo envuelto en el crespón de luto. Había viajado día y noche, en un tren de mercancías, aprovechando una ocasión que se le había presentado, y por un pelo no llegó demasiado tarde. Adelantóse; parecía excitadísima; había perdido el palillo, pero no el habla, y tomó la palabra sin titubear, como si la hubiesen estado esperando y sólo a ella desearan oír, sin que les importase un comino el resto del mundo. Habló enseguida y dijo todo lo que tenía en el buche. Llegó tan de improviso, que nadie tuvo tiempo de atajarla, ni a ella ni su discurso. ¡Escuchémosla!

Sopa de palillo de morcilla

2. De lo que había visto y aprendido la primera ratita en el curso de su viaje


- Cuando salí por esos mundos de Dios - dijo la viajera - iba creída, como tantas de mi edad, que llevaba en mí toda la ciencia del universo. ¡Qué ilusión! Hace falta un buen año, y algún día de propina, para aprender todo lo que es menester. Yo me fui al mar y embarqué en un buque que puso rumbo Norte. Me habían dicho que en el mar conviene que el cocinero sepa cómo salir de apuros; pero no es cosa fácil, cuando todo está atiborrado de hojas de tocino, toneladas de cecina y harina enmohecida. Se vive a cuerpo de rey, pero de preparar la famosa sopa ni hablar. Navegamos durante muchos días y noches; a veces el barco se balanceaba peligrosamente, v otras las olas saltaban sobre la borda y nos calaban hasta los huesos. Cuando al fin llegamos a puerto, abandoné el buque; estábamos muy al Norte.

Produce una rara sensación eso de marcharse de los escondrijos donde hemos nacido, embarcar en un buque que viene a ser como un nuevo escondrijo, y luego, de repente, hallarte a centenares de millas y en un país desconocido. Había allí bosques impenetrables de pinos y abedules, que despedían un olor intenso, desagradable para mis narices. De las hierbas silvestres se desprendía un aroma tan fuerte, que hacía estornudar y pensar en morcillas, quieras que no. Había grandes lagos, cuyas aguas parecían clarísimas miradas desde la orilla, pero que vistas desde cierta distancia eran negras como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al principio los tomé por espuma, tal era la suavidad con que se movían en la superficie; pero después los vi volar y andar; sólo entonces me di cuenta de lo que eran. Por cierto que cuando andan no pueden negar su parentesco con los gansos. Yo me junté a los de mi especie, los ratones de bosque y de campo, que, por lo demás, son de una ignorancia espantosa, especialmente en lo que a economía doméstica se refiere; y, sin embargo, éste era el objeto de mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con palillos de morcilla resultó para ellos una idea tan inaudita, que la noticia se esparció por el bosque como un reguero de pólvora; pero todos coincidieron en que el problema no tenía solución. Jamás hubiera yo pensado que precisamente allí, y aquella misma noche, tuviese que ser iniciada en la preparación del plato. Era el solsticio de verano; por eso, decían, el bosque exhalaba aquel olor tan intenso, y eran tan aromáticas las hierbas, los lagos tan límpidos, y, no obstante, tan oscuros, con los blancos cisnes en su superficie. A la orilla del bosque, entre tres o cuatro casas, habían clavado una percha tan alta como un mástil, y de su cima colgaban guirnaldas y cintas: era el árbol de mayo. Muchachas y mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en quién cantaría mejor al son del violín del músico. La fiesta duró toda la noche, desde la puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan intensa casi como la luz del día, pero yo no tomé parte. ¿De qué le vendría a un ratoncito participar en un baile en el bosque? Permanecí muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo muy prieto mi palillo. La luna iluminaba principalmente un lugar en el que crecía un árbol recubierto de musgo, tan fino, que me atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de nuestro rey, sólo que era verde, para recreo de los ojos.
De pronto llegaron, a paso de marcha, unos lindísimos y diminutos personajes, que apenas pasaban de mi rodilla; parecían seres humanos, pero mejor proporcionados. Llamábanse elfos y llevaban vestidos primorosos, confeccionados con pétalos de flores, con adornos de alas de moscas y mosquitos, todos de muy buen ver. Parecía como si anduviesen buscando algo, no sabía yo qué, hasta que algunos se me acercaron. El más distinguido señaló hacia mi palillo y dijo:

«¡Uno así es lo que necesitamos! ¡Qué bien tallado! ¡Es espléndido!», y contemplaba mi palillo con verdadero arrobo.

«Os lo prestaré, pero tenéis que devolvérmelo», les dije.

«¡Te lo devolveremos!», respondieron a la una; lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron al lugar donde el musgo era más fino, y clavaron el palillo en el suelo. Querían también tener su árbol de mayo, y aquél resultaba como hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron; ¡parecía nuevo!.

Unas arañitas tendieron a su alrededor hilos de oro y lo adornaron con ondeantes velos y banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal inmaculada blancura a los rayos lunares, que me dolían los ojos al mirarlos. Tomaron colores de las alas de la mariposa, y los espolvorearon sobre las telarañas, que quedaron cubiertas como de flores y diamantes maravillosos, tanto, que yo no reconocía ya mi palillo de morcilla. En todo el mundo no se habrá visto un árbol de mayo como aquél. Y sólo entonces se presentó la verdadera sociedad de los elfos; iban completamente desnudos, y aquello era lo mejor de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta, aunque desde cierta distancia, porque yo era demasiado grandota.

Empezó la música. Era como si sonasen millares de campanitas de cristal, con sonido lleno y fuerte; creí que eran cisnes los que cantaban, y parecióme distinguir también las voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue como si el bosque entero se sumase al concierto; era un conjunto de voces infantiles, sonido de campanas y canto de pájaros. Cantaban melodías bellísimas, y todos aquellos sones salían del árbol de mayo de los elfos. Era un verdadero concierto de campanillas y, sin embargo, allí no había nada más que mi palillo de morcilla. Nunca hubiera creído que pudiesen encerrarse en él tantas cosas; pero todo depende de las manos a que va uno a parar. Me emocioné de veras; lloré de pura alegría, como sólo un ratoncillo es capaz de llorar.

La noche resultó demasiado corta, pero allí arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho. Al alba se levantó una ligera brisa; rizóse la superficie del agua de los lagos, y todos los delicados y ondeantes velos y banderas volaron por los aires. Las balanceantes glorietas de tela de araña, los puentes colgantes y balaustradas, o como quiera que se llamen, tendidos de hoja a hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos volvieron a traerme el palillo y me preguntaron si tenía yo algún deseo que pudieran satisfacer. Entonces les pedí que me explicasen la manera de preparar la sopa de palillo de morcilla.

«Ya habrás visto cómo hacemos las cosas - dijo el más distinguido, riéndose -. ¿A que apenas reconocías tu palillo?».

«¡La verdad es que sois muy listos!», respondí, y a continuación les expliqué, sin más preámbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi tierra esperaban de él.

«¿Qué saldrán ganando el rey de los ratones y todo nuestro poderoso imperio - dije - con que yo haya presenciado estas maravillas? No podré reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Ved, ahí está la maderita, ahora vendrá la sopa. Y aunque pudiera, sería un espectáculo bueno para la sobremesa, cuando la gente está ya harta».
Entonces el elfo introdujo sus minúsculos dedos en el cáliz de una morada violeta y me dijo:

«Fíjate; froto tu varita mágica. Cuando estés de vuelta a tu país y en el palacio de tu rey, toca con la vara el pecho cálido del Rey. Brotarán violetas y se enroscarán a lo largo de todo el palo, aunque sea en lo más riguroso del invierno. Así tendrás en tu país un recuerdo nuestro y aún algo más por añadidura».

Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel «algo más», la ratita tocó con el palillo el pecho del Rey, y, efectivamente, brotó un espléndido ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas, que el Soberano ordenó a los ratones que estaban más cerca del fuego, que metiesen en él sus rabos para provocar cierto olor a chamusquina, pues el de las violetas resultaba irresistible. No era éste precisamente el perfume preferido de la especie ratonil.

- Pero, ¿qué hay de ese «algo más» que mencionaste? - preguntó el rey de los ratones.
- Ahora viene lo que pudiéramos llamar el efecto principal - respondió la ratita - y haciendo girar el palillo, desaparecieron todas las flores y quedó la varilla desnuda, que entonces se empezó a mover a guisa de batuta.

«Las violetas son para el olfato, la vista y el tacto - dijo el elfo -; pero tendremos que darte también algo para el oído y el gusto».

Y la ratita se puso a marcar el compás, y empezó a oírse una música, pero no como la que había sonado en la fiesta de los elfos del bosque, sino como la que se suele oír en las cocinas. ¡Uf, qué barullo! Y todo vino de repente; era como si el viento silbara por las chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila aporreaba los calderos de latón, y de pronto todo quedó en silencio. Oyóse el canto del puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no sabía si iba a cesar o si sólo empezaba. Y hervía la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se preocupaba de la otra, como si cada cual estuviese distraída con sus pensamientos. La ratita seguía agitando la batuta con fuerza creciente, las ollas espumeaban, borboteaban, rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea. ¡Señor, la cosa se puso tan terrible, que la propia ratita perdió el palo!

- ¡Vaya receta complicada! - exclamó el rey -. ¿Tardará mucho en estar preparada la sopa?

- Eso fue todo - respondió la ratita con una reverencia.

- ¿Todo? En este caso, oigamos lo que tiene que decirnos la segunda - dijo el rey.

Sopa de palillo de morcilla

Un cuento de Hans Christian Andersen - 077



1. - Sopa de palillo de morcilla


- ¡Vaya comida la de ayer! - comentaba una vieja dama de la familia ratonil dirigiéndose a otra que no había participado en el banquete -. Yo ocupé el puesto vigésimo-primero empezando a contar por el anciano rey de los ratones, lo cual no es poco honor. En cuanto a los platos, puedo asegurarte que el menú fue estupendo. Pan enmohecido, corteza de tocino, vela de sebo y morcilla; y luego repetimos de todo.
Fue como si comiéramos dos veces. Todo el mundo estaba de buen humor, y se contaron muchos chistes y ocurrencias, como se hace en las familias bien avenidas. No quedó ni pizca de nada, aparte los palillos de las morcillas, y por eso dieron tema a la conversación. Imagínate que hubo quien afirmó que podía prepararse sopa con un palillo de morcilla. Desde luego que todos conocíamos esta sopa de oídas, como también la de guijarros, pero nadie la había probado, y mucho menos preparado. Se pronunció un brindis muy ingenioso en honor de su inventor, diciendo que merecía ser el rey de los pobres. ¿Verdad que es una buena ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió elevar al rango de esposa y reina a la doncella del mundo ratonil que mejor supiese condimentar la sopa en cuestión. El plazo quedó señalado para dentro de un año.

- ¡No estaría mal! - opinó la otra rata -. Pero, ¿cómo se prepara la sopa?

- Eso es, ¿cómo se prepara? - preguntaron todas las damas ratoniles, viejas y jóvenes. Todas habrían querido ser reinas, pero ninguna se sentía con ánimos de afrontar las penalidades de un viaje al extranjero para aprender la receta, y, sin embargo, era imprescindible. Abandonar a su familia y los escondrijos familiares no está al alcance de cualquiera. En el extranjero no todos los días se encuentra corteza de queso y de tocino; uno se expone a pasar hambre, sin hablar del peligro de que se te meriende un gato.

Estas ideas fueron seguramente las que disuadieron a la mayoría de partir en busca de la receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres, pero de casa humilde, se decidieron a emprender el viaje.

Irían a los cuatro extremos del mundo, a probar quién tenía mejor suerte. Cada una se procuró un palillo de morcilla, para no olvidarse del objeto de su expedición; sería su báculo de caminante.

Iniciaron el viaje el primero de mayo, y regresaron en la misma fecha del año siguiente. Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se sabía, no había dado noticias de sí, y había llegado ya el día de la prueba.

- ¡No puede haber dicha completa! - dijo el rey de los ratones; y dio orden de que se invitase a todos los que residían a muchas millas a la redonda. Como lugar de reunión se fijó la cocina. Las tres ratitas expedicionarias se situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente, se dispuso un palillo de morcilla envuelto en crespón negro. Nadie debía expresar su opinión hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey dispuesto lo que procedía.
Vamos a ver lo que ocurrió.

El gollete de botella

Un cuento de Hans Christian Andersen - 076

En una tortuosa callejuela, entre varias míseras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas, alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy pobre; y lo más mísero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula abollada que ni siquiera tenía bebedero; en su lugar había un gollete de botella puesto del revés, tapado por debajo con un tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con prímulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia.

«¡Ay, bien puedes tú cantar! -exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros -. Sí, tú puedes cantar, pues no te falta ningún miembro. Si tú supieras, como yo lo sé, lo que significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme más que cuello y boca, y aun ésta con un tapón metido dentro... Seguro que no cantarías. Pero vale más así, que siquiera tú puedas alegrarte. Yo no tengo ningún motivo para cantar, aparte que no sé hacerlo; antes sí sabía, cuando era una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivía en el bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija... Me acuerdo como si fuese ayer. ¡La de aventuras que he pasado, y que podría contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahí me tienes ahora en esta jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustaría oír mi historia, aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedo».
Y así el gollete de botella - hablando para sí, o por lo menos pensándolo para sus adentros - empezó a contar su historia, que era notable de verdad. Entretanto, el pajarillo cantaba su alegre canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y venía, pensando cada cual en sus problemas o en nada. Pero el gollete de la botella recuerda que recuerda.

Vio el horno ardiente de la fábrica donde, soplando, le habían dado vida; recordó que hacía un calor sofocante en aquel horno estrepitoso, lugar de su nacimiento; que mirando a sus honduras le habían entrado ganas de saltar de nuevo a ellas, pero que, poco a poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a gusto en su nuevo sitio, en hilera con un regimiento entero de hermanos y hermanas, nacidas todas en el mismo horno, aunque unas destinadas a contener champaña y otras cerveza, lo cual no era poca diferencia. Más tarde, ya en el ancho mundo, cabe muy bien que en una botella de cerveza se envase el exquisito «lacrimae Christi», y que en una botella de champaña echen betún de calzado; pero siempre queda la forma, como ejecutoria del nacimiento. El noble es siempre noble, aunque por dentro esté lleno de betún.

Después de un rato, todas las botellas fueron embaladas, la nuestra con las demás. No pensaba entonces ella que acabaría en simple gollete y que serviría de bebedero de pájaro en aquellas alturas, lo cual no deja de ser una existencia honrosa, pues siquiera se es algo. No volvió a ver la luz del día hasta que la desembalaron en la bodega de un cosechero, junto con sus compañeras, y la enjuagaron por primera vez, cosa que le produjo una sensación extraña. Quedóse allí vacía y sin tapar, presa de un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no sabía qué a punto fijo, pero algo. Hasta que la llenaron de vino, un vino viejo y de solera; la taparon y lacraron, pegándole a continuación un papel en que se leía: «Primera calidad». Era como sacar sobresaliente en el examen; pero es que en realidad el vino era bueno, y la botella, buena también. Cuando se es joven, todo el mundo se siente poeta. La botella se sentía llena de canciones y versos referentes a cosas de las que no tenía la menor idea: las verdes montañas soleadas, donde maduran las uvas y donde las retozonas muchachas y los bulliciosos mozos cantan y se besan. ¡Ah, qué bella es la vida! Todo aquello cantaba y resonaba en el interior de la botella, lo mismo que ocurre en el de los jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco saben nada de todo aquello.

Un buen día la vendieron. El aprendiz del peletero fue enviado a comprar una botella de vino «del mejor», y así fue ella a parar al cesto, junto con jamón, salchichas y queso, sin que faltaran tampoco una mantequilla de magnífico aspecto y un pan exquisito. La propia hija del peletero vació el cesto. Era joven y linda; reían sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su boca, que hablaba tan elocuentemente como sus ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy blancas, aunque no tanto como el cuello y el pecho. Veíase a la legua que era una de las mozas más bellas de la ciudad, y, sin embargo, no estaba prometida.

Cuando la familia salió al bosque, la cesta de la comida quedó en el regazo de la hija; el cuello de la botella asomaba por entre los extremos del blanco pañuelo; cubría el tapón un sello de lacre rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero no dejaba de echar tampoco ojeadas al joven marino, sentado a su lado. Era un amigo de infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de pasar felizmente su examen de piloto, y al día siguiente se embarcaba en una nave con rumbo a lejanos países. De ello habían estado hablando largamente mientras empaquetaban, y en el curso de la conversación no se había reflejado mucha alegría en los ojos y en la boca de la linda hija del peletero.

Los dos jóvenes se metieron por el verde bosque, enzarzados en un coloquio. ¿De qué hablarían? La botella no lo oyó, pues se había quedado en la cesta. Pasó mucho rato antes de que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron, habían sucedido cosas muy agradables; todos los ojos estaban sonrientes, incluso los de la hija, la cual apenas abría la boca, y tenía las mejillas encendidas como rosas encarnadas.
El padre cogió la botella llena y el sacacorchos. Es extraño, sí, la impresión que se siente cuando a una la descorchan por vez primera. Jamás olvidó el cuello de la botella aquel momento solemne; al saltar el tapón le había escapado de dentro un raro sonido, «¡plump!», seguido de un gorgoteo al caer el vino en los vasos.
- ¡Por la felicidad de los prometidos! - dijo el padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la última gota, mientras el joven piloto besaba a su hermosa novia.
- ¡Dichas y bendiciones! -exclamaron los dos viejos.
El mozo volvió a llenar los vasos. - ¡Por mi regreso y por la boda de hoy en un año! -brindó, y cuando los vasos volvieron a quedar vacíos, levantando la botella, añadió: - ¡Has asistido al día más hermoso de mi vida; nunca más volverás a servir! -. Y la arrojó al aire.

Poco pensó entonces la muchacha que aún vería volar otras veces la botella; y, sin embargo, así fue. La botella fue a caer en el espeso cañaveral de un pequeño estanque que había en el bosque; el gollete recordaba aún perfectamente cómo había ido a parar allí y cómo había pensado:

«Les di vino y ellos me devuelven agua cenagosa; su intención era buena, de todos modos». No podía ya ver a la pareja de novios ni a sus regocijados padres, pero durante largo rato los estuvo oyendo cantar y charlar alegremente. Llegaron en esto dos chiquillos campesinos, que, mirando por entre las cañas, descubrieron la botella y se la llevaron a casa. Volvía a estar atendida.

En la casa del bosque donde moraban los muchachos, la víspera había llegado su hermano mayor, que era marino, para despedirse, pues iba a emprender un largo viaje. Corría la madre de un lado para otro empaquetando cosas y más cosas; al anochecer, el padre iría a la ciudad a ver a su hijo por última vez antes de su partida, y a llevarle el último saludo de la madre. Había puesto ya en el hato una botellita de aguardiente de hierbas aromáticas, cuando se presentaron los muchachitos con la botella encontrada, que era mayor y más resistente. Su capacidad era superior a la de la botellita, y el licor era muy bueno para el dolor de estómago, pues entre otras muchas hierbas, contenía corazoncillo. Esta vez no llenaron la botella con vino, como la anterior, sino con una poción amarga, aunque excelente, para el estómago. La nueva botella reemplazó a la antigua, y así reanudó aquélla sus correrías. Pasó a bordo del barco propiedad de Peter Jensen, justamente el mismo en el que servía el joven piloto, el cual no vio la botella, aparte que lo más probable es que no la hubiera reconocido ni pensado que era la misma con cuyo contenido habían brindado por su noviazgo y su feliz regreso.

Aunque no era vino lo que la llenaba, no era menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo llamaban sus compañeros «El boticario», pues a cada momento sacaba la botella y administraba a alguien la excelente medicina - excelente para el estómago, entendámonos -; y aquello duró hasta que se hubo consumido la última gota. Fueron días felices, y la botella solía cantar cuando la frotaban con el tapón. De entonces le vino el nombre de alondra, la alondra de Peter Jensen.
Había transcurrido un largo tiempo, y la botella había sido dejada, vacía, en un rincón; mas he aquí que - si la cosa ocurrió durante el viaje de ida o el de vuelta, la botella no lo supo nunca a punto fijo, pues jamás desembarcó - se levantó una tempestad. Olas enormes negras y densas, se encabritaban, levantaban el barco hasta las nubes y lo lanzaban en todas direcciones; quebróse el palo mayor, un golpe de mar abrió una vía de agua, y las bombas resultaban inútiles. Era una noche oscura como boca de lobo, y el barco se iba a pique; en el último momento, el joven piloto escribió en una hoja de papel: «¡En el nombre de Dios, naufragamos!». Estampó el nombre de su prometida, el suyo propio y el del buque, metió el papel en una botella vacía que encontró a mano y, tapándola fuertemente, la arrojó al mar tempestuoso. Ignoraba que era la misma que había servido para llenar los vasos de la alegría y de la esperanza. Ahora flotaba entre las olas llevando un mensaje de adiós y de muerte.
Hundióse el barco, y con él la tripulación, mientras la botella volaba como un pájaro, llevando dentro un corazón, una carta de amor. Y salió el sol y se puso de nuevo, y a la botella le pareció como si volviese a los tiempos de su infancia, en que veía el rojo horno ardiente. Vivió períodos de calma y nuevas tempestades, pero ni se estrelló contra una roca ni fue tragada por un tiburón.

Más de un año estuvo flotando al azar, ora hacia el Norte, ora hacia Mediodía, a merced de las corrientes marinas. Por lo demás, era dueña de sí, pero al cabo de un tiempo uno llega a cansarse incluso de esto.

La hoja escrita, con el último adiós del novio a su prometida, sólo duelo habría traído, suponiendo que hubiese ido a parar a las manos a que iba destinada. Pero, ¿dónde estaban aquellas manos, tan blancas cuando, allá en el verde bosque, se extendían sobre la jugosa hierba el día del noviazgo? ¿Dónde estaba la hija del peletero? ¿Dónde se hallaba su tierra, y cuál sería la más próxima? La botella lo ignoraba; seguía en su eterno vaivén, y al fin se sentía ya harta de aquella vida; su destino era otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que, finalmente, fue arrojada a la costa, en un país extraño. No comprendía una palabra de lo que las gentes hablaban; no era la lengua que oyera en otros tiempos, y uno se siente muy desvalido cuando no entiende el idioma.

Alguien recogió la botella y la examinó. Vieron que contenía un papel y lo sacaron; pero, por muchas vueltas que le dieron nadie supo interpretar las líneas escritas. Estaba claro que la botella había sido arrojada al mar deliberadamente, y que en la hoja se explicaba el motivo de ello, pero nadie supo leerlo, por lo que volvieron a introducir el pliego en el frasco, el cual fue colocado en un gran armario de una espaciosa habitación de una casa grandiosa.

Cada vez que llegaba un forastero sacaban la hoja, la desdoblaban y manoseaban, con lo que el escrito, trazado a lápiz, iba borrándose progresivamente y volviéndose ilegible; al fin nadie podía reconocer que aquello fueran letras. La botella permaneció todavía otro año en el armario; luego la llevaron al desván, donde se cubrió, de telarañas y de polvo. Allí recordaba ella los días felices en que, en el bosque, contenía vino tinto, y aquellos otros en que vagaba mecida por las olas, portadoras de un misterio, una carta, un suspiro de despedida.

En el desván pasó veinte años, y quién sabe hasta cuándo hubiera seguido en él, de no haber sido porque reconstruyeron la casa. Al quitar el techo salió la botella; algo dijeron de ella los presentes, ¡pero cualquiera lo entendía! No se aprende nada viviendo en el desván, aunque se esté en él veinte años.

«Si me hubiesen dejado en la habitación de abajo -pensó- de seguro que habría aprendido la lengua»,

levantaron y enjuagaron, y bien que lo necesitaba. Se sintió, entonces diáfana y transparente, joven de nuevo como en días pretéritos; pero la hoja escrita que estaba encerrada en su interior se estropeó completamente con él lavado.
Llenaron el frasco de semillas, no sabía ella de qué clase. La taparon y envolvieron, con lo que no vio ni un resquicio de luz, y no hablemos ya de sol y luna; «cuando se va de viaje hay que poder ver algo», pensaba la botella. Pero no pudo ver nada, aunque de todos modos hizo lo principal: viajar y llegar a destino. Allí la desenvolvieron.

- ¡Menudo trabajo se han tomado con ella en el extranjero -exclamó alguien-. Y, a pesar de todo, seguramente se habrá rajado -. Pero no, no se había rajado. La botella comprendía todas las palabras que se decían, pues lo hacían en la lengua que oyera en el horno vidriero, en casa del bodeguero, en el verde bosque y luego en el barco: la única vieja y buena lengua que ella podía comprender. Había llegado a su tierra natal, que saludó alborozada. De puro gozo, por poco salta de las manos que la sostenían; apenas se dio cuenta de que la descorchaban y vaciaban. La llevaron después a la bodega, para que no estorbase, y allí se quedó, olvidada del todo. En casa es donde se está mejor, aunque sea en la bodega. Jamás se le ocurrió. pensar cuánto tiempo pasó en ella; llevaba ya allí varios años, bien apoltronada, cuando un buen día bajaron unos individuos y se llevaron todas las botellas.
El jardín ofrecía un aspecto brillantísimo: lámparas encendidas colgaban en guirnaldas, y faroles de papel relucían a modo de grandes tulipanes transparentes. La noche era magnífica, y la atmósfera, quieta y diáfana; brillaban las estrellas en un cielo de luna nueva; ésta se veía como una bola de color grisazulado ribeteada de oro. Para quien tenía buena vista, resultaba hermosísima.

Los senderos laterales estaban también algo iluminados, lo suficiente para no andar por ellos a ciegas. Entre los setos habían colocado botellas, cada una con una luz, y de su número formaba parte nuestra antigua conocida, destinada a terminar un día en simple gollete, bebedero de pájaros. En aquel momento le parecía todo infinitamente hermoso, pues volvía a estar en medio del verdor, tomaba parte en la fiesta y el regocijo, oía el canto y la música, el rumor y el zumbido de muchas voces humanas, especialmente las que llegaban de la parte del jardín adornada con linternas de papel de colores. Cierto que ella estaba en uno de los caminos laterales, pero justamente aquello daba oportunidad para entregarse a los recuerdos. La botella, puesta de pie y sosteniendo la luz, prestaba una utilidad y un placer, y así es como debe ser. En horas semejantes se olvida uno hasta de los veinte años de reclusión en el desván.

Muy cerca de ella pasó una pareja solitaria, cogida del brazo, -como aquellos novios del bosque, el piloto y la hija del peletero. La botella tuvo la impresión de que revivía la escena. Por el jardín paseaban los invitados, y también gentes del pueblo deseosas de admirar aquella magnificencia. Entre éstas paseaba una vieja solterona que había visto morir a todos sus familiares, aunque no le faltaban amigos. Por su cabeza pasaban los mismos pensamientos que por la mente de la botella: pensaba en el verde bosque y en una joven pareja de enamorados; de todo había gozado, puesto que la novia era ella misma. Había sido la hora más feliz de su vida, hora que no se olvida ya nunca, ni cuando se llega a ser una vieja solterona. Pero ni ella reconoció la botella ni ésta a la ex-prometida, y así es como andamos todos por el mundo, pasando unos al lado de otros, hasta que volvemos a encontrarnos; eso les ocurrió a ellas, que vinieron a encontrarse en la misma ciudad.

La botella salió del jardín para volver a la tienda del cosechero, donde otra vez la llenaron de vino para el aeronauta que el próximo domingo debía elevarse en globo. Un enorme hormiguero de personas se apretujaban para asistir al espectáculo. Resonó la música de la banda militar y se efectuaron múltiples preparativos; la botella lo vio todo desde una cesta donde se hallaba junto con un conejo vivo, aunque medio muerto de miedo, porque sabía que se lo llevaban a las alturas con el exclusivo objeto de soltarlo en paracaídas. La botella no sabía de subidas ni de bajadas; vio cómo el globo iba hinchándose gradualmente, y cuando ya alcanzó el máximo de volumen, comenzó a levantarse y a dar muestras de inquietud. De pronto, cortaron las amarras que lo sujetaban, y el aeróstato se elevó en el aire con el aeronauta, el cesto, la botella y el conejo. La música rompió a tocar, y todos los espectadores gritaron «¡hurra!».

«¡Es gracioso esto de volar por los aires! -pensó la botella­ es otra forma de navegar. No hay peligro de choques aquí arriba».

Muchos millares de personas seguían la aeronave con la mirada, entre ellas, la vieja solterona, desde la abierta ventana de su buhardilla, de cuya pared colgaba la jaula con el pardillo, que no tenía aún bebedero y debía contentarse con una diminuta escudilla de madera. En la misma ventana había un tiesto con un arrayán, que habían apartado algo para que no cayera a la calle cuando la mujer se asomaba. Esta distinguía perfectamente al aeronauta en su globo, y pudo ver cómo soltaba el conejo con el paracaídas y luego arrojaba la botella proyectándola hacia lo alto. La vieja solterona poco sospechaba que la había visto volar ya otra vez, aquel día feliz en el bosque, cuando era ella aún muy jovencita.
A la botella no le dio tiempo de pensar; ¡fue tan inopinado aquello de encontrarse de repente en el punto crucial de su existencia! Al fondo se vislumbraban campanarios y tejados, y las personas no eran mayores que hormigas.

Luego se precipitó, a una velocidad muy distinta de la del conejo. Volteaba en el aire, sintiéndose joven y retozona - estaba aún llena de vino hasta la mitad -, aunque por muy poco tiempo. ¡Qué viaje! El sol le comunicaba su brillo, toda la gente seguía con la vista su vuelo; el globo había desaparecido ya, y pronto desapareció también la botella. Fue a caer sobre uno de los tejados, haciéndose mil pedazos; pero los cascos llevaban tal impulso, que no se quedaron en el lugar de la caída, sino que siguieron saltando y rodando hasta dar en el patio, donde acabaron de desmenuzarse y desparramarse por el suelo. Sólo el gollete quedó entero, cortado en redondo, como con un diamante.

- Podría servir de bebedero para un pájaro -dijo el hombre que habitaba en el sótano; pero él no tenía pájaro ni jaula, y tampoco era cosa de comprarse uno y otra sólo por el mero hecho de tener un cuello de botella apropiado para bebedero. La vieja solterona de la buhardilla le encontraría aplicación, y he aquí cómo el gollete fue a parar arriba, donde le pusieron un tapón de corcho, y la parte que antes miraba al cielo fue ahora colocada hacia abajo. ¡Cambios bien frecuentes en la vida! Lo llenaron de agua fresca y lo colgaron de la reja de la jaula, por el exterior; y la avecilla se puso a cantar con tanto brío y regocijo, que sus trinos resonaban a gran distancia.

- ¡Ay, bien puedes tú cantar! -fue lo que dijo el gollete de la botella, el cual no dejaba de ser una notabilidad, ya que había estado en el globo. Era todo lo que se sabía de su historia. Colgado ahora en calidad de bebedero, oía los rumores y los gritos de los transeúntes y las conversaciones de la vieja solterona en su cuartucho. Es el caso que acababa de llegar una visita, una amiga de su edad, y ambas se pusieron a charlar - no del gollete de la botella, sino del mirto de la ventana.

- No te gastes dos escudos por la corona de novia de tu hija -decía la solterona-; yo te daré una que he conservado, con flores magníficas. ¿Ves aquel arbolillo de la ventana? Es un esqueje del arrayán que me regalaste el día en que me prometí, para que al cabo de un año me tejiera la corona de novia; pero ese día jamás llegó. Cerráronse los ojos destinados a iluminar mis gozos y mi dicha en esta vida. Reposa ahora dulcemente en el fondo del mar, pobre alma mía. El arbolillo se convirtió en un árbol viejo, pero yo envejecí más aún, y cuando aquél se marchitó, corté la última de sus ramas verdes y la planté, y aquella ramita se ha vuelto este arbolillo, que, al fin, será un adorno de novia, la corona de tu hija.

Mientras pronunciaba estas palabras, gruesas lágrimas resbalaban por las mejillas de la vieja solterona; hablaba del amigo de su juventud, de su noviazgo en el bosque. Pensaba en el momento en que todos habían brindado por los prometidos, pensaba en el primer beso - pero todo esto se lo callaba; ahora no era sino una vieja solterona. ¡En tantas cosas pensó! -, pero ni por un momento le vino a la imaginación que en la ventana había un recuerdo de aquellos días venturosos, el gollete de la botella que había dicho «¡plump!» al saltar el tapón con un estampido. Por su parte, él no la reconoció tampoco, pues aunque hubiera podido seguir perfectamente la narración, no lo hizo. ¿Para qué? Estaba sumido en sus propios pensamientos.


FINIS