viernes, 28 de diciembre de 2007

El cuello de camisa



Un cuento de Hans Christian Andersen - 048


Érase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseía un calzador y un peine; pero tenía un cuello de camisa que era el más notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquí que en el cesto de la ropa coincidió con una liga.

Dijo el cuello: “Jamás vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre?”

“¡No se lo diré!” respondió la liga.

“¿Dónde vive, pues?” insistió el cuello.

Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla.

“¿Es usted un cinturón, verdad?” dijo el cuello, “¿una especie de cinturón interior? Bien veo, mi simpática señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.”

“¡Haga el favor de no dirigirme la palabra!” dijo la liga. “No creo que le haya dado pie para hacerlo.”

“Sí, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita,” replicó el cuello, “no hace falta más motivo.”

“¡No se acerque tanto!” exclamó la liga. “¡Parece usted tan varonil!”

“Soy también un caballero fino,” dijo el cuello, “tengo un calzador y un peine.” Lo cual no era verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero le gustaba vanagloriarse.

“¡No se acerque tanto!” repitió la liga. “No estoy acostumbrada.”

“¡Qué remilgada!” dijo el cuello con tono burlón, pero en éstas los sacaron del cesto, los almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente.

“¡Mi querida señora,” exclamaba el cuello, “mi querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy yo mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me va a quemar; va a hacerme un agujero! ¡Huy! ¿Quiere casarse conmigo?”

“¡Harapo!” replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren.

“¡Harapo!” repitió.

El cuello quedó un poco deshilachado de los bordes; por eso acudió la tijera a cortar los hilos.

“¡Oh!” exclamó el cuello, “usted debe de ser primera bailarina, ¿verdad? ¡Cómo sabe estirar las piernas! Es lo más encantador que he visto. Nadie sería capaz de imitarla.”

“Ya lo sé,” respondió la tijera.

“¡Merecería ser condesa!” dijo el cuello. “Todo lo que poseo es un señor distinguido, un calzador y un peine. ¡Si tuviese también un condado!”

“¿Se me está declarando, el asqueroso?” exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible.

“Al fin tendré que solicitar la mano del peine. ¡Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida señorita!” dijo el cuello. “¿No ha pensado nunca en casarse?”

“¡Claro, ya puede figurárselo!” contestó el peine. “Seguramente habrá oído que estoy prometida con el calzador.”

“¡Prometida!” suspiró el cuello; y como no había nadie más a quien declararse, se las dio en decir mal del matrimonio.

Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón.

“¡La de novias que he tenido!” decía. “No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. Tenía además un calzador y un peine, que jamás utilicé. Tenían que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidaré de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mí se tiró a una bañera. Luego hubo una plancha que ardía por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve también relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; ¡era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mí; perdió todos los dientes de mal de amores. ¡Uf!, ¡la de aventuras que he corrido! Pero lo que más me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la bañera. ¡Cuántos pecados llevo sobre la conciencia! ¡Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco!”

Y fue convertido en papel blanco, con todos los demás trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le está bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. Tengámoslo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aún lo más íntimo y secreto de ella, será impresa, y andaremos por esos mundos teniendo que contarla.


FINIS

Historia de una madre

Un cuento de Hans Christian Andersen - 047


Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temía que el pequeño se muriera. Éste, en efecto, estaba pálido como la cera, tenía los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura.

Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado. Se estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.
Como el viejo tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Éste se había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeño, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita.

- ¿Crees que vivirá? -preguntó la madre-. ¡El buen Dios no querrá quitármelo!
El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío.
- ¿Qué es esto? -gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las agujas se detuvieron.
La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:

- La Muerte estuvo en tu casa; lo sé, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento. ¡Jamás devuelve lo que se lleva!
- ¡Dime por dónde se fue! -suplicó la madre-. ¡Enséñame el camino y la alcanzaré!
- Conozco el camino -respondió la mujer vestida de negro pero antes de decírtelo tienes que cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeño. Me gustan, las oí muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lágrimas mientras cantabas.
- ¡Te las cantaré todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y encontrar a mi hijo.
Pero la Noche permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró; y fueron muchas las canciones, pero fueron aún más las lágrimas. Entonces dijo la Noche:

- Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En él vi desaparecer a la Muerte con el niño.
Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar. Levantábase allí un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas de nieve y hielo.
- ¿No has visto pasar a la Muerte con mi hijito?
- Sí -respondió el zarzal- pero no te diré el camino que tomó si antes no me calientas apretándome contra tu pecho; me muero de frío, y mis ramas están heladas.
Y ella estrechó el zarzal contra su pecho, apretándolo para calentarlo bien; y las espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ¡tal era el ardor con que la acongojada madre lo había estrechado contra su corazón! Y la planta le indicó el camino que debía seguir.
Llegó a un gran lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin embargo, no tenía más remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo. Echóse entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ¡qué criatura humana sería capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de que sucediera un milagro.

- ¡No, no lo conseguirás! -dijo el lago-. Mejor será que hagamos un trato. Soy aficionado a coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas más puras que jamás he visto. Si estás dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conduciré al gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y árboles; cada uno de ellos es una vida humana.
- ¡Ay, qué no diera yo por llegar a donde está mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a llorar con más desconsuelo aún, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosísimas perlas. El lago la levantó como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta. Se levantaba allí un gran edificio, cuya fachada tenía más de una milla de largo. No podía distinguirse bien si era una montaña con sus bosques y cuevas, o si era obra de albañilería; y menos lo podía averiguar la pobre madre, que había perdido los ojos a fuerza de llorar.
- ¿Dónde encontraré a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó.
- No ha llegado todavía -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la Muerte-. ¿Quién te ha ayudado a encontrar este lugar?
- El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tú lo serás también. ¿Dónde puedo encontrar a mi hijo?
- Lo ignoro -replicó la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos árboles y flores; no tardará en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrás que cada persona tiene su propio árbol de la vida o su flor, según su naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un niño puede también latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, ¿qué me darás si te digo lo que debes hacer todavía?
- Nada me queda para darte -dijo la afligida madre pero iré por ti hasta el fin del mundo.

- Nada hay allí que me interese -respondió la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te daré yo la mía, que es blanca, pero también te servirá.
- ¿Nada más? -dijo la madre-. Tómala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedó con el suyo, blanco como la nieve.
Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían árboles y flores en maravillosa mezcolanza. Había preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y grandes peonías fuertes como árboles; y había también plantas acuáticas, algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y plátanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada árbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivía aún: éste en la China, éste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Había grandes árboles plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que parecían a punto de estallar; en cambio, veíanse míseras florecillas emergiendo de una tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinándose sobre las plantas más diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había en cada una; y entre millones reconoció el de su hijo.

- ¡Es éste! -exclamó, alargando la mano hacia una pequeña flor azul de azafrán que colgaba de un lado, gravemente enferma.
- ¡No toques la flor! -dijo la vieja-. Quédate aquí, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenázala con hacer tú lo mismo con otras y entonces tendrá miedo. Es responsable de ellas, ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna.
De pronto sintióse en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba la Muerte.
- ¿Cómo encontraste el camino hasta aquí? -preguntó.- ¿Cómo pudiste llegar antes que yo?

- ¡Soy madre! -respondió ella.
La Muerte alargó su mano huesuda hacia la flor de azafrán, pero la mujer interpuso las suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló sobre sus manos y ella sintió que su soplo era más frío que el del viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes.
- ¡Nada podrás contra mí! -dijo la Muerte.
- ¡Pero sí lo puede el buen Dios! -respondió la mujer.
- ¡Yo hago sólo su voluntad! -replicó la Muerte-. Soy su jardinero. Tomo todos sus árboles y flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la tierra desconocida; y tú no sabes cómo es y lo que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo.

- ¡Devuélveme mi hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
- ¡Las arrancaré todas, pues estoy desesperada!
- ¡No las toques! -exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre tan desdichada como tú.
- ¡Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ¿Quién es esa madre?

- Ahí tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; ¡brillaban tanto! No sabía que eran los tuyos. Tómalos, son más claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que está a tu lado; te diré los nombres de las dos flores que querías arrancar y verás todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir.
Miró ella al fondo del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición para el mundo, ver cuánta felicidad y ventura esparcía a su alrededor.
La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.

- Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
- ¿Cuál es la flor de la desgracia y cuál la de la ventura? -preguntó la madre.
- Esto no te lo diré -contestó la Muerte-. Sólo sabrás que una de ellas era la de tu hijo. Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo.
La madre lanzó un grito de horror: - ¿Cuál de las dos era mi hijo? ¡Dímelo, sácame de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado, líbralo de la miseria, llévaselo antes. ¡Llévatelo al reino de Dios! ¡Olvídate de mis lágrimas, olvídate de mis súplicas y de todo lo que dije e hice!

- No te comprendo -dijo la Muerte-. ¿Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya con él adonde ignoras lo que pasa?
La madre, retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro Señor:
- ¡No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la más sabia! ¡No me escuches! ¡No me escuches!
Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el mundo desconocido.


FINIS

martes, 18 de diciembre de 2007

La familia feliz

*

Un cuento de Hans Christian Andersen - 046


La hoja verde más grande de nuestra tierra es seguramente la del lampazo. Si te la pones delante de la barriga, parece todo un delantal, y si en tiempo lluvioso te la colocas sobre la cabeza, es casi tan útil como un paraguas; ya ves si es enorme. Un lampazo nunca crece solo. Donde hay uno, seguro que hay muchos más. Es un goce para los ojos, y toda esta magnificencia es pasto de los caracoles, los grandes caracoles blancos, que en tiempos pasados, la gente distinguida hacía cocer en estofado y, al comérselos, exclamaba: «¡Ajá, qué bien sabe!», persuadida de que realmente era apetitoso; pues, como digo, aquellos caracoles se nutrían de hojas de lampazo, y por eso se sembraba la planta.

Pues bien, había una vieja casa solariega en la que ya no se comían caracoles.

Estos animales se habían extinguido, aunque no los lampazos, que crecían en todos los caminos y bancales; una verdadera invasión. Era un auténtico bosque de lampazos, con algún que otro manzano o ciruelo; por lo demás, nadie habría podido suponer que aquello había sido antaño un jardín. Todo eran lampazos, y entre ellos vivían los dos últimos y matusalémicos caracoles.

Ni ellos mismos sabían lo viejos que eran, pero se acordaban perfectamente de que habían sido muchos más, de que descendían de una familia oriunda de países extranjeros, y de que todo aquel bosque había sido plantado para ellos y los suyos.
Nunca habían salido de sus lindes, pero no ignoraban que más allá había otras cosas en el mundo, una, sobre todo, que se llamaba la «casa señorial», donde ellos eran cocidos y, vueltos de color negro, colocados en una fuente de plata; pero no tenían idea de lo que ocurría después. Por otra parte, no podían imaginarse qué impresión debía causar el ser cocido y colocado en una fuente de plata; pero seguramente sería delicioso, y distinguido por demás. Ni los abejorros, ni los sapos, ni la lombriz de tierra, a quienes habían preguntado, pudieron informarles; ninguno había sido cocido ni puesto en una fuente de plata.

Los viejos caracoles blancos eran los más nobles del mundo, de eso sí estaban seguros. El bosque estaba allí para ellos, y la casa señorial, para que pudieran ser cocidos y depositados en una fuente de plata.

Vivían muy solos y felices, y como no tenían descendencia, habían adoptado un caracolillo ordinario, al que educaban como si hubiese sido su propio hijo; pero el pequeño no crecía, pues no pasaba de ser un caracol ordinario. Los viejos, particularmente la madre, la Madre Caracola, creyó observar que se desarrollaba, y pidió al padre que se fijara también; si no podía verlo, al menos que palpara la pequeña cascara; y él la palpó y vio que la madre tenía razón.
Un día se puso a llover fuertemente.
- Escucha el rampataplán de la lluvia sobre los lampazos -dijo el viejo.

- Sí, y las gotas llegan hasta aquí -observó la madre-. Bajan por el tallo. Verás cómo esto se moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeño tiene también la suya. Salta a la vista que nos han tratado mejor que a todos los restantes seres vivos; que somos los reyes de la creación, en una palabra. Poseemos una casa desde la hora en que nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un bosque de lampazos. Me gustaría saber hasta dónde se extiende, y que hay ahí afuera.

- No hay nada fuera de aquí - respondió el padre -. Mejor que esto no puede haber nada, y yo no tengo nada que desear.
- Pues a mí -dijo la vieja- me gustaría llegarme a la casa señorial, que me cocieran y me pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros antepasados pasaron por ello y, créeme, debe de
ser algo excepcional.

- Tal vez la casa esté destruida -objetó el caracol padre-, o quizás el bosque de lampazos la ha cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo demás, no corre prisa; tú siempre te precipitas, y el pequeño sigue tu ejemplo. En tres días se ha subido a lo alto del tallo; realmente me da vértigo, cuando levanto la cabeza para mirarlo.
- No seas tan regañón -dijo la madre-. El chiquillo trepa con mucho cuidado, y estoy segura de que aún nos dará muchas alegrías; al fin y a la postre, no tenemos más que a él en la vida. ¿Has pensado alguna vez en encontrarle esposa? ¿No crees que si nos adentrásemos en la selva de lampazos, tal vez encontraríamos a alguno de nuestra especie?

- Seguramente habrá por allí caracoles negros -dijo el viejo- caracoles negros sin cáscara; pero, ¡son tan ordinarios!, y, sin embargo, son orgullosos. Pero podríamos encargarlo a las hormigas, que siempre corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente encontrarían una mujer para nuestro pequeño.
- Yo conozco a la más hermosa de todas -dijo una de las hormigas-, pero me temo que no haya nada que hacer, pues se trata de una reina.
- ¿Y eso qué importa? -dijeron los viejos-. ¿Tiene una casa?

- ¡Tiene un palacio! -exclamó la hormiga-, un bellísimo palacio hormiguero, con setecientos corredores.
- Muchas gracias -dijo la madre-. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si no sabéis otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos blancos, que vuelan a mucho mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de lampazos por dentro y por fuera.

- ¡Tenemos esposa para él! -exclamaron los mosquitos-. A cien pasos de hombre en un zarzal, vive un caracolito con casa; es muy pequeñín, pero tiene la edad suficiente para casarse. Está a no más de cien pasos de hombre de aquí.
- Muy bien, pues que venga -dijeron los viejos-. Él posee un bosque de lampazos, y ella, sólo un zarzal.
Y enviaron recado a la señorita caracola. Invirtió ocho días en el viaje, pero ahí estuvo precisamente la distinción; por ello pudo verse que pertenecía a la especie apropiada.

Y se celebró la boda. Seis luciérnagas alumbraron lo mejor que supieron; por lo demás, todo discurrió sin alboroto, pues los viejos no soportaban francachelas ni bullicio. Pero Madre Caracola pronunció un hermoso discurso; el padre no pudo hablar, por causa de la emoción. Luego les dieron en herencia todo el bosque de lampazos y dijeron lo que habían dicho siempre, que era lo mejor del mundo, y que si vivían honradamente y como Dios manda, y se multiplicaban, ellos y sus hijos entrarían algún día en la casa señorial, serían cocidos hasta quedar negros y los pondrían en una fuente de plata.

Terminado el discurso, los viejos se metieron en sus casas, de las cuales no volvieron ya a salir; se durmieron definitivamente. La joven pareja reinó en el bosque y tuvo una numerosa descendencia; pero nadie los coció ni los puso en una fuente de plata, de lo cual dedujeron que la mansión señorial se había hundido y que en el mundo se había extinguido el género humano; y como nadie los contradijo, la cosa debía de ser verdad. La lluvia caía sólo para ellos sobre las hojas de lampazo, con su rampataplán, y el sol brillaba únicamente para alumbrarles el bosque y fueron muy felices. Toda la familia fue muy feliz, de veras.


FINIS

lunes, 17 de diciembre de 2007

La gota de agua

*
Un cuento de Hans Christian Andersen - 045


Seguramente sabes lo que es un cristal de aumento, una lente circular que hace las cosas cien veces mayores de lo que son. Cuando se coge y se coloca delante de los ojos, y se contempla a su través una gota de agua de la balsa de allá fuera, se ven más de mil animales maravillosos que, de otro modo, pasan inadvertidos; y, sin embargo, están allí, no cabe duda. Diríase casi un plato lleno de cangrejos que saltan en revoltijo. Son muy voraces, se arrancan unos a otros brazos y patas, muslos y nalgas, y, no obstante, están alegres y satisfechos a su manera.
Pues he aquí que vivía en otro tiempo un anciano a quien todos llamaban Crible-Crable, pues tal era su nombre. Quería siempre hacerse con lo mejor de todas las cosas, y si no se lo daban, se lo tomaba por arte de magia. Así, peligraba cuanto estaba a su alcance.

El viejo estaba sentado un día con un cristal de aumento ante los ojos, examinando una gota de agua que había extraído de un charco del foso. ¡Dios mío, que hormiguero! Un sinfín de animalitos yendo de un lado para otro, y venga saltar y brincar, venga zamarrearse y devorarse mutuamente.

- ¡Qué asco! -exclamó el viejo Crible-Crable -. ¿No habrá modo de obligarlos a vivir en paz y quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus cosas? -. Y piensa que te piensa, pero como no encontraba la solución, tuvo que acudir a la brujería.
- Hay que darles color, para poder verlos más bien -dijo, y les vertió encima una gota de un líquido parecido a vino tinto, pero que en realidad era sangre de hechicera de la mejor clase, de la de a seis peniques. Y todos los animalitos quedaron teñidos de rosa; parecía una ciudad llena de salvajes desnudos.

- ¿Qué tienes ahí? -le preguntó otro viejo brujo que no tenía nombre, y esto era precisamente lo bueno de él.
- Si adivinas lo que es -respondió Crible-Crable -, te lo regalo; pero no es tan fácil acertarlo, si no se sabe.
El brujo innominado miró por la lupa y vio efectivamente una cosa comparable a una ciudad donde toda la gente corría desnuda. Era horrible, pero más horrible era aún ver cómo todos se empujaban y golpeaban, se pellizcaban y arañaban, mordían y desgreñaban. El que estaba arriba quería irse abajo, y viceversa.

- ¡Fíjate, fíjate!, su pata es más larga que la mía. ¡Paf! ¡Fuera con ella! Ahí va uno que tiene un chichón detrás de la oreja, un chichoncito insignificante, pero le duele, y todavía le va a doler más.

Y se echaban sobre él, y lo agarraban, y acababan comiéndoselo por culpa del chichón. Otro permanecía quieto, pacífico como una doncellita; sólo pedía tranquilidad y paz. Pero la doncellita no pudo quedarse en su rincón: tuvo que salir, la agarraron y, en un momento, estuvo descuartizada y devorada.

- ¡Es muy divertido! -dijo el brujo.
- Sí, pero ¿qué crees que es? -preguntó Crible-Crable -. ¿Eres capaz de adivinarlo?
- Toma, pues es muy fácil -respondió el otro-. Es Copenhague o cualquiera otra gran ciudad, todas son iguales. Es una gran ciudad, la que sea.
- ¡Es agua del charco! - contestó Crible-Crable.


FINIS

martes, 11 de diciembre de 2007

La sombra

/
Un cuento de Hans Christian Andersen - 044

¡Es terrible lo que quema el sol en los países cálidos! Las gentes se vuelven muy morenas, y en los países más tórridos su piel se quema hasta hacerse negra. Pero ahora vais a oír la historia de un sabio que de los países fríos pasó sin transición a los cálidos, y creía que podría seguir viviendo allí como en su tierra. Muy pronto tuvo que cambiar de opinión. Durante el día tuvo que seguir el ejemplo de todas las personas juiciosas: permanecer en casa, con los postigos de puertas y ventanas bien cerrados. Hubiérase dicho que la casa entera dormía o que no había nadie en ella. Para empeorar las cosas, la estrecha calle de altos edificios, en la que residía nuestro hombre, estaba orientada de manera que en ella daba el sol desde el mediodía hasta el ocaso; era realmente inaguantable. El sabio de las tierras frías era un hombre joven e inteligente; tenía la impresión de estar encerrado en un horno ardiente, y aquello lo afectó de tal modo que adelgazó terriblemente, tanto, que hasta su sombra se contrajo y redujo, volviéndose mucho más pequeña que cuando se hallaba en su país; el sol la absorbía también. Sólo se recuperaban al anochecer, una vez el astro se había ocultado.

Era un espectáculo que daba gusto. No bien se encendía la luz de la habitación, la sombra se proyectaba entera en la pared, en toda su longitud; debía estirarse para recobrar las fuerzas. El sabio salía al balcón, para estirarse en él, y en cuanto aparecían las estrellas en el cielo sereno y maravilloso, se sentía pasar de muerte a vida.

En todos los balcones de las casas - en los países cálidos, todas las casas tienen balcones - se veía gente; pues el aire es imprescindible, incluso cuando se es moreno como la caoba. Todo se animaba, arriba y abajo. Zapateros, sastres y ciudadanos en general salían a la calle con sus mesas y sillas, y ardía la luz, y más de mil luces, y todos hablaban unos con otros y cantaban, y algunos paseaban, mientras rodaban coches y pasaban mulos, haciendo sonar sus cascabeles. Desfilaban entierros al son de cantos fúnebres, los golfillos callejeros encendían petardos, repicaban las campanas; en suma, que en la calle reinaba una gran animación. Una sola casa, la fronteriza a la ocupada por el sabio extranjero, se mantenía en absoluto silencio, y, sin embargo, la habitaba alguien, pues había flores en el balcón, flores que crecían ubérrimas bajo el sol ardoroso, cosa que habría sido imposible de no ser regadas; alguien debía regarlas, pues, y, por tanto, alguien debía de vivir en la casa. Al atardecer abrían también el balcón, pero el interior quedaba oscuro, por lo menos las habitaciones delanteras; del fondo llegaba música.

Al sabio extranjero aquella música le parecía maravillosa, pero tal vez era pura imaginación suya, pues lo encontraba todo estupendo en los países cálidos; ¡lástima que el sol quemara tanto! El patrón de la casa donde residía le dijo que ignoraba quién vivía enfrente; nunca se veía a nadie, y en cuanto a la música, la encontraba aburrida. Era como si alguien estudiase una pieza, siempre la misma, sin lograr aprenderla. «¡La sacaré!», piensa; pero no lo conseguirá, por mucho que toque.

Una noche el forastero se despertó. Dormía con el balcón abierto, el viento levantó la cortina, y al hombre le pareció que del balcón fronterizo venía un brillo misterioso; todas las flores relucían como llamas, con los colores más espléndidos, y en medio de ellas había una esbelta y hermosa doncella; parecía brillar ella también. El sabio se sintió deslumbrado, pero hizo un esfuerzo para sacudiese el sueño y abrió los ojos cuanto pudo. De un salto bajó de la cama; sin hacer ruido se deslizó detrás de la cortina, pero la muchacha había desaparecido, y también el resplandor; las flores no relucían ya, pero seguían tan hermosas como de costumbre; la puerta estaba entornada, y en el fondo resonaba una música tan deliciosa, que verdaderamente parecía cosa de sueño. Era como un hechizo; pero, ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la entrada propiamente dicha? La planta baja estaba enteramente ocupada por tiendas, y no era posible que en éstas estuviera la entrada.

Un atardecer se hallaba el sabio sentado en su balcón; tenía la luz a su espalda, por lo que era natural que su sombra se proyectase sobre la pared de enfrente, al otro lado de la calle, entre las flores del balcón; y cuando el extranjero se movía, movíase también ella, como ya se comprende.

- Creo que mi sombra es lo único viviente que se ve ahí delante -dijo el sabio-. ¡Cuidado que está graciosa, sentada entre las flores! La puerta está entreabierta. Es una oportunidad que mi sombra podría aprovechar para entrar adentro; a la vuelta me contaría lo que hubiese visto. ¡Venga, sombra -dijo bromeando-, anímate y sírveme de algo! Entra, ¿quieres? -y le dirigió un signo con la cabeza, signo que la sombra le devolvió-. Bueno, vete, pero no te marches del todo -. El extranjero se levantó, y la sombra, en el balcón fronterizo, levantóse a su vez; el hombre se volvió, y la sombra se volvió también. Si alguien hubiese reparado en ello, habría observado cómo la sombra se metía, por la entreabierta puerta del balcón, en el interior de la casa de enfrente, al mismo tiempo que el forastero entraba en su habitación, dejando caer detrás de si la larga cortina.

A la mañana siguiente nuestro sabio salió a tomar café y leer los periódicos. - ¿Qué significa esto? -dijo al entrar en el espacio soleado-. ¡No tengo sombra! Entonces será cierto que se marchó anoche y no ha vuelto. ¡Esto sí que es bueno!

Le fastidiaba la cosa, no tanto por la ausencia de la sombra como porque conocía el cuento del hombre que había perdido su sombra, cuento muy popular en los países fríos. Y cuando el sabio volviera a su patria y explicara su aventura, todos lo acusarían de plagiario, y no quería pasar por tal. Por eso prefirió no hablar del asunto, y en esto obró muy cuerdamente.

Al anochecer salió de nuevo al balcón, después de colocar la luz detrás de él, pues sabía que la sombra quiere tener siempre a su señor por pantalla; pero no hubo medio de hacerla comparecer. Se hizo pequeño, se agrandó, pero la sombra no se dejó ver. El hombre la llamó con una tosecita significativa: ¡ajem, ajem!, pero en vano.

Era, desde luego, para preocuparse, aunque en los países cálidos todo crece con gran rapidez, y al cabo de ocho días observó nuestro sabio, con gran satisfacción, que, tan pronto como salía el sol, le crecía una sombra nueva a partir de las piernas; por lo visto, habían quedado las raíces. A las tres semanas tenía una sombra muy decente, que, en el curso del viaje que emprendió a las tierras septentrionales, fue creciendo gradualmente, hasta que al fin llegó á ser tan alta y tan grande, que con la mitad le habría bastado.

Así llegó el sabio a su tierra, donde escribió libros acerca de lo que en el mundo hay de verdadero, de bueno y de bello. De esta manera pasaron días y años; muchos años.

Una tarde estaba nuestro hombre en su habitación, y he aquí que llamaron a la puerta muy quedito.
- ¡Adelante! -dijo, pero no entró nadie. Se levantó entonces y abrió la puerta: se presentó a su vista un hombre tan delgado, que realmente daba grima verlo. Aparte esto, iba muy bien vestido, y con aire de persona distinguida.
- ¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el sabio.

- Ya decía yo que no me reconocería -contestó el desconocido-. Me he vuelto tan corpórea, que incluso tengo carne y vestidos. Nunca pensó usted en verme en este estado de prosperidad. ¿No reconoce a su antigua sombra? Sin duda creyó que ya no iba a volver. Pues lo he pasado muy bien desde que me separé de usted. He prosperado en todos los aspectos. Me gustaría comprar mi libertad, tengo medios para hacerlo -. E hizo tintinear un manojo de valiosos dijes que le colgaban del reloj, y puso la mano en la recia cadena de oro que llevaba alrededor del cuello. ¡Cómo refulgían los brillantes en sus dedos! Y todos auténticos, además.

- Pues no, no acierto a explicarme... -dijo el sabio-. ¿Qué significa todo esto?
- No es corriente, desde luego, -respondió la sombra-, pero es que usted también se sale de lo ordinario, y yo, bien lo sabe, desde muy pequeña seguí sus pasos. En cuanto usted creyó que yo estaba en situación de ir por esos mundos de Dios, me fui por mi cuenta. Ahora estoy en muy buena situación, pero una especie de anhelo me impulsó a volver a verlo antes de su muerte, pues usted debe morir. Además, me apetecía visitar de nuevo estas tierras, pues uno quiere a su patria. Sé que usted tiene otra sombra; ¿he de pagarle algo a usted o a ella? Dígamelo, por favor.

- ¿De verdad eres tú? -exclamó el sabio-. ¡Es asombroso! Jamás hubiera creído que una vieja sombra pudiese volver en figura humana.
- Dígame cuánto tengo que abonarle -insistió la sombra pues me molesta estar en deuda con alguien.
- ¡Qué cosas tienes! -exclamó el sabio-. Aquí no se trata de deudas. Puedes sentirte tan libre como cualquiera. Me alegro mucho de tu buena fortuna. Siéntate, mi vieja amiga, y cuéntame tan sólo lo que ocurrió y lo que viste, en las tierras cálidas, en aquella casa de enfrente.

- Voy a contárselo -dijo la sombra, tomando asiento-, pero tiene que prometerme no decir a nadie que yo fui un día su sombra; pues a lo mejor volvemos a encontrarnos en esta ciudad. Mi intención es casarme; tengo de sobras para mantener a una familia.
- Tranquilízate -contestó el sabio-. Jamás diré a nadie lo que en realidad eres. Ahí va mi mano, y ya sabes que soy hombre de palabra.

- Y yo sombra de palabra -respondió ella expresándose del único modo que podía.
Sin embargo, era curioso que se hubiera hecho tan humana. Vestía de negro, su traje era de finísimo paño, llevaba zapatos de charol, y un sombrero que sólo consistía en copa y ala, por no decir nada de lo que ya sabemos: la cadena de oro y las sortijas de brillantes. Sí, la sombra vestía con gran elegancia, y eso era precisamente lo que hacía de ella un ser humano.

- Pues voy a contarle -dijo, apoyando los pies, con los zapatos encharolados, sobre el brazo de la nueva sombra con toda la fuerza posible; nos referimos a la segunda sombra que al sabio le habla nacido, y que permanecía echada a sus pies como un perrillo. Lo hizo, ora por orgullo, ora para que se le quedase pegada. La sombra del suelo se estuvo muy quietecita y callada; no quería perder palabra del relato, pues tenía gran interés en enterarse de cómo podía emanciparse y convertirse en una persona independiente.

- ¿Sabe quién residía en la casa de enfrente? -dijo la sombra-. ¡Pues la belleza máxima, la Poesía! Yo estuve allí tres semanas, y el efecto es el mismo que si se viviese tres mil años y se leyese todo lo que se ha compuesto y escrito. Lo afirmo y es la verdad. Lo he visto todo y todo lo sé.
- ¡La Poesía! -exclamó el sabio-. Sí, no es raro que viva sola en las grandes ciudades. ¡La Poesía! La vi un solo y breve momento, pero estaba medio dormido. Salió al balcón, reluciente como la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Tú estuviste en el balcón, entraste en la casa y...

- Me encontré en la antesala -continuó la sombra-. Usted seguía mirando más allá de la habitación. No había luz, reinaba una especie de penumbra, pero estaban abiertas las puertas de una larga serie de aposentos y salones, situados unos enfrente de otros. Dentro, la claridad era vivísima, y la luz me habría fulminado si hubiera entrado directamente en la habitación de la doncella; pero fui prudente y me tomé tiempo, que es lo que debe hacerse.

- ¿Y qué viste luego? -preguntó el sabio.
- Lo vi todo y se lo voy a contar, pero - y conste que no es presunción -, dada mi condición de ser libre y los conocimientos que poseo, para no hablar ya de mi buena posición y fortuna, creo no estaría de más que me tratase de usted.
- Le pido mil perdones -respondió el sabio-, ¡es una vieja costumbre tan arraigada! Tiene usted toda la razón y trataré de no olvidarlo. Pero cuénteme todo lo que vio.
- Todo -asintió la sombra-, pues lo he visto todo y lo sé todo.

- ¿Qué aspecto ofrecían aquellas salas, las más interiores? ¿No eran acaso como el verde bosque? ¿No tenía uno la impresión de hallarse en un santuario? ¿No eran las salas como el cielo estrellado, cuando uno lo mira desde la cima de las montañas?
- De todo había -dijo la sombra-. No entré enteramente, sino que me quedé en la habitación primera, en la penumbra; pero estaba muy bien situada, pues lo vi todo y me enteré de todo. Estuve en la antesala de la corte de la Poesía.
- Pero, ¿qué es lo que vio? ¿Pasaron acaso por los grandes salones todos los dioses de la Antigüedad? ¿Combatían los antiguos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?

- Le digo que estuve allí, y comprenderá sin duda que vi cuanto había que ver. Si usted hubiera entrado, no se habría convertido en hombre, pero yo sí, y al mismo tiempo conocí mi naturaleza íntima, mi condición innata, mi parentesco con la Poesía. Cuando vivía con usted no pensaba en ello, pero, bien lo sabe, al salir y ponerse el sol, adquiría yo unas proporciones sorprendentes, y a la luz de la luna era casi más visible que usted mismo. Entonces no comprendía mi naturaleza, pero en la antesala de la Poesía se me reveló plenamente. Me convertí en ser humano. Salí de allí maduro, pero usted se había marchado ya de las tierras cálidas. Me daba vergüenza mostrarme en mi nueva condición humana, tal como, iba; necesitaba zapatos, vestidos, todo ese barniz que distingue al hombre. Busqué refugio - a usted se lo diré, pero no vaya a ponerlo en ningún libro -, busqué refugio en las faldas de la cocinera, me escondí debajo de ellas. La mujer no tenía idea de lo que encerraba.

Sólo de noche salía yo a rondar por las calles bajo la luz de la luna; me apretaba tan largo como era contra la pared - ¡producía un cosquilleo tan agradable en la espalda! - corría de un lado para otro, por los tejados y las ventanas más altas miraba al interior de las casas; veía lo que nadie podía ver y presencié lo que nadie más ha presenciado ni debiera presenciar. En el fondo, es un mundo muy malo.

No me habría interesado convertirme en ser humano si no fuera por la especial distinción que ello confiere. Vi lo más increíble, en las mujeres, en los hombres, en los padres y en los tiernos hijos; vi -prosiguió la sombra- lo que nadie debiera saber y que, sin embargo, todos se afanan por saber: lo malo en casa del vecino. Si hubiese publicado un periódico, ¡qué éxito el mío! Pero opté por escribir a las mismas personas, y cundió el espanto en todas las ciudades, a las que llegaba. Sentían terror de mí, y al propio tiempo me apreciaban. Los profesores me tomaban por uno de ellos, los sastres me daban trajes nuevos, estoy bien provisto; el jefe de la casa de la moneda acuñó monedas para mí, y las mujeres decían que era muy guapo. Así llegué a ser el personaje que soy, y ahora me despido.. Ahí tiene mi tarjeta; vivo en la parte soleada, y cuando llueve estoy siempre en casa-. Y la sombra se marchó.

- ¡Qué cosa más extraña! -dijo el sabio.
Transcurrió un año, y la sombra se presentó de nuevo.

- ¿Qué tal? -preguntó.
- ¡Ay! -contestó el sabio-. Yo venga escribir acerca de la verdad, la bondad y la belleza, pero nadie me hace caso. Estoy desesperado, pues esto significa mucho para mí.
- Pues a mí me preocuparía muy poco -dijo la sombra-. Yo engordo, y esto es lo que hay que procurar. Usted no sabe comprender el mundo; caerá enfermo como siga así. Debe viajar. Yo voy a emprender un viaje en verano, ¿quiere acompañarme? Me gustaría tener un compañero. ¿Quiere venir como mi sombra? Tendré mucho gusto en llevarlo; le pagaré los gastos.

- ¡Va usted demasiado lejos! -dijo el sabio.
- Depende de como se lo tome -observó la sombra-. Un viaje le haría mucho bien. Si se aviene a ser mi sombra, lo tendrá todo gratis.
- ¡Basta de locuras! -exclamó el sabio.
- ¡Pero si el mundo es así -replicó la sombra- y seguirá así! -. Y se marchó.
Las cosas le iban mal al sabio; lo perseguían las preocupaciones y los disgustos; y todo lo que escribía sobre la verdad, la bondad y la belleza, era apreciado por la mayoría como las rosas lo son por una vaca. Al fin cayó enfermo.

- ¡Parece usted una sombra! -decíale la gente; y al oírlo sentía cómo un escalofrío le recorría la espalda.
- Vaya una temporada a un balneario -le aconsejó la sombra en la siguiente visita-; es su único remedio. En consideración a nuestras antiguas relaciones, lo llevaré conmigo. Le pagaré el viaje, usted escribirá la crónica y me distraerá durante el camino. Pienso ir a tomar las aguas, pues la barba no me crece como debiera, lo cual no deja de ser una enfermedad, pues hay que tener barba. Sea razonable y acepte mi ofrecimiento; viajaremos como compañeros.

Y partieron; la sombra de señor, y el señor de sombra. Iban siempre juntos, en coche, a pie o a caballo, el uno delante y el otro detrás o de lado, según la posición del sol en el cielo. La sombra se las arreglaba para ocupar siempre el lugar de precedencia, y el sabio no dejaba de advertirlo. Era muy bondadoso, dulce y amable, y un día dijo a la sombra:

- Puesto que somos compañeros de viaje y además crecimos juntos, ¿por qué no nos tuteamos? Sería mucho más cordial.
La sombra, que se había convertido en el verdadero señor, replicó:
- Aprecio la franqueza y la buena intención con que me habla, y yo voy a corresponderle con la misma franqueza y sinceridad. Usted, que es hombre docto, sabe sin duda cuán rara es la Naturaleza. Ciertas personas no pueden tocar papel gris, pues les marea; otras no resisten el ruido de un clavo rascando un cristal. Pues a mí me produce una impresión similar cada vez que lo oigo tratarme de tú; me siento como aplastado contra el suelo, como cuando ocupaba mí antigua posición. Ya ve que se trata de un sentimiento, no de orgullo. No puedo permitir que usted me tutee, pero en cambio yo lo trataré de tú con mucho gusto, con lo cual quedará satisfecha la mitad de su deseo.
Y la sombra se puso a tutear a su ex-señor.

«Realmente, pasa ya de la raya -pensó el sabio- que yo tenga que tratarla de usted y, en cambio, ella me trate a mi de tú». Pero tuvo que resignarse.
Llegaron a un balneario donde había muchos extranjeros, entre ellos una hermosa princesa aquejada de una rara enfermedad: su vista era excesivamente penetrante, lo cual era para inquietar a cualquiera.

Enseguida se dio cuenta de que el nuevo huésped era completamente distinto de todos los demás.

- Dicen que ha venido para que le crezca la barba, pero el verdadero motivo yo lo sé: es que no puede proyectar sombra.
Despertada su curiosidad, procuró entrar enseguida en relación con el recién llegado. Por su calidad de princesa no necesitaba andarse con muchas ceremonias, por lo que, al encontrarse con él en el paseo, le dijo:

- La enfermedad de usted es que no tiene sombra.
- ¡Su Alteza Real ha mejorado mucho de su dolencia! -dijo la sombra-. Sé que su mal consiste en tener la visión demasiado aguda, pero observo que se ha curado. El caso es que tengo una sombra que se aparta de lo vulgar. ¿Ve Vuestra Alteza este personaje que me acompaña constantemente? Los demás tienen una sombra ordinaria, pero a mí lo corriente no me gusta. Es frecuente que se vista a los criados con una librea de tela más fina que la que lleva el señor; por la misma razón, he vestido de persona a mi sombra. Fíjese que incluso le he suministrado una sombra propia. Es muy costoso, pero me deleita poseer algo que sea exclusivamente mío. «¿Cómo?», pensó la princesa. «¿Es posible que me haya curado? Este balneario es el mejor de todos. En nuestra época el agua posee virtudes sorprendentes. Pero no me marcharé, pues esto empieza ahora a resultar divertido; este extranjero me gusta. Ojalá no le crezca la barba, pues entonces se marcharía enseguida».

Aquella noche, en el gran salón de fiestas, bailaron la princesa y la sombra. Con ser ella muy ligera, la sombra lo era mucho más; nunca había bailado con una pareja como aquélla. Le dijo de qué país era y resultó que él lo conocía; había estado en él, en ausencia de la princesa. Se había asomado a las ventanas y escudriñado los pisos de arriba y los de abajo; lo vio todo; por eso pudo responder a su interlocutora y darle tales noticias que quedó admirada. Sin duda era el hombre más sabio del mundo entero. Sintió gran respeto por su ciencia, y cuando volvieron a bailar, ella se enamoró; bien lo observó la sombra, pues la princesa lo había atravesado con sus miradas. Bailaron por tercera vez, y ella estuvo a punto de confesárselo; pero logró contenerse prudentemente, pensando en su país, en su reino y en sus numerosos súbditos. «Es un sabio -se dijo-, lo cual está bien; y baila magníficamente, lo cual es otra cualidad. Pero tengo que averiguar si posee conocimientos fundamentales». Y se puso a formularle preguntas dificilísimas, que ella misma no hubiera sabido contestar: la sombra puso una cara muy extraña.

- ¡Esto usted no lo sabe! -dijo la princesa.
- Lo aprendí ya siendo niño -respondió la sombra-. Estoy seguro de que incluso mi sombra, que está en la puerta, sería capaz de contestarle.
- ¡Su sombra! -exclamó la princesa-. ¡Esto sería aún más peregrino!
- No le aseguro que pueda hacerlo -contestó la sombra pero tengo mis motivos para creerlo. ¡Lleva tantos años siguiéndome y me ha oído tantas veces! Pero permítame que advierta a Vuestra Alteza que su mayor orgullo es el ser tenida por un ser humano. Cuando está de buenas - y es necesario que esté de buen humor para responder - ha de ser tratada como una persona.
- Eso me gusta -dijo la princesa. Y, dirigiéndose al sabio, que permanecía en la puerta, le habló del Sol y de la Luna y de lo que hay en el exterior y el interior del hombre; y a todo le respondió.

«¡Qué hombre tan excepcional debe de ser, para tener una sombra tan erudita! -pensó-. Sería una bendición para mi pueblo que lo erigiese por marido. ¡Lo haré!».
Pronto llegaron a un acuerdo la princesa y la sombra. Pero nadie debería saberlo antes del regreso de ella a su patria.

- ¡Nadie, ni siquiera mi sombra! -insistió ésta, que tenía sus reservas mentales.
Y llegaron al país en que reinaba la princesa.
- Escucha, mi buen amigo -dijo la sombra al sabio-, he llegado al máximo grado de felicidad y poder que puede alcanzar un hombre; voy a hacer por ti algo extraordinario. Vivirás siempre conmigo en palacio, montarás en mi real carroza y dispondrás de cien mil escudos anuales; pero es necesario que dejes que todos te llamen sombra; no debes decir que fuistes un hombre; y una vez al año, cuando yo me siente en el balcón a la vista de la multitud, te echarás a mis pies, como es propio de una sombra. Has de saber que me caso con la hija del Rey; la boda se celebrará esta noche.

- ¡Alto! Esto es ya demasiado -replicó el sabio-. ¡No quiero y no lo haré! Sería tanto como engañar a todo el país, y a la princesa por añadidura. Lo revelaré todo: que yo soy un ser humano, y tú una sombra, sólo que vestida.
- Nadie te creerá -dijo la sombra-. Sé razonable o llamo a la guardia.
- Me voy inmediatamente a ver a la princesa -respondió el sabio.
- Yo iré primero -dijo la sombra-, y tú irás a la cárcel -. Y así fue, pues los centinelas obedecieron a aquél que, según sabían, se casaría con la hija del Rey.
- Estás temblando -exclamó la princesa al presentarse la sombra en su habitación-. ¿Te ha ocurrido algo? No vayas a caer enfermo, hoy que ha de celebrarse nuestra boda.

- ¡Me ha sucedido lo más horrible que quepa imaginar! -dijo la sombra. Figúrate (aunque claro está que al cerebro de una sombra no se le puede pedir gran cosa) que mi sombra se ha vuelto loca. Ha dado en creer que es un hombre y que, ¡fíjate!, la sombra soy yo.
- ¡Esto es horrible! -dijo la princesa-. ¿La han encerrado?
- ¡Sí! Y me temo que no sanará nunca.
- ¡Pobre sombra! -dijo la princesa-, es bien desgraciada. Sería una buena acción liberarla de la poca vida que tiene. Y, pensándolo bien, creo que será necesario acabar con ella sin armar ruido.

- ¡Es dura cosa! -observó la sombra-, pues siempre fue una fiel servidora -. Y simuló que suspiraba.
- ¡Qué alma más noble! -dijo la princesa.
Aquella noche iluminóse toda la ciudad y fueron disparadas salvas de artillería: ¡bum!; y las tropas presentaron armas. ¡Vaya boda! La princesa y la sombra salieron al balcón para que el pueblo los viese y los aclamase.
El sabio no supo nada de todas aquellas magnificencias: le habían quitado la vida.


FINIS

sábado, 8 de diciembre de 2007

La casa vieja

-
Un cuento de Hans Christian Andersen - 043


Había en una callejuela una casa muy vieja, muy vieja; tenía casi trescientos años, según podía leerse en las vigas, en las que estaba escrito el año, en cifras talladas sobre una guirnalda de tulipanes y hojas de lúpulo. Había también versos escritos en el estilo de los tiempos pasados, y sobre cada una de las ventanas en la viga, se veía esculpida una cara grotesca, a modo de caricatura. Cada piso sobresalía mucho del inferior, y bajo el tejado habían puesto una gotera con cabeza de dragón; el agua de lluvia salía por sus fauces, pero también por su barriga, pues la canal tenía un agujero.

Todas las otras casas de la calle eran nuevas y bonitas, con grandes cristales en las ventanas y paredes lisas; bien se veía que nada querían tener en común con la vieja, y seguramente pensaban:
«¿Hasta cuándo seguirá este viejo armatoste, para vergüenza de la calle? Además, el balcón sobresale de tal modo que desde nuestras ventanas nadie puede ver lo que pasa allí. La escalera es ancha como la de un palacio y alta como la de un campanario. La barandilla de hierro parece la puerta de un panteón, y además tiene pomos de latón. ¡Habráse visto!».

Frente por frente había también casas nuevas que pensaban como las anteriores; pero en una de sus ventanas vivía un niño de coloradas mejillas y ojos claros y radiantes, al que le gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como a la de la luna. Se entretenía mirando sus decrépitas paredes, y se pasaba horas enteras imaginando los cuadros más singulares y el aspecto que años atrás debía de ofrecer la calle, con sus escaleras, balcones y puntiagudos hastiales; veía pasar soldados con sus alabardas y correr los canalones como dragones y vestiglos. Era realmente una casa notable. En el piso alto vivía un anciano que vestía calzón corto, casaca con grandes botones de latón y una majestuosa peluca. Todas las mañanas iba a su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la limpieza y hacía los recados; aparte él, el anciano de los calzones cortos vivía completamente solo en la vetusta casona. A veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le correspondía de igual modo. Así se conocieron, y entre ellos nació la amistad, a pesar de no haberse hablado nunca; pero esto no era necesario.
El chiquillo oyó cómo sus padres decían:

- El viejo de enfrente parece vivir con desahogo, pero está terriblemente solo.
El domingo siguiente el niño cogió un objeto, lo envolvió en un pedazo de papel, salió a la puerta y dijo al mandadero del anciano:
- Oye, ¿quieres hacerme el favor de dar esto de mi parte al anciano señor que vive arriba? Tengo dos soldados de plomo y le doy uno, porque sé que está muy solo.
El viejo sirviente asintió con un gesto de agrado y llevó el soldado de plomo a la vieja casa. Luego volvió con el encargo de invitar al niño a visitar a su vecino, y el niño acudió, después de pedir permiso a sus padres.

Los pomos de latón de la barandilla de la escalera brillaban mucho más que de costumbre; diríase que los habían pulimentado con ocasión de aquella visita; y parecía que los trompeteros de talla, que estaban esculpidos en la puerta saliendo de tulipanes, soplaran con todas sus fuerzas y con los carrillos mucho más hinchados que lo normal. «¡Taratatrá! ¡Que viene el niño! ¡Taratatrá!», tocaban; y se abrió la puerta. Todas las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de antiguos cuadros representando caballeros con sus armaduras y damas vestidas de seda; y las armas rechinaban, y las sedas crujían. Venía luego una escalera que, después de subir un buen trecho, volvía a bajar para conducir a una azotea muy decrépita, con grandes agujeros y largas grietas, de las que brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el patio y las paredes estaban revestidas de verdor, y aun no siendo más que un terrado, parecía un jardín. Había allí viejas macetas con caras pintadas, y cuyas asas eran orejas de asno; pero las flores crecían a su antojo, como plantas silvestres. De uno de los tiestos se desparramaban en todos sentidos las ramas y retoños de una espesa clavellina, y los retoños hablaban en voz alta, diciendo: «¡He recibido la caricia del aire y un beso del sol, y éste me ha prometido una flor para el domingo, una florecita para el domingo!».
Pasó luego a una habitación cuyas paredes estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado de flores doradas.

El dorado se desluce
pero el cuero queda,
decían las paredes.

Había sillones de altos respaldos, tallados de modo pintoresco y con brazos a ambos lados. «¡Siéntese! ¡Tome asiento! -decían-. ¡Ay! ¡Cómo crujo! Seguramente tendré la gota, como el viejo armario. La gota en la espalda, ¡ay!».
Finalmente, el niño entró en la habitación del mirador, en la cual estaba el anciano.

- Muchas gracias por el soldado de plomo, amiguito mío -dijo el viejo-. Y mil gracias también por tu visita.
«¡Gracias, gracias!», o bien «¡crrac, crrac!», se oía de todos los muebles. Eran tantos, que casi se estorbaban unos a otros, pues, todos querían ver al niño.
En el centro de la pared colgaba el retrato de una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil, pero vestida a la antigua, con el pelo empolvado y las telas tiesas y holgadas; no dijo ni «gracias» ni «crrac», pero miraba al pequeño con ojos dulces. Éste preguntó al viejo:

-¿ De dónde lo has sacado?
- Del ropavejero de enfrente -respondió el hombre-. Tiene muchos retratos. Nadie los conoce ni se preocupa de ellos, pues todos están muertos y enterrados; pero a ésta la conocí yo en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que murió.
Bajo el cuadro colgaba, dentro de un marco y cubierto con cristal, un ramillete de flores marchitas; seguramente habrían sido cogidas también medio siglo atrás, tan viejas parecían. El péndulo del gran reloj marcaba su tictac, y las manecillas giraban, y todas las cosas de la habitación se iban volviendo aún más viejas; pero ellos no lo notaron.

- En casa dicen -observó el niño- que vives muy solo.
- ¡Oh! -sonrió el anciano-, no tan solo como crees. A menudo vienen a visitarme los viejos pensamientos, con todo lo que traen consigo, y, además, ahora has venido tú. No tengo por qué quejarme.
Entonces sacó del armario un libro de estampas, entre las que figuraban largas comitivas, coches singularísimos como ya no se ven hoy día, soldados y ciudadanos con las banderas de las corporaciones: la de los sastres llevaba unas tijeras sostenidas por dos leones; la de los zapateros iba adornada con un águila, sin zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues los zapateros lo quieren tener todo doble, para poder decir: es un par. ¡Qué hermoso libro de estampas!
El anciano pasó a otra habitación a buscar golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la vieja casa no carecía de encantos.

- ¡No lo puedo resistir! -exclamó de súbito el soldado de plomo desde su sitio encima de la cómoda-. Esta casa está sola y triste. No; quien ha conocido la vida de familia, no puede habituarse a esta soledad. ¡No lo resisto! El día se hace terriblemente largo, y la noche, más larga aún. Aquí no es como en tu casa, donde tu padre y tu madre charlan alegremente, y donde tú y los demás chiquillos estáis siempre alborotando. ¿Cómo puede el viejo vivir tan solo? ¿Imaginas lo que es no recibir nunca un beso, ni una mirada amistosa, o un árbol de Navidad? Una tumba es todo lo que espera. ¡No puedo resistirlo!

- No debes tomarlo tan a la tremenda -respondió el niño-. Yo me siento muy bien aquí. Vienen de visita los viejos pensamientos, con toda su compañía de recuerdos.
- Sí, pero yo no los veo ni los conozco -insistió el soldado de plomo-. No puedo soportarlo.
- Pues no tendrás más remedio -dijo el chiquillo.
Volvió el anciano con cara risueña y con riquísimas confituras, manzanas y nueces, y el pequeño ya no se acordó más del soldado.
Regresó a su casa contento y feliz; transcurrieron días y semanas; entre él y la vieja casa se cruzaron no pocas señas de simpatía, y un buen día el chiquillo repitió la visita.

Los trompeteros de talla tocaron: «¡Taratatrá! ¡Ahí llega el pequeño! ¡Taratatrá!»; entrechocaron los sables y las armaduras de los retratos de los viejos caballeros, crujieron las sedas, «habló» el cuero de cerdo, y los antiguos sillones que sufrían de gota en la espalda soltaron su ¡ay! Todo ocurrió exactamente igual que la primera vez, pues allí todos los días eran iguales, y las horas no lo eran menos.
- ¡No puedo resistirlo! -exclamó el soldado-. He llorado lágrimas de plomo. ¡Qué tristeza la de esta casa! Prefiero que me envíes a la guerra, aunque haya de perder brazos y piernas. Siquiera allí hay variación. ¡No lo resisto más! Ahora ya sé lo que es recibir la visita de sus viejos pensamientos, con todos los recuerdos que traen consigo. Los míos me han visitado también, y, créeme, a la larga no te dan ningún placer; he estado a punto de saltar de la cómoda. Os veía a todos allá enfrente, en casa, tan claramente como si estuvieseis aquí; volvía a ser un domingo por la mañana, ya sabes lo que quiero decir. Todos los niños colocados delante de la mesa, cantabais vuestra canción, la de todas las mañanas, con las manitas juntas.

Vuestros padres estaban también con aire serio y solemne, y entonces se abrió la puerta y trajeron a vuestra hermanita María, que no ha cumplido aún los dos años y siempre se pone a bailar cuando oye música, de cualquier especie que sea. No estaba bien que lo hiciera, pero se puso a bailar; no podía seguir el compás, pues las notas eran muy largas; primero se sostenía sobre una pierna e inclinaba la cabeza hacia delante, luego sobre la otra y volvía a inclinarla, pero la cosa no marchaba.

Todos estabais allí muy serios, lo cual no os costaba poco esfuerzo, pero yo me reía para mis adentros, y, al fin, me caí de la mesa y me hice un chichón que aún me dura; pero reconozco que no estuvo bien que me riera. Y ahora todo vuelve a desfilar por mi memoria; y esto son los viejos pensamientos, con lo que traen consigo. Dime, ¿cantáis todavía los domingos? Cuéntame algo de Marita, y ¿qué tal le va a mi compañero, el otro soldado de plomo? De seguro que es feliz. ¡Vamos, que no puedo resistirlo!
- Lo siento, pero ya no me perteneces -dijo el niño-. Te he regalado, y tienes que quedarte. ¿No lo comprendes?

Entró el viejo con una caja que contenía muchas cosas maravillosas: una casita de yeso, un bote de bálsamo y naipes antiguos, grandes y dorados como hoy ya no se estilan. Abrió muchos cajones, y también el piano, cuya tapa tenía pintado un paisaje en la parte interior; dio un sonido ronco cuando el hombre lo tocó; y en voz queda, éste se puso a cantar una canción.
- ¡Ella sí sabía cantarla! -dijo, indicando con un gesto de la cabeza el cuadro que había comprado al trapero; y en sus ojos apareció un brillo inusitado.

- ¡Quiero ir a la guerra, quiero ir a la guerra! -gritó el soldado de plomo con todas sus fuerzas; y se precipitó al suelo.
- ¿Dónde se habrá metido? Lo buscó el viejo y lo buscó el niño, pero no lograron dar con él-. Ya lo encontraré -dijo el anciano; pero no hubo modo, el suelo estaba demasiado agujereado; el soldado había caído por una grieta, y fue a parar a un foso abierto.

Pasó el día, y el niño se volvió a su casa. Transcurrió aquella semana y otras varias. Las ventanas estaban heladas; el pequeño, detrás de ellas, con su aliento, conseguía despejar una mirilla en el cristal para poder ver la casa de enfrente: la nieve llenaba todas las volutas e inscripciones y se acumulaba en las escaleras, como si no hubiese nadie en la casa. Y, en efecto, no había nadie: el viejo había muerto.

Al anochecer, un coche se paró frente a la puerta y lo bajaron en el féretro; reposaría en el campo, en el panteón familiar. A él se encaminó el carruaje, sin que nadie lo acompañara; todos sus amigos estaban ya muertos. Al pasar, el niño, con las manos, envió un beso al ataúd.

Algunos días después se celebró una subasta en la vieja casa, y el pequeño pudo ver desde su ventana cómo se lo llevaban todo: los viejos caballeros y las viejas damas, las macetas de largas orejas de asno, los viejos sillones y los viejos armarios. Unos objetos partían en una dirección, y otros, en la opuesta. El retrato encontrado en casa del ropavejero fue de nuevo al ropavejero, donde quedó colgando ya para siempre, pues nadie conocía a la mujer ni se interesaba ya por el cuadro.
En primavera derribaron la casa, pues era una ruina, según decía la gente. Desde la calle se veía el interior de la habitación tapizada de cuero de cerdo, roto y desgarrado; y las plantas de la azotea colgaban mustias en torno a las vigas decrépitas. Todo se lo llevaron.

- ¡Ya era hora! -exclamaron las casas vecinas.
En el solar que había ocupado la casa vieja edificaron otra nueva y hermosa, con grandes ventanas y lisas paredes blancas; en la parte delantera dispusieron un jardincito, con parras silvestres que trepaban por las paredes del vecino. Delante del jardín pusieron una gran verja de hierro, con puerta también de hierro. Era de un efecto magnífico; la gente se detenía a mirarlo. Los gorriones se posaban por docenas en las parras, charloteando entre sí con toda la fuerza de sus pulmones, aunque no hablaban nunca de la casa vieja, de la cual no podían acordarse.
Pasaron muchos años, y el niño se había convertido en un hombre que era el orgullo de sus padres. Se había casado, y, con su joven esposa, se mudó a la casa nueva del jardín. Estaba un día en el jardín junto a su esposa, mirando cómo plantaba una flor del campo que le había gustado. Lo hacía con su mano diminuta, apretando la tierra con los dedos. - ¡Ay! -. ¿Qué es esto? Se había pinchado; y sacó del suelo un objeto cortante.

¡Era él! -imaginaos-, ¡el soldado de plomo!, el mismo que se había perdido en el piso del anciano. Extraviado entre maderas y escombros, ¡cuántos años había permanecido enterrado!
La joven limpió el soldado, primero con una hoja verde, y luego con su fino pañuelo, del que se desprendía un perfume delicioso. Al soldado de plomo le hizo el efecto de que volvía en sí de un largo desmayo.

- Deja que lo vea -dijo el joven, riendo y meneando la cabeza-. Seguramente no es el mismo; pero me recuerda un episodio que viví con un soldado de plomo siendo aún muy niño -. Y contó a su esposa lo de la vieja casa y el anciano y el soldado que le había enviado porque vivía tan solo. Y se lo contó con tanta naturalidad, tal y como ocurriera, que las lágrimas acudieron a los ojos de la joven.

- Es muy posible que sea el mismo soldado -dijo-. Lo guardaré y pensaré en todo lo que me has contado. Pero quisiera que me llevases a la tumba del viejo.
- No sé dónde está -contestó él-, y no lo sabe nadie. Todos sus amigos habían ya muerto, nadie se preocupó de él, y yo era un chiquillo.

- ¡Qué solo debió de sentirse! -dijo ella.
- ¡Espantosamente solo! -exclamó el soldado de plomo. Pero ¡qué bella cosa es no ser olvidado!
- ¡Muy bien! -gritó algo muy cerca; pero aparte el soldado, nadie vio que era un jirón del tapiz de cuero de cerdo. Le faltaba todo el dorado y se confundía con la tierra húmeda, pero tenía su opinión y la expresó:
El dorado se desluce
pero el cuero queda.
Sin embargo, el soldado de plomo no lo pensaba así.


FINIS

martes, 4 de diciembre de 2007

El pequeño Tuk

*
Un cuento de Hans Christian Andersen - 042


Pues sí, éste era el pequeño Tuk. En realidad no se llamaba así, pero éste era el nombre que se daba a sí mismo cuando aún no sabía hablar. Quería decir Carlos, es un detalle que conviene saber. Resulta que tenía que cuidar de su hermanita Gustava, mucho menor que él, y luego tenía que aprenderse sus lecciones; pero, ¿cómo atender a las dos cosas a la vez? El pobre muchachito tenía a su hermana sentada sobre las rodillas y le cantaba todas las canciones que sabía, mientras sus ojos echaban alguna que otra mirada al libro de Geografía, que tenía abierto delante de él. Para el día siguiente habría de aprenderse de memoria todas las ciudades de Zelanda y saberse, además, cuanto de ellas conviene conocer.

Llegó la madre a casa y se hizo cargo de Gustavita. Tuk corrió a la ventana y se estuvo leyendo hasta que sus ojos no pudieron más, pues había ido oscureciendo y su madre no tenía dinero para comprar velas.
- Ahí va la vieja lavandera del callejón -dijo la madre, que se había asomado a la ventana-. La pobre apenas puede arrastrarse y aún tiene que cargar con el cubo lleno de agua desde la bomba. Anda, Tuk, sé bueno y ve a ayudar a la pobre viejecita. Harás una buena acción.

Tuk corrió a la calle a ayudarla, pero cuando estuvo de regreso la oscuridad era completa, y como no había que pensar en encender la luz, no tuvo más remedio que acostarse. Su lecho era un viejo camastro y, tendido en él estuvo pensando en su lección de Geografía, en Zelanda y todo lo que había explicado el maestro. Debiera haber seguido estudiando, pero era imposible, y se metió el libro debajo de la almohada, porque había oído decir que aquello ayudaba a retener las lecciones en la mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que se oye decir.

Y allí se estuvo piensa que te piensa, hasta que de pronto le pareció que alguien le daba un beso en la boca y en los ojos. Se durmió, y, sin embargo, no estaba dormido; era como si la anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos y le dijera: - Sería un gran pecado que mañana no supieses tus lecciones. Me has ayudado, ahora te ayudaré yo, y Dios Nuestro Señor lo hará, en todo momento.

Y de pronto el libro empezó a moverse y agitarse debajo de la almohada de nuestro pequeño Tuk.
- ¡Quiquiriquí! ¡Put, put! -. Era una gallina que venía de Kjöge.
- ¡Soy una gallina de Kjöge! -gritó, y luego se puso a contar del número de habitantes que allí había, y de la batalla que en la ciudad se había librado, añadiendo empero que en realidad no valía la pena mencionarla-. Otro meneo y zarandeo y, ¡bum!, algo que se cae: un ave de madera, el papagayo del tiro al pájaro de Prastö. Dijo que en aquella ciudad vivían tantos habitantes como clavos tenía él en el cuerpo, y estaba no poco orgulloso de ello-. Thorwaldsen vivió muy cerca de mí. ¡Cataplún! ¡Qué bien se está aquí!

Pero Tuk ya no estaba tendido en su lecho; de repente se encontró montado sobre un caballo, corriendo a galope tendido. Un jinete magníficamente vestido, con brillante casco y flotante penacho, lo sostenía delante de él, y de este modo atravesaron el bosque hasta la antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y muy bulliciosa por cierto. Altivas torres se levantaban en el palacio real, y de todas las ventanas salía vivísima luz; en el interior todo eran cantos y bailes: el rey Waldemar bailaba con las jóvenes damas cortesanas, ricamente ataviadas. Despuntó el alba, y con la salida del sol desaparecieron la ciudad, el palacio y las torres una tras otra, hasta no quedar sino una sola en la cumbre de la colina, donde se levantara antes el castillo. Era la ciudad muy pequeña y pobre, y los chiquillos pasaban con sus libros bajo el brazo, diciendo: - Dos mil habitantes -. Pero no era verdad, no tenía tantos.

Y Tuk seguía en su camita, como soñando, y, sin embargo, no soñaba, pero alguien permanecía junto a él.
- ¡Tuquito, Tuquito! -dijeron. Era un marino, un hombre muy pequeñín, semejante a un cadete, pero no era un cadete.
- Te traigo muchos saludos de Korsör. Es una ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de vapor y diligencias; antes pasaba por fea y aburrida, pero ésta es una opinión anticuada.

- Estoy a orillas del mar, dijo Korsör; tengo carreteras y parques y he sido la cuna de un poeta que tenía ingenio y gracia; no todos los tienen. Una vez quise armar un barco para que diese la vuelta al mundo, mas no lo hice, aunque habría podido; y, además, ¡huelo tan bien! Pues en mis puertas florecen las rosas más bellas.
Tuk las vio, y ante su mirada todo apareció rojo y verde; pero cuando se esfumaron los colores, se encontró ante una ladera cubierta de bosque junto al límpido fiordo, y en la cima se levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos altas torres puntiagudas. De la ladera brotaban fuentes que bajaban en espesos riachuelos de aguas murmureantes, y muy cerca estaba sentado un viejo rey con la corona de oro sobre el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes, en las inmediaciones de la ciudad de Roeskilde, como la llaman hoy día. Y todos los reyes y reinas de Dinamarca, coronados de oro, se encaminaban, cogidos de la mano, a la vieja iglesia, entre los sones del órgano y el murmullo de las fuentes. Nuestro pequeño Tuk lo veía y oía todo.

- ¡No olvides los Estados! -le dijo el rey Hroar.
De pronto desapareció todo. ¿Dónde había ido a parar? Daba exactamente la impresión de cuando se vuelve la página de un libro. Y hete aquí una anciana, una escardadera venida de Sorö, donde la hierba crece en la plaza del mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre la cabeza y colgándole de la espalda; estaba muy mojado - seguramente había llovido -. Sí que ha llovido -dijo la mujer, y le contó muchas cosas divertidas de las comedias de Holberg, así como de Waldemar y Absalón. Pero de pronto se encogió toda ella y se puso a mover la cabeza como si quisiera saltar-. ¡Cuac! -dijo-, está mojado, está mojado; hay un silencio de muerte en Sorö -. Se había transformado en rana; ¡cuac!, y luego otra vez en una vieja -. Hay que vestirse según el tiempo -dijo-. ¡Está mojado, está mojado! Mi ciudad es como una botella: se entra por el tapón y luego hay que volver a salir. Antes tenía yo corpulentas anguilas en el fondo de la botella, y ahora tengo muchachos robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la sabiduría: ¡griego, hebreo, cuac, cuac! -. Sonaba como si las ranas cantasen o como cuando camináis por el pantano con grandes botas. Era siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan monótona, que Tuk acabó por quedarse profundamente dormido, y le sentó muy bien el sueño, porque empezaba a ponerse nervioso.

Pero aun entonces tuvo otra visión, o lo que fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y cabello rubio ensortijado, se había convertido en una esbelta muchacha, y, sin tener alas, podía volar. Y he aquí que los dos volaron por encima de Zelanda, por encima de sus verdes bosques y azules lagos.

- ¿Oyes cantar el gallo, Tuquito? ¡Quiquiriquí! Las gallinas salen volando de Kjöge. ¡Tendrás un gallinero, un gran gallinero! No padecerás hambre ni miseria. Cazarás el pájaro, como suele decirse; serás un hombre rico y feliz. Tu casa se levantará altivamente como la torre del rey Waldemar, y estará adornada con columnas de mármol como las de Prastö. Ya me entiendes. Tu nombre famoso dará la vuelta a la Tierra, como el barco que debía partir de Korsör y en Roeskilde - ¡no te olvides de los Estados! dijo el rey Hroar -; hablarás con bondad y talento, Tuquito, y cuando desciendas a la tumba, reposarás tranquilo...

- ¡Como si estuviese en Sorö! - dijo Tuk, y se despertó. Brillaba la luz del día, y el niño no recordaba ya su sueño; pero era mejor así, pues nadie debe saber cuál será su destino. Saltó de la cama, abrió el libro y en un periquete se supo la lección. La anciana lavandera asomó la cabeza por la puerta y, dirigiéndole un gesto cariñoso, le dijo:

- ¡Gracias, - hijo mío, por tu ayuda! Dios Nuestro Señor haga que se convierta en realidad tu sueño más hermoso.
Tuk no sabía lo que había soñado, pero ¿comprendes? Nuestro Señor sí lo sabía.


FINIS

viernes, 30 de noviembre de 2007

Los vecinos

*
Un cuento de Hans Christian Andersen - 041

Cualquiera habría dicho que algo importante ocurría en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecían en el agua como los que se habían puesto de cabeza -pues saben hacerlo-, de pronto se pusieron a nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos podían oírse a gran distancia. El agua se agitó violentamente, y eso que unos momentos antes estaba tersa como un espejo, en el que se reflejaban uno por uno los árboles y arbustos de las cercanías y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el nido de golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que bajaba desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecía un cuadro puesto del revés. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvía, y la pintura se esfumaba. Dos plumas que habían caído de los patos al desplegar las alas, se balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo, no lo había. Por fin quedaron inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura y volvió a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal con cada una de sus flores, que eran hermosísimas, aunque ellas lo ignoraban porque nadie se lo había dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y fragantes hojas; y cada rosa se sentía feliz, de modo parecido a lo que nos sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos.

-¡Qué bella es la vida! -decía cada una de las rosas-. Lo único que desearía es poder besar al sol, por ser tan cálido y tan claro.

-Y también quisiera besar las rosas de debajo del agua: ¡se parecen tanto a nosotras! Y besaría también a las dulces avecillas del nido, que asoman la cabeza piando levemente; no tienen aún plumas como sus padres. Son buenos los vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. ¡Qué hermosa es la vida!

Aquellos pajarillos de arriba y de abajo -los segundos no eran sino el reflejo de los primeros en el agua- eran gurriatos, hijos de gorriones; habían ocupado el nido abandonado por las golondrinas el año anterior, y se encontraban en él como en su propia casa.

-¿Son patitos los que allí nadan? -preguntaron los gurriatos al ver flotar en el agua las plumas de las palmípedas.

-¡No pregunten tonterías! -replicó la madre-. ¿No ven que son plumas, prendas de vestir vivas como las que yo llevo y que ustedes llevan también, sólo que las nuestras son más finas? Por lo demás, me gustaría tenerlas aquí en el nido, pues son muy calientes. Quisiera saber de qué se espantaron los patos. Habrá sucedido algo en el agua. Yo no he sido, aunque confieso que he piado un poco fuerte. Esas cabezotas de rosas deberían saberlo, pero no saben nada; mirarse en el espejo y despedir perfume, eso es cuanto saben hacer. ¡Qué vecinas tan aburridas!

-¡Escuchen los pajarillos de arriba! -dijeron las rosas-, hacen ensayos de canto. No saben todavía, pero ya vendrá. ¡Qué bonito debe ser saber cantar! Es delicioso tener vecinos tan alegres.

En aquel momento llegaron, galopando, dos caballos; venían a abrevar; un zagal montaba uno de ellos, despojado de todas sus prendas de vestir, excepto el sombrero, grande y de anchas alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo, y se metió con su cabalgadura en la parte más profunda de la balsa; al pasar junto al rosal cortó una de sus rosas, se la prendió en el sombrero, para ir bien adornado, y siguió adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se preguntaban mutuamente:

-¿Adónde va?

Pero ninguna lo sabía.

-A veces me gustaría salir a correr mundo -dijo una de las flores a sus compañeras-. Aunque también es muy hermoso este rincón verde en que vivimos. Durante el día brilla el sol y nos calienta, y por la noche, el cielo es aún más bello; podemos verlo a través de los agujeritos que tiene.

Se refería a las estrellas; pensaba que eran agujeros del cielo. ¡No llegaba a más la ciencia de las rosas!

-Nosotros traemos vida y animación a estos parajes -dijo la gorriona-. Los nidos de golondrina son de buen agüero, dice la gente; por eso se alegran de tenernos. Pero aquel vecino, el gran rosal que se encarama por la pared, produce humedad. Espero que se marche pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sólo sirven de adorno y para perfumar el ambiente; a lo sumo, para sujetarlas al sombrero. Todos los años se marchitan, lo sé por mi madre. La campesina las conserva en sal, y entonces tienen un nombre francés que no sé pronunciar, ni me importa; luego las esparce por la ventana cuando quiere que huela bien. ¡Y ésta es toda su vida! No sirven más que para alegrar los ojos y el olfato. Ya lo saben, pues.

Al anochecer, cuando los mosquitos empezaron a danzar en el aire tibio, y las nubes adquirieron sus tonalidades rojas, se presentó el ruiseñor y cantó a las rosas que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente. Pero las rosas creyeron que el ruiseñor cantaba sus propias loanzas, y cualquiera lo habría pensado también. No se les ocurrió que eran ellas el objeto de su canto; sin embargo, experimentaron un gran placer y se preguntaban si tal vez los gurriatos no se volverían a su vez ruiseñores.

-He comprendido muy bien lo que cantó el pájaro -dijeron los gurriatos-. Sólo una palabra quisiera que me explicasen: ¿qué significa «lo bello»?

-No es nada -respondió la madre-, es una simple apariencia. Allá arriba, en la finca de los señores, donde las palomas tienen su casa propia y todos los días se les reparten guisantes y grano -yo he comido también con ellas, y algún día vendrán ustedes: dime con quién andas y te diré quién eres-, pues en aquella finca tienen dos pájaros de cuello verde y un mechoncito de plumas en la cabeza. Pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores, hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y son la belleza. Sólo con que los desplumasen un poquitín, casi no se distinguirían de nosotros. ¡Me entraban ganas de emprenderlas a picotazos con ellos, pero eran tan grandotes!.

-Pues yo los voy a picotear -exclamó el benjamín de los gurriatos; el mocoso no tenía aún plumas.

En el cortijo vivía un joven matrimonio que se quería tiernamente; los dos eran laboriosos y despiertos, y su casa era un primor de bien cuidada. Los domingos por la mañana salía la mujer, cortaba un ramo de las rosas más bellas y las ponía en un florero, en el centro del armario.

-¡Ahora me doy cuenta de que es domingo! -decía el marido, besando a su esposa; y luego se sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos, mientras el sol penetraba por las ventanas, iluminando las frescas rosas y a la enamorada pareja.

-¡Este espectáculo me aburre! -dijo la gorriona, que lo contemplaba desde su nido de enfrente; y echó a volar.

Lo mismo hizo una semana después, pues cada domingo ponían rosas frescas en el florero, y el rosal seguía floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya tenían plumas, hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero ésta les dijo: -¡Quedaos aquí!- y se estuvieron quietecitos. Ella se fue, pero, como suele ocurrir con harta frecuencia, de pronto quedó cogida en un lazo hecho de crines de caballo, que unos muchachos habían colocado en una rama. Las crines aprisionaron fuertemente la pata de la gorriona, tanto, que parecía que iban a partirla. ¡Qué dolor y qué miedo! Los chicos cogieron el pájaro, oprimiéndole terriblemente: -¡Sólo es un gorrión! -dijeron; pero no lo soltaron, sino que se lo llevaron a casa, golpeándolo en el pico cada vez que chillaba.

En la casa había un viejo entendido en el arte de fabricar jabón para la barba y para las manos, jabón en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre y trotamundos; al ver el gorrión que traían los niños, del que, según ellos, no sabían qué hacer, les preguntó:

-¿Quieren que lo pongamos guapo?

Un estremecimiento de terror recorrió el cuerpo de la gorriona al oír aquellas palabras. El viejo abrió su caja -que contenía colores bellísimos-, tomó una buena porción de purpurina y, cascando un huevo que le proporcionaron los chiquillos, separó la clara y untó con ella todo el cuerpo del avecilla, espolvoreándolo luego con el oro. Y de este modo quedó la gorriona dorada, aunque no pensaba en su belleza, pues se moría de miedo. Después, el jabonero arrancó un trapo rojo del forro de su vieja chaqueta, lo cortó en forma de cresta y lo pegó en la cabeza del pájaro.

-¡Ahora verán volar el pájaro de oro! -dijo, soltando al animalito, el cual, presa de mortal terror, emprendió el vuelo por el espacio soleado. ¡Dios mío, y cómo relucía! Todos los gorriones, y también una corneja que no estaba ya en la primera edad, se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecución, ávidos de saber quién era aquel pájaro desconocido.

-¿De dónde, de dónde? -gritaba la corneja.

-¡Espera un poco, espera un poco! -decían los gorriones. Pero ella no estaba para aguardar; dominada por el miedo y la angustia, se dirigió en línea recta hacia su casa. Poco le faltaba para desplomarse rendida, pero cada vez era mayor el número de sus perseguidores, grandes y chicos; algunos se disponían incluso a atacarla.

-¡Fíjense en ése, fíjense en ése! -gritaban todos.

-¡Fíjense en ése, Fíjense en ése! -gritaron también sus crías cuando a madre llegó al nido-. Seguramente es un pavito, tiene todos los colores, y hace daño a los ojos, como dijo madre. ¡Pip! ¡Es la belleza!

Y arremetieron contra ella a picotazos, impidiéndole posarse en el nido; y estaba la gorriona tan aterrorizada, que no fue capaz de decir ¡pip!, y mucho menos, claro está, ¡soy su madre! Las otras aves la agredieron también, le arrancaron todas las plumas, y la pobre cayó ensangrentada en medio del rosal.

-¡Pobre animal! -dijeron las rosas-. ¡Ven, te ocultaremos! ¡Apoya la cabecita sobre nosotras!

La gorriona extendió por última vez las alas, luego las oprimió contra el cuerpo y expiró en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas rosas.

-¡Pip! -decían los gurriatos en el nido-, no entiendo dónde puede estar nuestra madre. ¿No será una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra cuenta y nos busquemos la comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ¿quién de nosotros se quedará con ella, cuando llegue la hora de constituir una familia?

-Pues ya verán cómo los echo de aquí, el día en que amplíe mi hogar con mujer e hijos -dijo el más pequeño.

-¡Yo tendré mujer e hijos antes que tú! -replicó el segundo.

-¡Yo soy el mayor! -gritó un tercero. Todos empezaron a increparse, a propinarse aletazos y picotazos, y, ¡paf!, uno tras otro fueron cayendo del nido; pero aún en el suelo seguían peleándose. Con la cabeza de lado, guiñaban el ojo dirigido hacia arriba: era su modo de manifestar su enfado.

Sabían ya volar un poquitín; luego se ejercitaron un poco más y por último, convinieron en que, para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos mundos de Dios, dirían tres veces ¡pip! y rascarían otras tantas con el pie izquierdo.

El más pequeño, que había quedado en el nido, se instaló a sus anchas, pues había quedado como único propietario; pero no duró mucho su satisfacción. Aquella misma noche se incendió la casa: las rojas llamas estallaron a través de las ventanas, prendieron en la paja seca del techo y, en un momento, el cortijo entero quedó reducido a cenizas. El matrimonio pudo salvarse, pero el gurriato murió abrasado.

Cuando salió el sol a la mañana siguiente y todo parecía despertar de un sueño tranquilo y reparador, de la casa no quedaban más que algunas vigas carbonizadas, que se sostenían contra la chimenea, lo único que seguía en pie. De entre los restos salía aún una densa humareda; pero delante se alzaba, lozano y florido, el rosal, cuyas ramas y flores se reflejaban en el agua límpida y tranquila.

-¡Qué bellas son las rosas frente a la casa incendiada! -exclamó un hombre que acertaba a pasar por allí-. Voy a tomar un apunte.

Sacó del bolsillo un lápiz y un cuaderno de hojas blancas -pues era pintor- y dibujó los escombros humeantes, los maderos calcinados sobre la chimenea, que se inclinaba cada vez más, y, en primer término, el gran rosal florido, que era verdaderamente hermoso y constituía el motivo central del cuadro.

Pocas horas más tarde pasaron por el lugar dos de los gorriones que hablan nacido allí.

-¿Dónde está la casa? -preguntaron-. ¿Dónde está el nido? ¡Pip! Todo se ha consumido, y nuestro valiente hermano habrá muerto achicharrado. Le está bien empleado por haberse querido quedar con el nido. Las rosas han escapado con vida; helas ahí con sus mejillas coloradas. La desgracia del vecino las deja tan frescas. No quiero dirigirles la palabra. Este sitio se me hace insoportable.

Y se echaron a volar.

En un hermoso y soleado día del siguiente otoño, que parecía de verano, bajaron las palomas al seco y limpio suelo del patio que se extendía frente a la gran escalera de la hacienda señorial. Las había negras y blancas y abigarradas, sus plumas brillaban al sol, y las viejas madres decían a los pichones: -¡Agruparse, chicos, agruparse! -pues así parecían mejor.

-¿Quién es ese pequeñín pardusco que salta entre nosotras? -preguntó una paloma cuyos ojos despedían destellos rojos y verdes.

-¡Pequeñín, pequeñín! -dijo.

-¡Son gorriones, pobrecillos! Siempre hemos tenido fama de ser bondadosas, dejémosles que se lleven unos granitos. Hablan poco entre ellos, y rascan tan graciosamente con el pie.

Rascaban, en efecto; tres veces lo hicieron con el pie izquierdo, diciendo al mismo tiempo «¡pip!». Y entonces se reconocieron: eran tres gorriones del nido de la casa quemada.

-¡Qué bien se come aquí! -dijeron los gorriones.

Y las palomas se paseaban a su alrededor, pavoneándose y guardándose su opinión.

-¡Fíjate en aquella buchona! -dijo una de las palomas a su vecina-. ¡Qué manera de tragarse los arbejones! Come demasiados y se queda con los mejores además. ¡Curr, curr! Mira cómo se le hincha el buche. ¡Vaya con el bicho feo y asqueroso! ¡Curr, curr!

Y sus ojos despedían rojas chispas de indignación.

-¡Agruparse, agruparse! ¡Pequeñines, pequeñines!, ¡curr, curr!

Así discurrían las cosas entre las amables palomas y los pichones; y así es de esperar que sigan discurriendo dentro de mil años.

Los gorriones se trataban a cuerpo de rey, se movían a sus anchas entre las palomas, aunque no se encontraban en su elemento. Hartos al fin, se largaron, mientras intercambiaban opiniones acerca de sus huéspedes. Saltaron luego la valla del jardín y, como estuviese abierta la puerta de la habitación que daba a él, uno saltó al umbral. Había comido muy bien y se sentía animoso.

-¡Pip! -dijo-, me lanzo.

-¡Pip! -dijo el otro-, también yo me lanzo, y más aún que tú.

Y se entró en la habitación. No había nadie en ella, y el tercero al verlo, de una volada se plantó en el centro y dijo:

-¡O dentro del todo o nada! Son curiosos los nidos de los hombres. ¡Toma! ¿Qué es eso?

¡Eran las rosas de la vieja casa, que se reflejaban en el agua, y las vigas carbonizadas, apoyadas contra la ruinosa chimenea! ¿Cómo había ido a parar aquello a la habitación de la hacienda señorial?

Los tres gorriones se alzaron para volar por encima de las rosas y de la chimenea, pero fueron a chocar contra una pared. Era un cuadro, un grande y magnífico cuadro, que el pintor había compuesto a base de su apunte.

-¡Pip! - dijeron los gorriones-. ¡No es nada, sólo es apariencia! ¡Pip! ¡Esto es la belleza! ¿Lo comprendes? ¡Yo no!

Y se alejaron volando, pues entraron personas en el cuarto.

Transcurrieron días y aún años; las palomas arrullaron muchas veces, por no decir gruñeron, las muy enredonas. Los gorriones pasaron los inviernos helándose y los veranos dándose la gran vida. Todos estaban ya prometidos o casados, como se quiera. Tenían pequeñuelos y, como es natural, cada uno creía que los suyos eran los más listos y hermosos. Uno volaba por aquí, otro por allá, y cuando se encontraban se reconocían por su ¡Pip! y el triple rascar con el pie izquierdo. La más vieja era una gorriona solterona, que no tenla nido ni polluelos. Deseosa de irse a una gran ciudad, emprendió el vuelo hacia Copenhague.

Había allí, cerca del Palacio, una gran casa pintada de vivos colores, junto al canal, donde amarraban barcos cargados de manzanas y muchas otras cosas. Las ventanas eran más anchas por la parte inferior que por la superior, y si los gorriones miraban dentro del edificio, cada habitación se les aparecía como un tulipán, con mil colores y arabescos; y en el centro de la flor había personajes blancos, de mármol, aunque algunos eran de yeso; pero esto no sabían distinguirlo los ojos de los gorriones. En la cima de la casa había un grupo de bronce, figurando una cuadriga guiada por la diosa de la Victoria; y todo era de metal: el carro, los caballos y la diosa. Era el museo Thorwaldsen.

-¡Cómo brilla, cómo brilla! -dijo la gorriona-. Seguramente esto es la belleza. ¡Pip! ¡Pero aquí es mucho mayor que en el pavo!

Recordaba que, siendo «niña», su madre le había dicho que la belleza más grande estaba en el pavo. Bajó al patio, donde todo era magnífico, con palmeras y ramas pintadas en las paredes; en el centro crecía un gran rosal lleno de rosas que se extendía hasta el lado opuesto de una tumba. Voló hasta allí y se encontró con varios gorriones que agitaban las alas. Dijeron «¡Pip!» y rascaron tres veces con el pie izquierdo, aquel saludo tan querido que tantas veces dirigió a unos y otros en el curso de su vida sin que nadie lo comprendiera, pues los que una vez se separaron, no suelen volver a encontrarse todos los días. Pero aquella forma de saludar se había convertido en hábito en ella, y he aquí que ahora se topaba con dos viejos gorriones y uno joven, que decían «¡Pip!» y rascaban con el pie izquierdo.

-¡Ah, hola, buenos días, buenos días!

Eran tres gorriones del viejo nido, con otro más joven que formaba parte de la familia.

-¿Aquí nos encontramos? -dijeron-. Es un lugar muy distinguido, pero lo que es comida no sobra. ¡Esto es la belleza! ¡Pip!

Entraron muchas personas, que venían de las salas laterales, donde se hallaban las magníficas estatuas de mármol, y se dirigieron a la tumba que guardaba los restos del gran maestro, autor de todas aquellas esculturas. Cuantos se acercaban contemplaban con rostro radiante la sepultura de Thorwaldsen; algunos recogían los pétalos de rosa caídos y los guardaban. Algunos venían de muy lejos, de Inglaterra, Alemania y Francia; y la más hermosa de las señoras cogió una rosa y se la prendió en el pecho. Pensaron entonces los gorriones que allí reinaban las rosas, que la casa había sido construida para ellas, y les pareció un tanto exagerado; pero viendo que los humanos mostraban tanto amor por las flores, no quisieron ellos ser menos. -¡Pip! dijeron, poniéndose a barrer el suelo con el rabo y guiñando el ojo a las rosas. No bien las hubieron visto, quedaron persuadidos de que eran sus antiguas vecinas, y, en efecto, lo eran. El pintor que dibujara el rosal junto a la vieja casa de campo incendiada había obtenido permiso, ya avanzado el año, para trasplantarlo, y lo había regalado al arquitecto, pues en ningún sitio crecían rosas tan hermosas. El arquitecto había plantado el rosal sobre la tumba de Thorwaldsen, donde florecía como símbolo de la Belleza, dando rosas encarnadas y fragantes, que los turistas se llevaban como recuerdo a sus lejanos países.

-¿Han encontrado acomodo en la ciudad? -preguntaron los gorriones.

Las rosas contestaron con un gesto afirmativo, y, reconociendo a sus pardos vecinos del estanque campesino, se alegraron de volver a verlos.

-¡Qué bello es vivir y florecer, encontrarse con antiguos amigos y conocidos y ver siempre caras amables! Aquí es como si todos los días fuese una gran fiesta.

-¡Pip! -dijeron los gorriones-. Sí, son nuestros antiguos vecinos; sus descendientes de la balsa del pueblo se acuerdan de nosotros. ¡Pip! ¡Qué suerte han tenido! Los hay que hasta durmiendo hacen fortuna. Y la verdad es que no comprendo qué belleza puede haber en una cabeza roja como las suyas. ¡Allí hay una hoja seca, la veo muy bien!

Se pusieron a picotearía hasta que cayó; pero el rosal quedó aún más lozano y más verde, y las rosas siguieron enviando su perfume a la tumba de Thorwaldsen, a cuyo nombre inmortal se había asociado su belleza.

FIN

viernes, 23 de noviembre de 2007

El viejo farol

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Un cuento de Hans Christian Andersen - 040


¿Has oído la historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale la pena oírla.

Era un buen farol que había estado alumbrando la calle durante muchos años. Lo dieron de baja, y aquélla era la última noche que, desde lo alto de su poste, debía enviar su luz a la calle. Por eso su estado de ánimo era algo parecido al de una vieja bailarina que da su última representación, sabiendo que al día siguiente habrá de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenía miedo del día siguiente, pues no ignoraba que sería llevado por primera vez a las casas consistoriales, donde el «ilustre Concejo municipal» dictaminaría si era aún útil o inútil. Decidirían entonces si lo enviarían a iluminar uno de los puentes o una fábrica del campo; tal vez iría a parar a una fundición, como chatarra, y entonces podría convertirse en mil cosas diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en su nueva condición conservaría el recuerdo de su existencia como farol. Lo que sí era seguro es que debería separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en farol el día en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer, cuando pasaba por allí, levantaba los ojos para mirarlo; pero de día no lo hacía jamás. En cambio, en el curso de los últimos años, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habían envejecido, ella lo había cuidado, limpiado la lámpara y echado aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lámpara no le habían estafado ni una gota. Y he aquí que aquélla era su última noche de calle; al día siguiente lo llevarían al ayuntamiento. Estos pensamientos tenían muy perturbado al farol; imaginaos, pues, cómo ardería. Pero por su cabeza pasaron también otros recuerdos; había visto muchas cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el «ilustre Concejo municipal»; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no quería despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. Pensó en muchas cosas, mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: «Sí, también se acordarán de ti. Allí estaba aquel apuesto joven - ¡ay, cuántos años habían pasado! ­ que llegó con una carta escrita en elegante papel color de rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyó dos veces, y, besándola, levantó hasta mí la mirada, que decía: - ¡Soy el más feliz de los hombres!. - Sólo él y yo supimos lo que decía aquella primera carta de la amada. Recuerdo también otro par de ojos; ¡es curioso, los saltos que pueden darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un día un magnífico entierro; la mujer, joven y bonita, yacía en el féretro, en el coche fúnebre tapizado de terciopelo. Lucían tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que yo quedé casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompañaban al cadáver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo miré a mi alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca olvidaré aquellos ojos llenos de tristeza que me miraban». Muchos pensamientos pasaron así por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocía al suyo, y, sin embargo, le habría proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de qué lado soplaba el viento.

En el arroyo había tres personajes que se habían presentado al farol, en la creencia de que él tenía atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representaría un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce también, y aun más que un bacalao, según afirmaba él, diciendo, además, que era el último resto de un árbol, que antaño había sido la gloria del bosque. El tercero era una luciérnaga. De dónde procedía, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se había presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sólo podía brillar a determinadas horas, por lo que no merecía ser tomada en consideración.

El viejo farol objetó que ninguno de los tres poseía la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categoría de lámpara callejera, pero ninguno se lo creyó, y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrépito para poder elegir con justicia.
Entonces llegó el viento, que venía de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo farol.

- ¡Qué oigo! -dijo-. ¿Qué mañana te marchas? ¿Ésta es la última noche que nos encontramos? En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no sólo recordarás clara y perfectamente todo lo que has oído y visto, sino que además verás con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.
- ¡Bueno es esto! -dijo el viejo farol-. Muchas gracias. ¡Con tal que no me fundan!

- No lo harán todavía -dijo el viento-, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues más regalos de esta clase, disfrutarás de una vejez dichosa.
- ¡Con tal que no me fundan! -repitió el farol-. ¿Podrías también en este caso asegurarme la memoria?
- Viejo farol, sé razonable -dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna-. ¿Y usted qué regalo trae? - preguntó el viento.
- Yo no regalo nada -respondió la luna-. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles -. Y así diciendo, la luna se ocultó de nuevo detrás de las nubes, pues no quería que la importunasen.

Cayó entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero dijo que procedía de las grises nubes, y era también un regalo, acaso el mejor de todos.
- Te penetro de tal manera, que tendrás la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronándote y convirtiéndote en polvo -. Al farol le pareció aquél un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con él-. ¿No tiene nada mejor? ¿No tiene nada mejor? -sopló con toda su fuerza. En esto cayó una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa.

- ¿Qué ha sido esto? -exclamó la cabeza de arenque-. ¿No acaba de caer una estrella? Me parece que se metió en el farol. ¡Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan también el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita -. Y así lo hizo, junto con sus compañeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad asombrosa -. ¡Éste sí que ha sido un magnífico regalo! -dijo-. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho más de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mí, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, también puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y éste si que es un verdadero placer, pues la alegría compartida es doble alegría.

- Es un pensamiento muy digno -dijo el viento-, pero, ¿no sabes que también las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sí, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado -añadió el viento voy a echarme un rato-. Y se calmó.

Al día siguiente -bueno, el día podemos saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca. ¿Y dónde? Pues en casa del vigilante, el cual había rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de él, pero se lo dieron, y ahí tenéis a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecía como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban cenando, y dirigían de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrían asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo tierra. Para llegar a su habitación había que atravesar un corredor enlosado, pero dentro la temperatura era agradable, pues habían puesto burlete en la puerta. El cuarto tenía un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veían dos singulares macetas, que el marinero Christian había traído de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de éste brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnífico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardín. De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: «El Congreso de Viena». De este modo tenían reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantándose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos.

Estaban, pues, comiendo su cena, según ya dijimos, con el farol depositado en el sillón, cerca de la estufa. Al farol parecíale que aquello era el mundo al revés. Pero cuando el vigilante, mirándolo, empezó a hablar de lo que habían pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la época de las nieves, en que tanto había deseado él regresar a su sótano, el farol sintió que todo volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que el otro contaba, como si estuviese allí mismo. Realmente el viento lo había iluminado por dentro.

Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecían ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algún libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leía en voz alta acerca de África, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes -. ¡Me parece casi que los veo! -decía. Entonces, el farol experimentaba vivísimos deseos de tener allí una vela, para que la encendiesen en su interior; así, la mujer vería las cosas con la misma claridad que él: los corpulentos árboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los cañaverales y los arbustos.

- ¿De qué me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquí ninguna vela? -suspiraba el farol-. Sólo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente.
Un día apareció en el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los más pequeños los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosía. Ya tenían luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurría poner un cabo en el farol.

- Y yo aquí quieto, con mis raras aptitudes -decía éste-. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podría transformar las blancas paredes en hermosísimos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. ¡No lo saben!

Por lo demás, el farol descansaba muy limpito y aseado en un rincón, bien visible a todas horas; y aun cuando la gente decía que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo seguían guardando; le tenían afecto.
Un día -era el cumpleaños del vigilante-, la vieja se acercó al farol y dijo:
- Voy a iluminar la casa en tu obsequio.

El farol hizo crujir el tubo de ventilación, pensando: «¡Ahora verán lo que es luz!». Pero en lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió toda la noche, pero sabiendo que el don que le concedieran las estrellas, el mejor don de todos, seria un tesoro muerto para esta vida. Y soñó - cuando se poseen semejantes facultades, bien se puede soñar - que los viejos habían muerto, y que él había ido a parar al fundidor e iba a ser fundido; temía también que lo llevasen al ayuntamiento, y el ilustre Concejo Municipal lo condenase; pero aun cuando poseía la propiedad de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo, no lo hizo. Así pasó al horno de fundición y fue transformado en hermosísimo candelabro de hierro, destinado a sostener un cirio. Diéronle forma de ángel, un ángel que sostenía un ramo de flores; en el centro del ramo pusieron la vela, y el candelabro fue colocado sobre una mesa escritorio cubierta de un paño verde. La habitación era acogedora; había muchos libros, colgaban hermosos cuadros - era la morada de un poeta, y todo lo que decía y escribía se reflejaba en derredor. La habitación evocaba espesos bosques oscuros, prados bañados de sol donde se paseaba arrogante la cigüeña, cubiertas de naves mecidas por las olas...

- ¡Qué aptitudes tengo! -dijo el farol al despertarse-. Casi debería desear que me fundieran. Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mí mismo. Vengo a ser un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite, y lo paso tan bien como «El Congreso», con todo y ser él tan noble.
Desde aquel día menguó su agitación interior; y bien se lo merecía el viejo y honrado farol.


FINIS