domingo, 16 de septiembre de 2007

Los chanclos de la suerte

Un cuento de Hans Christian Andersen - 010

5. - La metamorfosis del escribiente

Entretanto, el vigilante nocturno, a quien a buen seguro no habéis olvidado, pensaba en los chanclos que había encontrado y dejado luego en el hospital. Fue a reclamarlos, pero como ni el teniente ni nadie más de su calle los reconocieron por suyos, los entregó a la policía.

- Se parecen exactamente a los míos -dijo uno de los escribientes, examinando el par encontrado y poniéndolo al lado del suyo-. Creo que ni un zapatero los distinguiría.

- ¡Señor escribiente! -dijo un subalterno, entrando con unos papeles.
El escribiente se volvió y se puso a hablar con el otro; después miró nuevamente los chanclos, pero le resultaba ya imposible afirmar si los suyos eran los de la derecha o los de la izquierda.

«¿Deben de ser los mojados?» -pensó; pero se equivocó, pues eran los de la Suerte. ¿O creéis tal vez que un policía no puede equivocarse? Se los calzó, metióse los papeles en el bolsillo y se llevó algunos escritos bajo el brazo, para leerlos y copiarlos en su casa. Pero como era domingo por la mañana y hacía buen tiempo, pensó: «Una excursión a Frederiksberg me sentaría bien». ¡Pensado y hecho!
No podéis imaginar un hombre más plácido y diligente que aquel joven; justo es, pues, que le concedamos pasear a su gusto. Después de tantas horas de permanecer sentado, indudablemente la salida le hará bien.

Comenzó la excursioncita sin pensar en nada; por eso los chanclos no tuvieron ocasión de poner en efecto su virtud mágica. En el camino se encontró con un conocido, uno de nuestros jóvenes poetas, el cual le comunicó que al día siguiente emprendería su viaje veraniego.

- De modo que se marcha -dijo el escribiente-. Es usted un hombre feliz y libre. Puede volar adonde quiera, mientras nosotros estamos aquí encadenados.

- Pero su cadena está sujeta al árbol del pan -replicó el poeta- No tienen que preocuparse por el día de mañana, y si llegan a viejos, cobran una pensión.

- Sin embargo, ustedes llevan la mejor parte, -repuso el escribiente-. Es un placer estarse tranquilo componiendo poemas; todo el mundo les dirige palabras amables, y son dueños de su vida y de sus actos. Me gustaría que probase a lo que sabe, el ocuparse en esos estúpidos procesos.

El poeta meneó la cabeza, el escribiente hizo lo mismo, y se separaron sin haberse convencido mutuamente.

«Son gente original esos poetas -dijo el escribiente-. Me gustaría transformarme en una naturaleza como la suya y volverme poeta. Estoy seguro de que no escribiría estas elegías que ellos escriben. ¡Qué precioso día de primavera para un poeta! El aire es límpido y translúcido, las nubes se deslizan blandamente, y los prados nos envían sus aromas, ¡Cuántos años hacía que no gozaba de un momento como éste?».

Como podéis observar, se había transformado en poeta; no es que fuese nada extraordinario, pues es un disparate figurarse a los poetas como seres diferentes de los demás humanos; cabe muy bien que entre éstos haya naturalezas mucho más poéticas que algunas grandes personalidades reputadas de tales. La diferencia consiste sólo en que el poeta posee una memoria espiritual mejor y más potente, es capaz de retener las ideas y los sentimientos hasta darles forma clara y precisa por medio de la palabra; en cambio, los demás no son capaces de hacerlo. Pero el paso de una naturaleza ordinaria a otra mejor dotada supone siempre una transición, y ésta es la transición que experimentó nuestro escribiente.

«¡Qué maravillosa fragancia! -exclamó-. Me recuerda las violetas de tía Elena. Era yo un chiquillo entonces. ¡Cuánto tiempo hace que no había pensado en aquellos días! La pobre y bondadosa mujer vivía detrás de la Bolsa. Siempre tenía una rama o unos brotes en agua, por rudo que fuese el invierno. Las violetas olían, mientras yo aplicaba una perra chica calentada al cristal helado de la ventana para hacerme una mirilla. Era una vista preciosa. Fuera, en el canal, se alineaban los barcos inmovilizados por el hielo, sin tripulantes a bordo; toda la dotación se reducía a una chillona corneja. Pero, cuando empezaban a soplar los vientos primaverales, todo se animaba; entre cantos y hurras, aserraban el hielo, calafateaban los barcos y los aparejaban, y muy pronto se hacían a la mar hacia tierras extrañas. Yo me quedé y estoy condenado a seguir aquí, encerrado en la Comisaría, mirando cómo los demás sacan los pasaportes para trasladarse al extranjero. Es mi destino. ¿Qué hacerle?». Y suspiró profundamente. De pronto quedó suspenso: «¡Dios santo! ¿Qué me pasa? Jamás pensé ni sentí estas impresiones; debe ser el aire de primavera, angustioso y agradable al mismo tiempo». Y se sacó los papeles de¡ bolsillo. «Esto me hará pensar en otras cosas», dijo, dejando correr la mirada por el papel. «La Señora de Sigbrith; tragedia original en cinco actos», leyó. «¿Qué significa esto? Y, sin embargo, es de mi puño y letra. Es posible que haya escrito yo esta obra?». «La intriga del muro o El día de la penitencia; farsa musical», «Pero, ¿de dónde salen estas cosas? ¡Me lo habrán metido en el bolsillo! Aquí hay una carta». Era de la dirección del teatro, en que le rechazaban las obras en un lenguaje muy poco cortés. «¡Hum!», dijo el escribiente sentándose en un banco. Sus ideas estaban llenas de vida, y su corazón, de sentimiento; maquinalmente cogió una de las flores más cercanas; era una margarita vulgar; en un momento reveló todo aquello que, para explicarlo, los naturalistas emplean varias sesiones; le habló del mito de su nacimiento, de la fuerza de la luz solar, que extiende sus delicadas hojas y la obliga a esparcir su aroma. Entonces pensó él en las luchas de la vida, que tantos sentimientos despiertan también en nuestro pecho. El aire y la luz eran los amantes de la flor, pero la luz era el preferido, a ella se dirigía la flor, y si la luz se extinguía, ella plegaba sus pétalos y se dormía mecida por el aire. «A la luz es a quien debo mi hermosura», decía la flor. «Pero respiras gracias al aire», le susurró la voz del poeta.

A poca distancia, un muchachito golpeaba con un palo en un foso lleno de barro; las gotas de agua saltaban por entre las ramas verdes, y el escribiente pensó en los millones de animalitos que, encerrados en aquellas gotas, eran proyectados al aire, lo cual, considerando su volumen, significaba lo que para nosotros ser disparados a la región de las nubes. Pensando en el cambio que se había originado en su persona, el escribiente sonrió y dijo: «Debo dormir y soñar. Pero es muy extraño eso de estar soñando de modo tan natural y saber que se trata sólo de un sueño. ¡Si al menos lo recordase mañana, cuando despierte! Ahora me parece estar extraordinariamente bien dispuesto. ¡Lo veo todo tan claramente y me siento tan excitado!, y, sin embargo, estoy seguro de que si al despertarme recuerdo algo, será una estupidez; ya me ha ocurrido otras veces. Con las magnificencias que se ven y oyen en sueños, sucede lo que con el oro de los seres infernales. Cuando a uno se lo dan, es rico y espléndido, pero mirado a la luz del día no son más que piedras y hojas secas. ¡Ay! -suspiró melancólico, contemplando los pájaros cantores que saltaban alegremente de rama en rama-, ¡ésos son más dichosos que yo! ¡Volar! Éste sí que es un arte maravilloso. Feliz quien nació con él. Si me fuera dado metamorfosearme, lo haría en alondra».

En el mismo instante se le contrajeron los faldones de la levita y las mangas, transformándose en alas; los vestidos se trocaron en plumas, y los chanclos, en garras. El se dio cuenta, riéndose para sus adentros. «Bueno, ahora puedo convencerme de que estoy soñando, aunque nunca había tenido un sueño tan disparatado». Y remontándose a las ramas, se puso a cantar; pero en su canto no había poesía, pues su naturaleza poética había desaparecido. Como todo aquel que hace las cosas a conciencia, los chanclos no podían llevar a cabo dos funciones simultáneamente: quiso ser poeta, y lo fue; quiso ser pajarillo, y se convirtió en ave, pero cesando la propiedad anterior.

«Esto es lo más delicioso de todo -dijo-. De día estoy en la comisaría, sumido en la lectura de los expedientes más serios; de noche puedo soñar que vuelo, convertido en alondra, en los jardines de Frederiksberg. ¡Habría asunto para escribir una comedia!».

Bajó de nuevo para posarse en la hierba, y, volviendo la cabeza en todas direcciones, se puso a picotear los tallitos flexibles que, en proporción a su actual tamaño, le parecían largos como ramas de palmeras africanas.

Aquello duró unos instantes; luego lo envolvió la noche oscura: un objeto enorme -así se lo pareció- fue arrojado sobre él. Era una gorra con que un grumete quiso atrapar al pajarillo. Una mano que se metió por debajo, cogió al escribiente por la espalda y las alas, forzándolo a piar. En su primer momento de susto gritó con todas sus fuerzas: - ¡Mocoso desvergonzado! ¡Soy funcionario de la policía!-. Pero el muchacho no oyó más que un «¡pío-pío!». Dando un golpe al pájaro en el pico, se alejó con él.

En el paseo se encontró con dos escolares de la clase superior, me refiero a la clase social, entendámonos; pues como alumnos figuraban entre los de la cola. Compraron el pájaro por ocho chelines y de esta manera el escribiente fue a parar al seno de una familia de la calle de los Godos, de Copenhague.

«¡Menos mal que todo esto es un sueño! -dijo el escribiente-, de otro modo me enfadaría de verdad. Primero fui poeta, ahora soy alondra; seguramente fue la naturaleza poética la que me convirtió en este animalito. Sea como fuere, no deja de ser muy desagradable caer en manos de esta chiquillería. Me gustaría saber cómo terminará todo esto».

Los niños lo llevaron a una habitación hermosísima, donde los recibió sonriente una señora muy gorda. No se mostró muy contenta, empero, de que trajeran un pájaro tan vulgar como la alondra, pero, en fin, por aquel día les permitiría meterlo en la jaula desocupada que colgaba de la ventana. - Tal vez le guste a «Papaíto» -añadió, dirigiendo una sonrisa a un gran papagayo verde que se columpiaba muy orondo en su anillo, dentro de la preciosa jaula de latón-. Hoy es el cumpleaños de «Papaíto» -dijo con tonta ingenuidad-, y el pajarillo del campo lo va a felicitar.
«Papaíto» siguió columpiándose elegantemente sin responder una palabra; en cambio, rompió a cantar un lindo canario traído el año anterior de su cálida y fragante patria.

- ¡Escandaloso! -gritó la señora, echando sobre la jaula un pañuelo blanco.

- ¡pipip! -suspiró el pájaro-. ¡Vaya horrible nevada! - y se calló.
El escribiente, o, como decía la señorita, el pájaro campestre, fue a parar a una jaula, junto a la del canario y no lejos del loro. La única frase que sabía éste decir, y que a menudo repetía con mucha gracia, era: «¡Bueno, vamos a ser personas!».

Todo lo demás que gritaba era tan ininteligible como el trinar del canario, excepto para el escribiente, transformado ahora en pájaro. El comprendía muy bien a su compañero.

- Volaba en la verde palmera y el almendro florido -cantó el canario-. Volaba con mis hermanos por encima de flores bellísimas, por encima del lago, terso como un espejo, en cuyo fondo se mecían los reflejos de las plantas. Veía también muchos papagayos de vivos colores, que contaban graciosas historias.

- Eran salvajes -replicó el loro-, salvajes sin cultura.- Bueno, ¡vamos a ser personas! ¿Por qué no te ríes? Si la señora y los forasteros se ríen, también puedes hacerlo tú. Es un gran defecto el no ser capaz de disfrutar de lo que es verdaderamente recreativo. ¡Bueno, vamos a ser personas!

- ¡Oh!, ¿te acuerdas de las lindas doncellas que bailaban bajo las tiendas levantadas, junto a los árboles en flor? ¿Te acuerdas de los dulces frutos y del jugo refrescante de las hierbas silvestres?

- Sí, me acuerdo -dijo el papagayo-; pero aquí lo paso mucho mejor; me dan bien de comer y me tratan con todos los cuidados; sé que soy una buena cabeza y no pido más. ¡Seamos personas! Tú eres un alma de poeta, como dicen, pero yo poseo conocimientos fundamentales y gracia. Tú tienes eso que llaman genio, pero careces de discreción; te pierdes en esas elevadas notas naturales, y por eso te tapan. A mí no me lo hacen, pues les he costado más caro. Me impongo con el pico y, además, sé decir: ¡vitz, vitz, vitz! Bueno, ¡vamos a ser personas!

- ¡Ah, patria mía cálida y florida! -repitió el canario-. Quiero cantar tus árboles verde oscuro, y tus bahías tranquilas, donde las ramas besan la límpida superficie del agua; quiero cantar el gozo de mis relucientes hermanos, allí donde crecen las plantas-fuentes del desierto!

- ¡Cállate ya, con tus canciones tristes! -exclamó el papagayo-. Di algo que nos haga reír. La risa es el signo del sumo nivel intelectual. Dime tú si un perro o un caballo pueden reírse: no, llorar sí pueden, pero ¡reír!... Esta cualidad sólo se ha dado al hombre. ¡Ho, ho, ho! - riose el loro, y añadió su chiste: - ¡Vamos a ser personas!

- Tú, pobre y gris pajarillo danés -exclamó el canario­ también has caído prisionero. Seguramente en tus bosques hace más frío, pero por lo menos hay libertad. ¡Echa a volar! Se olvidaron de cerrar tu jaula, y la ventana superior está abierta. ¡Escapa, escapa!

El funcionario obedeció maquinalmente y salió volando de la jaula; en el mismo momento se oyó rechinar la entornada puerta de la habitación contigua y, con centelleantes ojos verdes, el gato de la casa se deslizó en la sala, lanzándose a la caza del pajarillo. El canario aleteó en la jaula, el papagayo gritó su «Vamos a ser personas», y el escribiente, presa de mortal pánico, levantó el vuelo, saliendo por la ventana y alejándose por encima de las casas y calles. Finalmente, hubo de detenerse a descansar. La casa de enfrente tenía algo de familiar, y como estaba abierta una de las ventanas, entró por ella: era su propio cuarto. Se posó sobre la mesa.

«¡Vamos a ser personas!» -exclamó, sin reparar en lo que decía; simplemente remedaba al papagayo y en el mismo instante volvió a ser el escribiente, sólo que se encontró sentado sobre la mesa.- ¡Dios me ampare! -dijo-. ¿Cómo vine a parar aquí y me quedé dormido? ¡Qué sueño más agitado! ¡Y qué estupidez todo él!

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