domingo, 16 de septiembre de 2007

Los chanclos de la suerte

Un cuento de Hans Christian Andersen - 010

6. - Lo mejor que trajeron los chanclos

Al día siguiente, a primera hora, y cuando el escribiente estaba aún acostado, llamaron a la puerta. Era su vecino de la puerta de enfrente, un joven seminarista.

- Préstame tus chanclos -dijo-, el jardín está muy mojado, pero hace un sol espléndido. Me apetece bajar a fumar una pipa.
Calzóse los chanclos, y poco después se encontraba en el jardín, donde crecían un ciruelo y un peral. En el centro de Copenhague, un jardincito como aquél es tenido por un lujo envidiable.

El seminarista se puso a pasear de un lado a otro; eran sólo las seis; en la calle resonó la corneta del postillón.

- ¡Ay, viajar, viajar! -exclamó el hombre-. Es la máxima felicidad del mundo, el colmo de mis deseos. Si pudiera hacerlo, se calmaría esta inquietud que me atormenta. Pero habría de ir muy lejos; quisiera ver Suiza, recorrer Italia...
Por fortuna, los chanclos obraron en seguida, pues de otro modo habría ido a parar demasiado lejos, tanto para el como para nosotros. Estaba en pleno viaje: se encontró nada menos que en Suiza, apretujado con otros ocho pasajeros en el interior de una diligencia.

Le dolía la cabeza, sentía un gran cansancio en la nuca, y la sangre se le había acumulado en los pies, que estaban hinchados y oprimidos por el calzado. Se hallaba en un estado de duermevela, entre dormido y despierto. En el bolsillo derecho llevaba una carta de crédito; en el izquierdo, el pasaporte, y en un pequeño bolso de cuero, sobre el pecho, algunas monedas de oro bien cosidas. En sus sueños veía que uno u otro de aquellos tesoros se había perdido; por eso despertó sobresaltado, y el primer movimiento de su mano fue dibujar un triángulo, de derecha a izquierda y al pecho, para cerciorarse de que sus cosas seguían en su sitio. Paraguas, bastones y sombreros se tambaleaban en la red de encima de su cabeza, privándose de gozar de un panorama maravilloso. Él lo miraba por el rabillo del ojo, mientras su corazón cantaba lo que ya cantara en Suiza por lo menos un poeta a quien conocemos, bien que hasta la fecha no ha dado el poema a la imprenta:
Es éste un mundo en verdad maravilloso.
Veo alzarse el Montblanc altivo y majestuoso.
¡Ah!, si dinero para viajar tuviera,
la vida fuera entonces llevadera.

La Naturaleza que lo rodeaba era grandiosa, grave y oscura. Los bosques de abetos parecían brezos en las altas rocas, cuyas cumbres se ocultaban en la niebla. Comenzaba a nevar, y soplaba un viento helado.

«¡Uf! -suspiró-, ojalá estuviésemos del otro lado de los Alpes. Sería tiempo de verano y habría cobrado la letra. El miedo que esto me da, me quita todo el gusto de estar en Suiza. ¡Ay, si estuviese ya del otro lado!».

Ahí lo tenéis en la otra vertiente de los Alpes, en plena Italia, entre Florencia y Roma. El Lago Trasimeno brillaba, a la luz vespertina, como oro flameante entre las montañas de un azul oscuro. En el lugar donde Aníbal derrotara a Flaminio, los sarmientos de la vid se daban ahora las manos, cogiéndose apaciblemente por los verdes dedos; simpáticos rapaces medio desnudos guardaban una manada de cerdos, negros como el carbón, bajo un grupo de olorosos laureles, al borde del camino. Si fuésemos capaces de reproducir fielmente aquel cuadro, los lectores gritarían: «¡Magnífica Italia!». Sin embargo, no fue ésta la exclamación que salió de los labios del seminarista ni de ninguno de los viajeros.

Moscas y mosquitos apestosos invadían por millares el interior del coche; era inútil esquivarlos con ramas de mirto; a pesar de todo, seguían picando. No había nadie en el carruaje cuyo rostro no estuviese hinchado por las sangrientas picaduras. Los pobres caballos eran devorados vivos; las moscas los atacaban a montones, y sólo de tarde en tarde bajaba el cochero a espantarlas. Se puso el sol, y un frío, pasajero pero intenso, recorrió la Naturaleza toda; verdaderamente no resultaba agradable; pero en derredor, montañas y nubes adquirían una maravillosa tonalidad gris, clara y brillante - ¿cómo decirlo? Ve tú mismo y míralo con tus propios ojos; mejor es esto que leer descripciones de viaje. Era incomparable, y así lo encontraron también los viajeros; pero iban con el estómago vacío, y el cuerpo cansado; todo el anhelo del corazón se centraba en un buen descanso nocturno: ¿lo encontrarían? Todos pensaban más en resolver este problema que en las bellezas naturales.

Atravesaban un bosque de olivos; era algo así como cuando en la patria pasaban entre nudosos sauces; y allí encontraron una solitaria posada, en cuya puerta se había estacionado una docena de mendigos lisiados; el más robusto de ellos parecía - para servirnos de una expresión de Marryat - «el hijo primogénito del Hambre, llegado a la mayor edad»; los restantes eran ciegos, o privados de piernas, por lo que se arrastraban sobre las manos, o mancos, sin brazos o sin dedos. Era la miseria harapienta.

- Eccellenza, miserabili! -clamaban, exhibiendo los miembros mutilados. Salió a recibir a los pasajeros la posadera en persona, descalza, desgreñada y con una blusa asquerosa. Las puertas estaban sujetas con bramantes; el suelo de las habitaciones era de una mezcla abigarrada de ladrillos; murciélagos volaban por debajo del techo, y en cuanto al olor...

- Creo que sería mejor instalarnos en el establo -dijo uno de los viajeros-, al menos allí sabe uno lo que respira.
Abrieron las ventanas para que penetrase un poco de aire fresco; pero antes que éste llegaron los brazos estropeados y la eterna lamentación: «Miserabili, Eccellenza!». En las paredes podían leerse numerosas inscripciones, la mitad de ellas contra la «bella Italia».

Sirvieron la comida: una sopa de agua, sazonada con pimienta y aceite rancio; luego un plato de ensalada aliñada con el mismo aceite. Los platos fuertes fueron huevos podridos y crestas de pollo asadas. Incluso el vino tenía un sabor extraño; sabía a medicina.

Por la noche colocaron las maletas contra la puerta, y uno de los viajeros se encargó de la vigilancia mientras los demás dormían. Al seminarista lo tocó actuar de centinela. ¡Qué bochorno! El calor era opresivo, los mosquitos zumbaban y picaban, y los «miserabili» del exterior seguían quejándose en sueños.

«Sí, eso de viajar está muy bien -díjose el seminarista-, sólo que sobra el cuerpo. Éste debiera poder descansar, mientras el espíritu vuela. Dondequiera que llego, noto que me falta algo, y siento como una opresión en el corazón; quiero algo que sea mejor que lo que tengo en aquel momento; pero, ¿qué es y dónde está? En el fondo sé bien lo que quiero: llegar a un fin feliz, el más feliz de todos».

No bien había pronunciado este deseo, se encontró en su patria, en su hogar; las largas cortinas blancas colgaban ante las ventanas, y en el suelo, en el centro de la habitación, había el negro ataúd, en el cual dormía él el sueño de la muerte. Su deseo quedaba cumplido: el cuerpo reposaba, y el alma viajaba. «No creas que nadie sea feliz antes de estar en la tumba» -tales fueron las palabras de Solón; y aquí se confirmaba su verdad.
Todo cadáver es una esfinge de la inmortalidad. La esfinge tendida en aquel féretro tampoco nos respondió a lo que el vivo había escrito dos días antes:

Tu silencio, ¡oh, muerte!, es horror y desconsuelo,
tus duras huellas son losas sepulcrales.
¿No puede el pensamiento elevarse al cielo?
¿Somos acaso sólo carne y huesos mortales?
Al mundo un gran dolor suele quedar oculto.
Para ti, solo siempre, fue una gracia la muerte.
Más pesó el mundo sobre tu corazón,
que la tierra que echaron sobre tu cuerpo inerte.

Dos personajes iban de un lado para otro de la habitación, dos personajes a quienes ya conocemos: el hada de la Preocupación y la mensajera de la Suerte. Las dos se inclinaron sobre el cadáver.

- ¿Ves -dijo la primera­ qué felicidad han proporcionado tus chanclos a los humanos?

- Al menos al que aquí duerme le dieron un bien eterno -respondió la otra.

- ¡Oh, no! -replicó la Preocupación-. Se marchó por propia voluntad, sin ser llamado; su fuerza espiritual no fue bastante para explotar los tesoros que su destino le asignó en esta Tierra. Voy a hacerle un favor.
Y le quitó los chanclos de los pies, con lo cual terminó el sueño de muerte, y el resucitado se incorporó. La Preocupación desapareció, llevándose los chanclos; seguramente los consideraría como de su propiedad.


FINIS

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