Miércoles
¡Qué manera de llover! Federico oía la lluvia en sueños, y como a Pegaojos le dio por abrir una ventana, el pequeño vio cómo el agua llegaba hasta el antepecho, formando un lago inmenso. Pero junte a la casa flotaba un barco soberbio.
- Si quieres embarcar, Federico -dijo Pegaojos-, esta noche podrías irte por tierras extrañas y mañana estar de vuelta.
Y ahí tenéis a Federico, con sus mejores vestidos domingueros, embarcado en la magnífica nave. En un tris se despejó el cielo y el barco, con las velas desplegadas, avanzó por las calles, contorneó la iglesia y fue a salir a un mar inmenso. Y siguieron navegando hasta que desapareció toda tierra, y vieron una bandada de cigüeñas que se marchaban de su país en busca de otro más cálido. Las aves volaban en fila, una tras otra, y estaban ya lejos, muy lejos. Una de ellas se sentía tan cansada, que sus alas casi no podían ya sostenerla; era la última de la hilera, y volaba muy rezagada. Finalmente, la vio perder altura, con las alas extendidas, y aunque pegó unos aletazos, todo fue inútil. Tocó con las patas el aparejo del barco, deslizóse vela abajo y, ¡bum!, fue a caer sobre la cubierta.
La cogió el grumete y la metió en el gallinero, con los pollos, los gansos y los pavos; pero la pobre cigüeña se sentía cohibida entre aquella compañía.
- ¡Mirad a ésta! -exclamaron los pollos.
El pavo se hinchó tanto como pudo y le preguntó quién era. Los patos todo era andar a reculones, empujándose mutuamente y gritando: «¡Cuidado, cuidado!».
La cigüeña se puso a hablarles de la tórrida África, de las pirámides y las avestruces, que corren por el desierto más veloces que un camello salvaje. Pero los patos no comprendían sus palabras, y reanudaron los empujones: - Estamos todos de acuerdo en que es tonta, ¿verdad?.
- Claro que es tonta! -exclamó el pavo, y soltó unos graznidos. Entonces la cigüeña se calló y se quedó pensando en su África.
- ¡Qué patas tan delgadas tiene usted! -dijo la pava-. ¿A cuánto la vara?
«¡Cuac, cuac, cuac!», graznaron todos los gansos; pero la cigüeña hizo como si no los oyera.
- ¡Por qué no te ríes con nosotros? -le dijo la pava-. ¿No te parece graciosa mi pregunta? ¿O es que está por encima de tu inteligencia? ¡Bah! ¡Qué espíritu tan obtuso! Mejor será dejarla. -
Y soltó otro graznido, mientras los patos coreaban: «¡Cuac, cuac! ¡cuac, cuac!». ¡Dios mío, y cómo se divertían!
Pero Federico fue al gallinero, abrió la puerta y llamó a la cigüeña, que muy contenta lo siguió a la cubierta dando saltos.
Estaba ya descansada, y con sus inclinaciones de cabeza parecía dar las gracias a Federico. Desplegó luego las alas y emprendió nuevamente el vuelo hacia las tierras cálidas, mientras las gallinas cloqueaban, los patos graznaban, y al pavo se le ponía toda la cabeza encendida.
- ¡Mañana haremos una buena sopa contigo! -le dijo Federico, y en esto se despertó, y se encontró en su camita. ¡Qué extraño viaje le había procurado aquella noche Pegaojos.
Jueves
- ¿Sabes qué? -dijo el duende-. Voy a hacer salir un ratoncillo, pero no tengas miedo. -y le tendió la mano, mostrándole el lindo animalito-. Ha venido a invitarte a una boda. Esta noche se casan dos ratoncillos. Viven abajo, en la despensa de tu madre; ¡es una vivienda muy hermosa!
- Pero ¿cómo voy a pasar por la ratonera? -preguntó Federico.- Déjalo por mi cuenta -replicó Pegaojos-; verás cuán pequeño te vuelvo. Y lo tocó con su jeringuita mágica, y enseguida Federico se fue reduciendo, reduciendo, hasta no ser más largo que un dedo-. Ahora puedes pedirle su uniforme al soldado de plomo; creo que te sentará bien, y en sociedad lo mejor es presentarse de uniforme.
- Desde luego -respondió Federico, y en un momento estuvo vestido de soldado de plomo.
- ¿Hace el favor de sentarse en el dedal de su madre? -preguntó el ratoncito-. Será para mí un honor llevarlo.
- Si la señorita es tan amable -dijo Federico; y salieron para la boda.
Primero llegaron a un largo corredor del sótano, junto lo bastante alto para que pudiesen pasar con el dedal; y en toda su longitud estaba alumbrado con la fosforescencia de madera podrida.
- ¿Verdad que huele bien? -dijo el ratón que lo llevaba-. Han untado todo el pasillo con corteza de tocino. ¡Ay, que cosa tan rica!
Así llegaron al salón de la fiesta. A la derecha se hallaban reunidas todas las ratitas, cuchicheando y hablándose al oído, qué no parecía sino que estuviesen a partir un piñón; y a la izquierda quedaban los caballeros, alisándose los bigotes con la patita. Y en el centro de la sala aparecía la pareja de novios, de pie sobre la corteza de un queso vaciado, besándose sin remilgos delante de toda la concurrencia, pues estaban prometidos y dentro unos momentos quedarían unidos en matrimonio.
Seguían llegando forasteros y más forasteros; todo eran apreturas y pisotones; los novios se habían plantado ante la misma puerta, de modo que no dejaban entrar ni salir. Toda la habitación estaba untada de tocino como el pasillo, y en este olor consistía el banquete; para postre presentaron un guisante, en el que un ratón de la familia había marcado con los dientes el nombre de los novios, quiero decir las iniciales. Jamás se vio cosa igual.
Todos los ratones afirmaron que había sido una boda hermosísima, y el banquete, magnífico.
Federico regresó entonces a su casa; estaba muy contento de haber conocido una sociedad tan distinguida; lástima que hubiera tenido que reducirse tanto de tamaño y vestirse de soldadito de plomo.
Viernes
¡Es increíble, ¡cuánta gente mayor hay que quisiera tenerme a su lado! -dijo Pegaojos-, sobre todo los que han cometido alguna mala acción. «Sueñecito bueno - me dicen -, no podemos pegar los ojos y nos pasamos en vela toda la santa noche, rumiando nuestras maldades, que, sentadas cual feos duendes sobre la cama, nos rocían con agua hirviente. ¡Ah, si vinieses tú a echarlos y nos deparases un buen sueñecito!». Y, con un profundo suspiro, añaden: «Te lo pagaríamos gustosos. Buenas noches, Pegaojos. El dinero está en la ventana». Pero yo no lo hago por dinero. -añadió el duende.
- ¿Y qué vamos a hacer esta noche? -preguntó Federico.
- ¿Qué me dices de ir a otra boda? Es distinta de la de anoche. El gran muñeco de tu hermana, que tiene aspecto de hombre y se llama Armando, va a casarse con la muñeca Berta. Además, es el cumpleaños de ella, por lo que llegarán muchos regalos.
- Sí, ya sé -respondió Federico-. Cada vez que las muñecas necesitan vestidos nuevos, mi hermana dice que es su cumpleaños o las casa. Lo menos lo ha hecho cien veces.
-Si, pero esta noche es la boda número ciento uno, y esta vez va a ser la última. ¡Se acabó! Por eso será distinta de las demás. ¡Vamos allá!
Federico miró hacia la mesa. Encima estaba la casa de cartón con las ventanas iluminadas, y, fuera, todos los soldados de plomo presentaban armas. La pareja de novios parecía muy pensativa - y no le faltaban motivos -. De pie, en el suelo, apoyábanse los dos contra la pata de la mesa. Pegaojos, vestido con el traje negro de la abuela, los estaba casando. Terminada la ceremonia, todos los muebles de la habitación entonaron un canto que había compuesto el lápiz, con música de retreta militar, que decía así:
Vendrá la canción, como el viento, a la pareja que hoy se desposa.
Están tiesos como palo de huso, pues que son de piel de cabritilla. ¡Hurra por el palo y por el cuero! ¡Así cantamos hoy al viento y al tiempo!
Y luego recibieron los regalos; pero habían renunciado a todo lo comestible, pues les bastaba con su amor.
- ¿Nos instalamos en una casita de veraneo o nos vamos de viaje? -preguntó el novio. Llamaron a consejo a la golondrina, que tantas tierras había recorrido, y a la gallina, que por cinco veces había incubado sus polluelos. Y la golondrina habló de los bellos países cálidos donde cuelgan los suculentos racimos de uvas, donde el aire es tibio y las montañas ostentan colores que aquí son desconocidos.
- Pero no tienen nuestras berzas -observó la gallina-. Un verano estuve con mis polluelos en el campo. Había un hoyo de arena, donde íbamos a escarbar, y luego nos dejaban entrar en un huerto de berzas. ¡Qué verdor, Dios mío! ¡No puede imaginarse cosa más hermosa!
- ¡Bah, todas las coles son iguales! -dijo la golondrina-. Y además, aquí hace muy mal tiempo.
- Ya estamos acostumbrados.
- Pero hace frío y hiela.
- ¡Esto es bueno para las berzas! -replicó la gallina-. Y tampoco falta el calor. ¿No te acuerdas el verano que hizo, unos años atrás, que casi no se podía respirar? Y luego aquí no hay aquellos bichos venenosos que viven en aquellas tierras, ni tenemos bandidos. Quien diga que nuestro país no es el más hermoso de todos es un desalmado, y no merece estar aquí -. Y, echándose a llorar, la gallina prosiguió: - También yo he viajado. ¡A más de doce leguas de aquí llegué una vez! La verdad, no es un placer viajar.
- Sí, la gallina es una mujer razonable -dijo la muñeca Berta-. No me apetece ir por las montañas; todo es subir para luego volver a bajar. No, mejor será irnos al hoyo de arena y a pasear por el huerto de coles.
Y en eso quedaron.
Sábado
- ¿Me contarás más cuentos? -preguntó Federico tan pronto como Pegaojos lo hubo sumido en el sueño.
- Esta noche no tendremos tiempo -contestó el duende, abriendo el más bonito de sus paraguas-. ¡Mira los chinos! -. Todo el paraguas parecía un gran tazón chino, con árboles azules y puentes en ángulo, sobre los cuales había chinitos de pie, saludando con la cabeza -. Para mañana tenemos que engalanar a todo el mundo -dijo Pegaojos-, pues mañana es domingo. He de visitar los campanarios para ver si los duendecillos bruñen las campanas, para que suenen mejor; me llegaré al campo a cuidar de que el viento quite el polvo de las hierbas y las hojas, y luego, y éste es el trabajo principal, descolgaré las estrellas para sacarles brillo. Me las pongo en el delantal, pero antes tengo que numerarlas todas, así como los agujeros que ocupan allá arriba, para volver a colocarlas luego en sus lugares correspondientes. De otro modo no quedarían bien sujetas y tendríamos demasiadas estrellas fugaces, porque se vendrían abajo rodando una tras otra.
- Permítame una observación, señor Pegaojos -dijo un viejo retrato que colgaba de una pared del cuarto de Federico-. Yo soy el bisabuelo de Federico. Le agradezco que cuente historias al niño, pero no le embrolle las ideas. Las estrellas no pueden bajarse ni pulimentarse. Son esferas, lo mismo que nuestra Tierra, y esto es precisamente lo que tienen de bueno.
- Gracias, viejo bisabuelo -respondió Pegaojos-, ¡muchas gracias! Si tú eres el cabeza de la familia, yo soy aún más viejo que tú. Soy un viejo pagano; los romanos y los griegos me llamaron Morfeo. He estado en las casas más nobles, y todavía voy a ellas; y sé tratar lo mismo con los humildes que con los grandes. ¡Ahora cuenta tú! -. Y Pegaojos cerró su paraguas y se fue.
- ¡Vaya, vaya! ¡Que no pueda uno decir lo que piensa! - refunfuñó el retrato.
Entonces se despertó Federico.
Domingo
¡Buenas noches! - dijo Pegaojos; y Federico, saludándolo con un gesto de la cabeza, volvió contra la pared el retrato de su bisabuelo para evitar que se metiese de nuevo en la conversación, como la víspera.
- Ahora vas a contarme cuentos: el de los cinco guisantes verdes que vivían en una vaina, y el del ranúnculo que hacía la corte a la francesilla, y el de la aguja saquera, tan pagada de sí, que se creyó ser una aguja de coser.
- ¡Moderación, niño, que no hay que abusar ni de lo bueno! -respondió el duende-. Ya sabes cuánto me gusta enseñarte cosas nuevas. Hoy te presentaré a mi hermano. Se llama Pegaojos, como yo, pero nunca se presenta más que una vez a una persona, y cuando lo hace se la lleva en su caballo y le cuenta historias. Sólo sabe dos: una de ellas, tan hermosa que nadie en el mundo sería capaz de imaginársela; la otra es tan fea y horrible, que no puede describirse -. Y, levantando a Federico hasta la ventana, le dijo:
- Verás ahora a mi hermano: lo llaman también la Muerte. ¿La ves? No es tan horrible como la pintan en los libros de estampas, donde aparece en forma de esqueleto. No. Lleva un vestido recamado de plata, un hermosísimo uniforme de húsar, y a su espalda, sobre el caballo, ondea un manto de terciopelo negro. ¡Fíjate cómo galopa!
Federico vio a la Muerte corriendo veloz y llevándose en su carrera a seres humanos, viejos y jóvenes. A unos los sentaba delante, a otros en la grupa del caballo, pero a todos les preguntaba: - Qué tal, tu libro de notas? - ¡Bien! -respondían todos.- ¡Quiero verlo! -decía ella, y no tenían más remedio que enseñárselo. Los que tenían «bien» o «sobresaliente», pasaban a la parte delantera del corcel y disfrutaban de bellísimas historias; pero los que tenían «pasadero» o «regular» eran puestos sobre la grupa y debían escuchar cuentos horribles; temblaban y lloraban, esforzándose por saltar del caballo; pero era inútil, pues estaban pegados a él.
- ¡Pero si la Muerte es un Pegaojos estupendo! -exclamó Federico-. No me da ni pizca de miedo.
- Claro, no tienes por qué temerle -contestó el duende-; tú, sólo procura llevar buenas notas.
- Esto sí que es instructivo -murmuró el retrato del bisabuelo-. Al menos sirve de algo decir lo que uno piensa -. Y se sintió satisfecho.
Y ésta es la historia de Pegaojos. A lo mejor esta misma noche viene a contarte sus cuentos.
FINIS
Cerrando el 2014
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Si bien este 2014 ha sido en lo personal un año para olvidar, en lo
literario ha resultado bastante fructífero. En abril Kelonia Editorial
publicó mi antol...
Hace 9 años
2 comentarios:
Mi opinión es que son adecuados para los niños y para adultos, lo mismo pasa con muchos cuentos infantiles, sobre todo cuentos en Muy buen cuento para niños, no sólo por lo imaginativo Pegaojos que me lleva a la imaginacion aunque tenga pavor a los pericotes jajajja. Abrazos y Bendiciones chau chau
Realmente encantador el cuento, de esos que da gusto contar a los niños por las noches solo para ver sus caritas :) Buen truco lo de dividrilo en dos, ahí , creando expectación ;)
Esta semana no paré(para varias) y no pude pasar antes :( Eso sí, cuando lo he hecho ha sido reposadamente (sin café como tú, pero estuvo bien)
Un saludo,
Pedro.
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