viernes, 22 de febrero de 2008

Buen humor

Un cuento de Hans Christian Andersen - 059


Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre...; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.

Bueno, pues ya lo sabéis. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No os preocupéis. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».

Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.
Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y además trae todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y serrín.
El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.

Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero veníos conmigo al cementerio. Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles están verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún algunos más.
Ya estamos en el cementerio.

Detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal - hoy no está, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquí sus dedos, y más vale esto que nada -, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía frenético sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrás, o porque salía una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el público aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante. - Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche -. Y luego se volvía a ver qué gente había, y notaba que se reían a deshora, en ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba.

Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrás otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrársele las pajarillas.

Descansa aquí - ¡esto sí que es triste! -, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno - pues de otro modo no producen efecto -, y de que él, como buen difunto, y según es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se ríe, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste.
Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba su avaricia!
Aquí yace una señorita de buena familia; se moría por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía: «Mi manca la voce!» («¡Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su vida.

Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oídos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio... Es ésta una historia de todos los días, y muy bien contada además. ¡Dejemos en paz a los muertos!
Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en días pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio.

Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el alba, por más que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche.

El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se están muertecitos e impotentes hasta que resucitan, nuevecitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.

Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».
Ésta es mi historia.


FINIS

Es la pura verdad

Un cuento de Hans Christian Andersen - 058


- ¡Es un caso espantoso! -exclamó una gallina del extremo opuesto del pueblo, donde el hecho no había sucedido-. ¡Ha pasado algo espantoso en el gallinero de allá! Lo que es esta noche, no duermo sola. Menos mal que somos tantas -. Y les contó el caso, y a las demás gallinas se les erizaron las plumas, y al gallo se le cayó la cresta. ¡Es la pura verdad!

Pero empecemos por el principio, pues la cosa sucedió en un gallinero del otro extremo del pueblo. Se ponía el sol, y las gallinas se subían a su percha; una de ellas, blanca y paticorta, ponía sus huevos con toda regularidad y era una gallina de lo más respetable. Una vez en su percha, se dedicó a asearse con el pico, y en la operación perdió una pluma.

- ¡Ya voló una! -dijo-. Cuanto más me desplumo, más guapa estoy -. Lo dijo en broma, pues de todas las gallinas era la de carácter más alegre; por lo demás, como ya dijimos, era la respetabilidad personificada. Y luego se puso a dormir.
El gallinero estaba a oscuras; las gallinas estaban alineadas en su percha, pero la contigua a la nuestra permanecía despierta. Aquellas palabras las había oído y no las había oído, como a menudo conviene hacer en este mundo, si uno quiere vivir en paz y tranquilidad. Con todo, no pudo contenerse y dijo a la vecina del otro lado:

- ¿No has oído? No quiero citar nombres, pero lo cierto es que hay aquí una gallina que se despluma para parecer más hermosa. Si yo fuese gallo, la despreciaría.
Pero he aquí que más arriba de las gallinas vivía la lechuza, con su marido y su prole; todos los miembros de la familia tenían un oído finísimo y oyeron las palabras de la gallina, y, oyéndolas, revolvieron los ojos, y la madre lechuza se puso a abanicarse con las alas.
- ¡No escuchéis esas cosas! Pero habéis oído lo que acaban de decir, ¿verdad?. Yo lo he oído con mis propias orejas; ¡lo que oirán aún, las pobres, antes de que se me caigan! Hay una gallina que hasta tal punto ha perdido toda noción de decencia, que se está arrancando todas las plumas a la vista del gallo.

- Prenez garde aux enfants! -exclamó el padre lechuza-. Estas cosas no son para que las oigan los niños.
- Pero voy a contárselo a la lechuza de enfrente. Es la más respetable de estos alrededores -. Y se echó a volar.
- ¡Jujú, ujú! -y las dos se estuvieron así comadreando sobre el palomar del vecino, y luego contaron la historia a las palomas: - ¿Habéis oído, habéis oído? ¡Ujú! Hay una gallina que por amor del gallo se ha arrancado todas las plumas. ¡Y se morirá helada, si no lo ha hecho ya! ¡Ujú!

- ¿Dónde, dónde? -arrullaron las palomas.
- En el corral de enfrente. Es como si lo hubiese visto con mis ojos. Es un caso tan indecoroso, que una casi no se atreve a contarlo, pero es la pura verdad.
- ¡La purra, la purra verrdad! -corearon las palomas, y, dirigiéndose al gallinero de abajo: - Hay una gallina -dijeron-, y hay quien afirma que son dos, que se han arrancado todas las plumas para distinguirse de las demás y llamar la atención del gallo. Es el colmo... y peligroso, además, pues se puede pescar un resfriado y morirse de una calentura... Y parece que ya han muerto, ¡las dos!

- ¡Despertad, despertad! -gritó el gallo subiéndose a la valla con los ojos soñolientos, pero vociferando a todo pulmón: - ¡Tres gallinas han muerto víctimas de su desgraciado amor por un gallo!. Se arrancaron todas las plumas. Es una historia horrible, y no quiero guardármela en el buche. ¡Pasadla, que corra!
- ¡Que corra! -silbaron los murciélagos, y las gallinas cacarearon, y los gallos cantaron: - ¡Que corra, que corra! -. Y de este modo la historia fue pasando de gallinero en gallinero, hasta llegar, finalmente, a aquel del cual había salido.
- Son cinco gallinas -decían- que se han arrancado todas las plumas para que el gallo viera cómo habían adelgazado por su amor, y luego se picotearon mutuamente hasta matarse, con gran bochorno y vergüenza de su familia y gran perjuicio para el dueño.

Como es natural, la gallina a la que se la había soltado la plumita no se reconoció como la protagonista del suceso, y siendo, como era, una gallina respetable, dijo:
- Este tipo de gallinas merecen el desprecio general. ¡Desgraciadamente, abundan mucho! Éstas cosas no deben ocultarse, y haré cuanto pueda para que el hecho se publique en el periódico; que lo sepa todo el país. Se lo tienen bien merecido las gallinas, y también su familia.
Y la cosa apareció en el periódico, en letras de molde, y es la pura verdad: «Una plumilla puede muy bien convertirse en cinco gallinas».


FINIS

viernes, 15 de febrero de 2008

El último día

Un cuento de Hans Christian Andersen - 057


De todos los días de nuestra vida, el más santo es aquel en que morimos; es el último día, el grande y sagrado día de nuestra transformación. ¿Te has detenido alguna vez a pensar seriamente en esa hora suprema, la última de tu existencia terrena?
Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, según decían, un campeón de la divina palabra, que era para él ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquí que la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba.

- Ha sonado tu hora, debes seguirme -le dijo, tocándole los pies con su dedo gélido; y sus pies quedaron rígidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma salió en pos del ángel exterminador.
Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le había aportado e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantáneo abarcó todo el camino inconmensurable. Así, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la miríada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito.
En un momento así, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en el vacío insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niño:

- ¡Hágase en mí Tu voluntad!
Pero aquel moribundo no se sentía como un niño; se daba cuenta de que era un hombre. No temblaba como el pecador, pues se sabía creyente. Se había mantenido aferrado a las formas de la religión con toda rigidez; eran millones, lo sabía, los destinados a seguir por el ancho camino de la condenación; con el hierro y el fuego habría podido destruir aquí sus cuerpos, como serían destrozadas sus almas y seguirían siéndolo por una eternidad. Pero su camino iba directo al cielo, donde la gracia le abría las puertas, la gracia prometedora.
Y el alma siguió al ángel de la muerte, después de mirar por última vez al lecho donde yacía la imagen del polvo envuelta en la mortaja, una copia extraña del propio yo. Y volando llegaron a lo que parecía un enorme vestíbulo, a pesar de que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecía recortada, distendida, desatada y dispuesta en hileras, arreglada artificiosamente como los antiguos jardines franceses; se celebraba una especie de baile de disfraces.

- ¡Ahí tienes la vida humana! -dijo el ángel de la muerte.
Todos los personajes iban más o menos disfrazados; no todos los que vestían de seda y oro eran los más nobles y poderosos, ni todos los que se cubrían con el ropaje de la pobreza eran los más bajos e insignificantes. Era una mascarada asombrosa, y lo más sorprendente de ella era que todos se esforzaban cuidadosamente en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y entonces asomaba una cabeza de animal: en uno, la de un mono, con su risa sardónica; en otro, la de un feo chivo, de una viscosa serpiente o de un macilento pez.
Era la bestia que todos llevamos dentro, la que arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas, mientras los demás la apartaban, diciendo: «¡Mira! ¡Ahí está, ahí está!», y cada uno ponía al descubierto la miseria del otro.

- ¿Qué animal vivía en mí? -preguntó el alma errante; y el ángel de la muerte le señaló una figura orgullosa. Alrededor de su cabeza brillaba una aureola de brillantes colores, pero en el corazón del hombre se ocultaban los pies del animal, pies de pavo real; la aureola no era sino la cola abigarrada del ave.
Cuando prosiguieron su camino, otras grandes aves gritaron perversamente desde las ramas de los árboles, con voces humanas muy inteligibles:
- Peregrino de la muerte, ¿no te acuerdas de mí?
Eran los malos pensamientos y las concupiscencias de los días de su vida, que gritaban: «¿No te acuerdas de mí?».
Por un momento se espantó el alma, pues reconoció las voces, los malos pensamientos y deseos que se presentaban como testigos de cargo.

- ¡Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra naturaleza perversa! -exclamó el alma-. Pero mis pensamientos no se convirtieron en actos, el mundo no vio sus malos frutos -. Y apresuró el paso, para escapar de aquel horrible griterío; mas los grandes pajarracos negros la perseguían, describiendo círculos a su alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como para que el mundo entero los oyese. El alma se puso a brincar como una corza acosada, y a cada salto ponía el pie sobre agudas piedras, que le abrían dolorosas heridas. - ¿De dónde vienen estas piedras cortantes? Yacen en el suelo como hojas marchitas.
- Cada una de ellas es una palabra imprudente que se escapó de tus labios, y que hirió a tu prójimo mucho más dolorosamente de como ahora las piedras te lastiman los pies.

- ¡Nunca pensé en ello! -dijo el alma.
- No juzguéis si no queréis ser juzgados -resonó en el aire.
- ¡Todos hemos pecado! -dijo el alma, volviendo a levantarse-. Yo he observado fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demás.
Así llegaron a la puerta del cielo, y el ángel guardián de la entrada preguntó:
- ¿Quién eres? Dime cuál es tu fe y pruébamela con tus acciones.
- He guardado rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de la perdición, y seguiré haciéndolo a sangre y fuego, si puedo.
- ¿Eres entonces un adepto de Mahoma? -preguntó el ángel.
- ¿Yo? ¡Jamás!

- Quien empuñe la espada morirá por la espada, ha dicho el Hijo. Tú no tienes su fe. ¿Eres acaso un hijo de Israel, de los que dicen con Moisés: «Ojo por ojo, diente por diente»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu pueblo?
- ¡Soy cristiano!
- No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación, amor y gracia.
- ¡Gracia! -resonó en los etéreos espacios; la puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó hacia la incomparable magnificencia.
Pero la luz que de ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de retroceder como ante una espada desnuda; y las melodías sonaban dulces y conmovedoras, como ninguna lengua humana podría expresar. El alma, temblorosa, se inclinó más y más, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y entonces sintió lo que nunca antes había sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho.

- Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo... ¡eso sí que fue cosa mía!
Y el alma se sintió deslumbrada por la purísima luz celestial y desplomóse desmayada, envuelta en sí misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la severidad y la justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la palabra «gracia».
Y, no obstante, vino la gracia, la gracia inesperada.
El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertía en él en plenitud inagotable.

- ¡Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma humana! -cantaron los ángeles.
Todos, todos retrocederemos asustados como aquella alma el día postrero de nuestra vida terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino de los cielos. Nos inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos sostendrá Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados, ennoblecidos y mejores, acercándonos cada vez más a la magnificencia de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.


FINIS

La historia del año

Un cuento de Hans Christian Andersen - 056


Era muy entrado enero, y se había desatado una furiosa tempestad de nieve; los copos volaban arremolinándose por calles y callejones; los cristales de las ventanas aparecían revestidos de una espesa capa blanca; de los tejados caía la nieve en enormes montones, y la gente corría, caían unos en brazos de otros y, agarrándose un momento, lograban apenas mantener el equilibrio. Los coches y caballos estaban también cubiertos por el níveo manto; los criados, de espalda contra el borde del vehículo, conducían al revés, avanzando contra el viento; el peatón se mantenía constantemente bajo la protección de los carruajes, los cuales rodaban con gran lentitud por la gruesa capa de nieve. Y cuando, por fin, amainó la tormenta y fue posible abrir a paladas un estrecho paso junto a las casas, las personas seguían quedándose paradas al encontrarse; a nadie le apetecía dar el primer paso y meterse en la espesa nieve para dejar el camino libre al otro. Permanecían en silencio, sin moverse, hasta que, en tácita avenencia, cada uno cedía una pierna y la levantaba hasta la nieve apilada.

Al anochecer calmó el viento, el cielo, como recién barrido, parecía más alto y transparente, y las estrellas brillaban como acabadas de estrenar; algunas despedían un vivísímo centelleo. La helada había sido rigurosa: con seguridad, la capa superior de la nieve se endurecería lo suficiente para sostener por la madrugada el peso de los gorriones, los cuales iban saltando por los lugares donde había sido apartada la nieve, sin encontrar apenas comida y pasando frío de verdad.

- ¡Pip! -decía uno a otro-. ¡A esto le llaman el Año Nuevo! Es peor que el viejo. No valía la pena cambiar. Estoy disgustado, y tengo razón para estarlo.
- Sí, por ahí venía corriendo la gente, a recibir al Año Nuevo, -respondió otro gorrioncillo, medio muerto de frío-. Golpeaban con pucheros contra las puertas, como locos de alegría, porque se marchaba el Año Viejo. También yo me alegré, esperando que ahora tendríamos días cálidos, pero ¡quiá!; hiela más que antes. Los hombres se han equivocado en el cálculo del tiempo.
- ¡Cierto que sí! -intervino un tercero, viejo ya y de blanco, copete-. Tienen por ahí una cosa que llaman calendario, que ellos mismos se inventaron. Todo debe regirse por él, y, sin embargo, no lo hace. Cuando llega la Primavera es cuando empieza el año. Este es el curso de la Naturaleza, y a él me atengo.

- Y ¿cuándo vendrá la primavera? -preguntaron los otros.
- Empieza cuando vuelven las cigüeñas, pero no tienen día fijo. Aquí en la ciudad nadie se entera: en el campo lo saben mejor. ¿Por qué no vamos a esperarla allí? Se está más cerca de la Primavera.
- Acaso sea una buena idea -observó uno de los gorriones, que no había cesado de saltar y piar, sin decir nada en concreto-. Pero aquí en la ciudad he encontrado algunas comodidades, y me temo que las perderé si me marcho. En un patio cercano vive una familia humana que tuvo la feliz ocurrencia de colgar tres o cuatro macetas en la pared, con la abertura grande hacia dentro y la base hacia fuera, y en el fondo de cada maceta hay un agujero lo bastante grande para permitirme entrar y salir. Allí construimos el nido mi marido y yo, y todas nuestras crías han nacido en él. Claro que la familia hizo la instalación para tener el gusto de vernos; ¿para qué lo habrían hecho, si no? Asimismo, por puro placer, nos echan migas de pan, y así tenemos comida y no nos falta nada. Por eso pienso que mi marido y yo nos quedaremos, a pesar de las muchas cosas que nos disgustan.

- Pues nosotros nos marcharemos al campo, a aguardar la primavera -. Y emprendieron el vuelo.
En el campo hacía el tiempo propio de la estación; el termómetro marcaba incluso varios grados menos que en la ciudad. Un viento cortante soplaba por encima de los campos nevados. El campesino, en el trineo, se golpeaba los costados, para sacudiese el frío, con las manos metidas en las gruesas manijas, el látigo sobre las rodillas, mientras corrían los flacos jamelgos echando vapor por los ollares. La nieve crujía, y los gorriones se helaban saltando en las roderas.
- ¡Pip! ¿Cuándo vendrá la Primavera? ¡Mucho tarda!
- ¡Mucho! -resonó desde la colina, cubierta de nieve, que se alzaba del otro lado del campo. Podía ser el eco, y también podía ser la palabra de aquel hombre singular situado sobre el montón de nieve, expuesto al viento y a la intemperie. Era blanco como un campesino embutido en su blanca chaqueta frisona, y tenía canos, el largo cabello y la barba, y la cara lívida, con grandes ojos claros.
- ¿Quién es aquel viejo? -preguntaron los gorriones.
- Yo lo sé -dijo un viejo cuervo, que se había posado sobre un poste de la cerca, y era lo bastante condescendiente para reconocer que ante Dios todos somos unas pequeñas avecillas; por eso se dignaba alternar con los gorriones y no tenía inconveniente en darles explicaciones-. Yo sé quién es el viejo. Es el Invierno, el viejo del año pasado, que no está muerto, como dice el calendario, sino que ejerce de tutor de esa princesita que se aproxima: la Primavera. Sí, el Invierno lleva la batuta. ¡Uf, y cómo matraquea, pequeños!

- ¿No os lo dije? -exclamó el más pequeñín-. El calendario es sólo una invención humana, pero no se adapta a la Naturaleza. Nosotros lo habríamos hecho mejor, pues somos más sensibles.
Pasó una semana y pasaron casi dos; el bosque era negro, el lago helado yacía rígido y como plomo solidificado, flotaban nieblas húmedas y gélidas. Los gordos cuervos negros volaban en bandadas silenciosas; todo parecía dormir. Un rayo de sol resbaló sobre el lago, brillando como estaño fundido. La capa de nieve que cubría el campo y la colina no relucía ya como antes, pero aquella blanca figura que era el Invierno en persona continuaba en su puesto, fija la mirada en dirección del Mediodía; ni siquiera reparaba en que la alfombra de nieve se iba hundiendo en la tierra y que a trechos brotaba una manchita de hierba verde, a la que acudían en tropel los gorriones.

- ¡Quivit, quivit! ¿Viene ya la Primavera?
- ¡La Primavera! -resonó por toda la campiña y a través del sombrío bosque, donde el musgo fresco brillaba en los troncos de los árboles. Y del Sur llegaron volando las dos primeras cigüeñas, llevando cada una a la espalda una criatura deliciosa, un niño y una niña, que saludaron a la tierra con un beso, y dondequiera que ponían los pies, crecían blancas flores bajo la nieve. Cogidos de la mano fueron al encuentro del viejo de hielo, el Invierno, se apretaron contra su pecho para saludarlo nuevamente y, en el mismo instante, los tres y todo el paisaje se esfumaron; una niebla densa y húmeda lo ocultó todo. Al cabo de un rato empezó a soplar el viento, y sus fuertes ráfagas disiparon la bruma y lució el sol, cálido ya. El Invierno había desaparecido, y los encantadores hijos de la Primavera ocuparon el trono del año.
- ¡A esto llamo yo Año Nuevo! -exclamaron los gorriones. Ahora nos llega el turno de resarcirnos de las penalidades que hemos sufrido en Invierno.
Dondequiera que iban los dos niños, brotaban verdes yemas en matas y árboles, crecía la hierba y verdeaban lozanos los sembrados. La niña esparcía flores a su alrededor; llevaba lleno el delantal y habríase dicho que brotaban de él, pues nunca se vaciaba, por muchas que echara; en su afán arrojó una verdadera lluvia de flores sobre los manzanos y melocotoneros, los cuales desplegaron una magnificencia incomparable, aún antes de que asomaran sus verdes hojas.
Y la niña dio una palmada, y el niño otra, y a esta señal asomaron mil pajarillos, sin que nadie supiera de dónde, trinando y cantando:

- ¡Ha llegado la Primavera!
Era un espectáculo delicioso. Algunas viejecitas salieron a la puerta, para gozar del sol, sacudiéndose y mirando las flores amarillas que brotaban por todo el campo, exactamente como en sus días de juventud. El mundo volvía a ser joven. - ¡Qué bien se está hoy aquí fuera! -decían.
El bosque era aún de un verde oscuro, yema contra yema; pero había llegado ya la aspérula, fresca y olorosa, y florecían multitud de violetas, brotaban anemones y primaveras; circulaba la savia por los tallos; era una alfombra realmente maravillosa para sentarse en ella, y allí tomó asiento la parejita primaveral, cogida de la mano, cantando, sonriendo y creciendo sin cesar.
Cayó del cielo una lluvia tenue, pero ellos no se dieron cuenta: sus gotas y sus lágrimas de gozo se mezclaron y fundieron en una gota única. El novio y la novia se besaron, y en un abrir y cerrar de ojos reverdeció todo el bosque. Al salir el sol, toda la selva brillaba de verdor.

Siempre cogidos de la mano, los novios siguieron paseando bajo el techo colgante de follaje, al que los rayos del sol y las sombras daban mil matices de verde. Las delicadas hojas respiraban pureza virginal y despedían una fragancia reconfortante. Límpidos y ligeros, el río y el arroyo saltaban por entre los verdes juncos y las abigarradas piedras. «¡Siempre es así, y siempre lo será!», decía la Naturaleza entera. Y el cuclillo lanzaba su grito, y la alondra su canto; era una espléndida Primavera. Sin embargo, los sauces tenían las flores enguantadas; eran de una prudencia exagerada, lo cual es muy fastidioso.

Pasaron días y semanas; poco a poco fue dejándose sentir el calor con intensidad creciente; oleadas ardorosas corrían por las mieses, cada día más amarillas. El loto blanco del Norte desplegaba sus grandes hojas verdes en la superficie de los lagos del bosque, y los peces buscaban la sombra debajo de ellas, y en la parte umbría de la selva - donde el sol daba en la pared del cortijo enviando su calor a las abiertas rosas, y los cerezos aparecían cuajados de sus frutos jugosos, negros y casi ardientes - estaba la espléndida esposa del Verano, aquella que conocimos de niña y de novia. Miraba las oscuras nubes que se remontaban en el espacio, en formas ondeadas como montañas, densas y de color azul negruzco. Acudían de tres direcciones distintas; como un mar petrificado e invertido, descendían gradualmente hacia el bosque, donde reinaba un silencio profundo, como provocado por algún hechizo; no se oía ni el rumor de la más leve brisa, ni cantaba ningún pájaro. Había una especie de gravedad, de expectación en la Naturaleza entera, mientras en los caminos y atajos todo el mundo corría, en coche, a caballo o a pie, en busca de cobijo. De pronto fulguró un resplandor, como si el sol estallase, deslumbrante y abrasador; y al instante pareció como si las tinieblas se desgarraran, con un estruendo retumbante; la lluvia empezó a caer a torrentes; alternaban la noche y la luz, el silencio y el estrépito. Las tiernas cañas del pantano, con sus hojas pardas, se movían a grandes oleadas, las ramas del bosque se ocultaban en el seno de la húmeda niebla, y volvían la luz y las tinieblas, el silencio y el estruendo. La hierba y las mieses yacían abatidas, como arrasadas por la corriente; daban la impresión de que no volverían a levantarse. De repente, el diluvio se disolvió en una lluvia tenue, brilló el sol, y en tallos y hojas refulgieron como perlas las gotas de agua, los pájaros se pusieron a cantar, los peces remontaron raudos la corriente, y los mosquitos reanudaron sus danzas; y allá, sobre una piedra, en medio de las agitadas aguas salobres del mar, apareció sentado el Verano en persona, robusto, de miembros fornidos, con el cabello empapado y goteante... rejuvenecido por aquel fresco baño, y secándose al sol. Toda la Naturaleza en torno parecía remozada, todo se levantaba lozano, vigoroso y bello: era el Verano, el verano cálido y esplendoroso.
Y era suave y fragante el olor que exhalaban los opulentos campos de trébol; las abejas zumbaban en torno al viejo anfiteatro; los zarcillos de la zarzamora se enroscaban en el antiguo altar, que, lavado por la lluvia, relucía ahora bajo el sol. A él se dirigía la reina de las abejas con su enjambre, para depositar la miel y su cera. Nadie lo vio, aparte el Verano y su animosa mujer; para ella ponían la mesa del altar, cubriéndola con los dones de la Naturaleza.
Y el cielo crepuscular brillaba como oro; ninguna cúpula de templo podía comparársele, y luego brilló a su vez la luna, entre el ocaso y el alba. ¡Era el Verano!
Transcurrieron días y semanas. Las relucientes hoces de los segadores centellearon en los trigales; las ramas de los manzanos se inclinaron bajo el peso de los frutos rojos y amarillos; el lúpulo despedía su olor aromático, colgando en grandes racimos, y bajo los avellanos, con sus frutos en apiñados corimbos, descansaban marido y mujer, el Verano con su grave compañera.
- ¡Cuánta riqueza! -dijo ella-. ¡Cuánta bendición en derredor! Todo respira bondad e intimidad, y, sin embargo, no sé lo que me pasa... siento anhelo de reposo, de quietud... no encuentro la palabra. Ya vuelven a arar el campo. Los hombres nunca están contentos, ¡siempre quieren más! Mira, las cigüeñas se acercan a bandadas, siguiendo al arado a cierta distancia. El ave de Egipto, que nos trajo por los aires. ¿Te acuerdas de cuando llegamos, niños aún, a las tierras del Norte? Trajimos flores, el sol espléndido y verdes bosques. El viento los trató duramente; ahora se vuelven pardos y oscuros como los árboles del Sur, pero no llevan frutos dorados como ellos.

- ¿Quieres verlos? -preguntó el Verano-. ¡Goza, pues! -. Levantó el brazo, y las hojas del bosque se tiñeron de rojo y de oro; una verdadera orgía de colores invadió todos los bosques; el rosal silvestre brillaba con sus escaramujos de fuego, las ramas del saúco pendían cargadas de gruesas y pesadas bayas negruzcas, las castañas silvestres caían maduras de sus vainas, de un oscuro color verde, y en lo más recóndito de la selva florecían por segunda vez las violetas.
Pero la reina del año estaba cada vez más callada y pálida. - ¡Sopla un viento muy frío! -se lamentó-. La noche trae niebla húmeda. ¡Quién estuviera en la tierra de mi niñez!
Y veía alejarse las cigüeñas, y extendía los brazos tras ellas. Miró luego los nidos, vacíos ya; en uno crecía la centaura de largo tallo, en otro, el amarillo nabo silvestre, como si el nido estuviese allí sólo para resguardarlos y protegerlos, y los gorriones se subían a él volando.

- ¡Pip! ¿Dónde está Su Señoría? Por lo visto, no puede resistir el viento y ha abandonado el país. ¡Buen viaje!
Y las hojas del bosque fueron tornándose cada vez más amarillas y cayendo una tras otra; arreciaron las tormentas otoñales. El año estaba ya muy avanzado, y sobre la amarilla alfombra de hojas secas reposaba la reina del año, mirando con ojos dulces la rutilante estrella, mientras su esposo seguía sentado a su vera. Una ráfaga arremolinó el follaje... Cuando cesó, la reina había desaparecido; sólo una mariposa, la última del año, salió volando por el aire frío.
Y vinieron las húmedas nieblas, y con ellas el viento helado y las larguísimas y tenebrosas noches. El rey del año tenía el cabello blanco, aunque lo ignoraba; creía que eran los copos de nieve caídos de las nubes; una delgada capa blanca cubría el campo verde.

Las campanas de las iglesias anunciaron las Navidades.
- ¡Tocan las campanas del Nacimiento! -dijo el señor del año-, pronto nacerá la nueva real pareja, y yo me iré a reposar, como ella. A reposar en la centelleante estrella.
Y en el verde bosque de abetos, cubierto de nieve, el ángel de Navidad consagraba los arbolillos destinados a la gran fiesta.
- ¡Alegría en las casas y bajo las ramas verdes! -dijo el viejo soberano, a quien las semanas habían transformado en un anciano canoso. Se acerca la hora de mi descanso; la joven pareja va a recibir la corona y el cetro.
- ¡Pero el poder es tuyo! -dijo el ángel de Navidad-. El poder, mas no el descanso. Haz que la nieve se deposite como un manto caliente sobre las tiernas semillas. Aprende a soportar que tributen homenaje a otro, aunque tú seas el amo y señor. Aprende a ser olvidado, aunque vivo. La hora de tu libertad llegará cuando aparezca la Primavera.

- ¿Cuándo vendrá la Primavera? -preguntó el Invierno.
- Vendrá cuando regrese la cigüeña.
Y con rizos canos y blanca barba quedóse el Invierno, helado, viejo y achacoso, pero fuerte como la tempestad invernal y el hielo, sobre la cima nevada de la colina, mirando al Sur, como hiciera el Invierno que le había precedido. Crujió el hielo y crepitó la nieve, los patinadores describieron sus círculos por la firme superficie de los lagos, los cuervos y las cornejas resaltaron sobre el blanco fondo, y el viento se mantuvo en absoluta calma. En el aire quieto, el Invierno cerraba los puños, y el hielo se extendía en espesa capa.
Los gorriones volvieron de la ciudad y preguntaron: -¿Quién es aquel viejo de allá?
Y el cuervo, que volvía a estar presente, o tal vez fuera un hijo suyo - lo mismo da -, les dijo:

- Es el Invierno. El viejo del año pasado. No está muerto, como dice el calendario, sino que hace de tutor de la Primavera, que ya se acerca.
- ¿Cuándo viene la Primavera? - preguntaron los gorriones-. Tendremos buen tiempo y lo pasaremos mejor. Lo de hasta ahora no interesa.
Sumido en sus pensamientos, el Invierno saludaba con la cabeza al bosque negro y desnudo, donde cada árbol mostraba la bella forma y curvatura de las ramas, y durante el sueño invernal bajaron las nieblas gélidas de las nubes: el Señor soñaba en los tiempos de su juventud y de su edad viril, y al amanecer todo el bosque presentó una brillante madurez; era el sueño de verano del Invierno, el sol derretía la escarcha de las ramas.

- ¿Cuándo viene la Primavera? ­preguntaron los gorriones.
- ¡La Primavera! -resonó como un eco de las nevadas colinas. El calor se intensificó gradualmente, la nieve se fundió, y los pájaros cantaron:
- ¡Llega la Primavera!
Y, volando en las altas regiones del cielo, apareció la primera cigüeña, seguida de la segunda; las dos llevaban sobre la espalda un niño precioso. Descendieron hasta el campo libre, besaron el suelo y besaron también al viejo silencioso, que, como Moisés en la montaña, desapareció montado en una nube.
La historia del año había terminado.
- ¡Está muy bien! -exclamaron los gorriones-. Y es una historia muy hermosa. Pero no va de acuerdo con el calendario, y, por tanto, es falsa.


FINIS

lunes, 11 de febrero de 2008

La vieja losa sepulcral

Un cuento de Hans Christian Andersen - 055


En una pequeña ciudad, toda una familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que se dice que «las veladas se hacen más largas», en casa del propietario de una granja. El tiempo era todavía templado y tibio; habían encendido la lámpara, las largas cortinas colgaban delante de las ventanas, donde se veían grandes macetas, y en el exterior brillaba la luna; pero no hablaban de ella, sino de una gran piedra situada en la era, al lado de la puerta de la cocina, y sobre la cual las sirvientas solían colocar la vajilla de cobre bruñida para que se secase al sol, y donde los niños gustaban de jugar. En realidad era una antigua losa sepulcral.
- Sí -decía el propietario-, creo que procede de la iglesia derruida del viejo convento. Vendieron el púlpito, las estatuas y las losas funerarias. Mi padre, que en gloria esté, compró varias, que fueron cortadas en dos para baldosas; pero ésta sobró, y ahí la dejaron en la era.

- Bien se ve que es una losa sepulcral -dijo el mayor de los niños-. Aún puede distinguirse en ella un reloj de arena y un pedazo de un ángel; pero la inscripción está casi borrada; sólo queda el nombre de Preben y una S mayúscula detrás; un poco más abajo se lee Marthe. Es cuanto puede sacarse, y aún todo eso sólo se ve cuando ha llovido y el agua ha lavado la piedra.
- ¡Dios mío, pero si es la losa de Preben Svane y de su mujer! -exclamó un hombre muy viejo; por su edad hubiera podido ser el abuelo de todos los reunidos en la habitación-. Sí, aquel matrimonio fue uno de los últimos que recibieron sepultura en el cementerio del antiguo convento. Era una respetable pareja de mis años mozos. Todos los conocían y todos los querían; eran la pareja más anciana de la ciudad. Corría el rumor de que poseían más de una tonelada de oro, y, no obstante, vestían con gran sencillez, con prendas de las telas más bastas, aunque siempre muy aseados.

Formaban una simpática pareja de viejos, Preben y su Marta. Daba gusto verlos sentados en aquel banco de la alta escalera de piedra de la casa, bajo las ramas del viejo tilo, saludando y gesticulando, con su expresión amable y bondadosa. En caritativos no había quien les ganara; daban de comer a los pobres y los vestían, y ejercían su caridad con delicadeza y verdadero espíritu cristiano. La mujer murió la primera; recuerdo muy bien el día. Era yo un chiquillo y estaba con mi padre en casa del viejo Preben, cuando su esposa acababa de fallecer; el pobre hombre estaba muy emocionado, y lloraba como un niño. El cadáver se hallaba aún en el dormitorio contiguo; Preben habló a mi padre y a varios vecinos de lo solo que iba a encontrarse en adelante, de lo buena que ella había sido, de los muchos años que habían vivido juntos y de cómo se habían conocido y enamorado. Yo era muy niño, como he dicho, me limitaba a escuchar; pero me causó una enorme impresión oír al viejo y ver como iba animándose poco a poco y le volvían los colores a la cara al contar sus días de noviazgo, y cuán bonita había sido ella, y los inocentes ardides de que él se había valido para verla. Y nos habló también del día de la boda; sus ojos se iluminaron, y el buen hombre revivió aquel tiempo feliz... y he aquí que ahora yacía ella muerta en el aposento contiguo, y él, viejo también, hablando del tiempo de la esperanza... sí, así van las cosas. Entonces era yo un niño, y hoy soy viejo, tan viejo como Preben Svane. Pasa el tiempo y todo cambia. Me acuerdo muy bien del entierro; el viejo Preben seguía detrás del féretro. Pocos años antes, el matrimonio había mandado esculpir su losa sepulcral, con la inscripción y los nombres, todo excepto el año de la muerte; al atardecer transportaron la piedra y la aplicaron sobre la tumba... para volver a levantarla un año más tarde, cuando el viejo Preben fue a reunirse con su esposa. No dejaron el tesoro del que hablaba la gente; lo que quedó fue para una familia que residía muy lejos y de la que nadie sabía la menor cosa. La casa de entramado de madera, con el banco en lo alto de la escalera de piedra bajo el tilo, fue derribada por orden de la autoridad; era demasiado vieja y ruinosa para dejarla en pie. Más tarde, cuando la iglesia conventual corrió la misma suerte, y fue cerrado el cementerio, la losa sepulcral de Preben y su Marta fue a parar, como todo lo demás de allí, a manos de quien quiso comprarlo, y ha querido el azar que esta piedra no haya sido rota a pedazos y usada para baldosa, sino que se ha quedado en la era, lugar de juego para los niños, plataforma para la vajilla fregada de las sirvientas. La carretera empedrada pasa hoy por encima del lugar donde descansan el viejo Preben y su mujer. ¿Quién se acuerda ya de ellos? -. Y el anciano meneó la cabeza melancólicamente-. ¡Olvidados! Todo se olvida -concluyó.

Y entonces se empezó a hablar de otras cosas; pero el muchachito, un niño de grandes ojos serios, se había subido a una silla y miraba a la era, donde la luna enviaba su blanca luz a la vieja losa, aquella piedra que antes le pareciera siempre vacía y lisa, pero que ahora yacía allí como una hoja entera de un libro de Historia. Todo lo que el muchacho acaba de oír acerca de Preben y su mujer vivía en aquella losa; y él la miraba, y luego levantaba los ojos hacia la clara luna, colgada en el alto cielo purísimo; era como si el rostro de Dios brillase sobre la Tierra.

- ¡Olvidado! Todo se olvida -se oyó en el cuarto, y en el mismo momento un ángel invisible besó al niño en el pecho y en la frente y le murmuró al oído: - ¡Guarda bien la semilla que te han dado, guárdala hasta el día de su maduración! Por ti, hijo mío, esta inscripción borrada, esta losa desgastada por la intemperie, resucitará en trazos de oro para las generaciones venideras. El anciano matrimonio volverá a recorrer, cogido del brazo, las viejas calles, y se sentará de nuevo, sonriente y con rojas mejillas, en la escalera bajo el tilo, saludando a ricos y pobres. La semilla de esta hora germinará a lo largo de los años, para transformarse en un florido poema. Lo bueno y lo bello no cae en el olvido; sigue viviendo en la leyenda y en la canción.


FINIS

El nido de cisnes



Un cuento de Hans Christian Andersen - 054


Entre los mares Báltico y del Norte hay un antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En él nacieron y siguen naciendo cisnes que jamás morirán.

En tiempos remotos, una bandada de estas aves voló, por encima de los Alpes, hasta las verdes llanuras de Milán; aquella bandada de cisnes recibió el nombre de longobardos. Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban la lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó en el trono imperial y extendió sus amplias alas blancas a modo de escudo, para protegerlo. Fueron los varingos.

En la costa de Francia resonó un grito de espanto ante la presencia de los cisnes sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las alas, y el pueblo rogaba: “¡Dios nos libre de los salvajes normandos!”

Sobre el verde césped de Inglaterra se posó el cisne danés, con triple corona real sobre la cabeza y extendiendo sobre el país el cetro de oro.

Los paganos de la costa de Pomerania hincaron la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la bandera de la cruz y la espada desnuda.

“Todo eso ocurrió en épocas remotísimas,” dirás.

También en tiempos recientes se han visto volar del nido cisnes poderosos.

Hízose luz en el aire, hízose luz sobre los campos del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne disipó la niebla opaca, quedando visible el cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho Brahe.

“Sí, en aquel tiempo,” dices. “Pero, ¿y en nuestros días?” Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo. Uno pulsó con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y las notas resonaron en todo el Norte; las rocas de Noruega se levantaron más altas, iluminadas por el sol de la Historia. Oyóse un murmullo entre los abetos y los abedules; los dioses nórdicos, sus héroes y sus nobles matronas, se destacaron sobre el verde oscuro del bosque.

Vimos un cisne que batía las alas contra la peña marmórea, con tal fuerza que la quebró, y las espléndidas figuras encerradas en la piedra avanzaron hasta quedar inundadas de luz resplandeciente, y los hombres de las tierras circundantes levantaron la cabeza para contemplar las portentosas estatuas.

Vimos un tercer cisne que hilaba la hebra del pensamiento, el cual da ahora la vuelta al mundo de país en país, y su palabra vuela con la rapidez del rayo.

Dios Nuestro Señor ama al viejo nido de cisnes construido entre los mares Báltico y Norte. Dejad si no que otras aves prepotentes se acerquen por los aires con propósito de destruirlo. “¡No lo lograrán jamás!” Hasta las crías implumes se colocan en circulo en el borde del nido; bien lo hemos visto. Recibirán los embates en pleno pecho, del que manará la sangre; mas ellos se defenderán con el pico y con las garras.

Pasarán aún siglos, otros cisnes saldrán del nido, que serán vistos y oídos en toda la redondez del Globo, antes de que llegue la hora en que pueda decirse en verdad: “Es el último de los cisnes, el último canto que sale de su nido.”


FINIS

viernes, 1 de febrero de 2008

Dentro de mil años

Un cuento de Hans Christian Andersen - 053


Sí, dentro de mil años la gente cruzará el océano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de América acudirán a visitar la vieja Europa. Vendrán a ver nuestros monumentos y nuestras decaídas ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaídas magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos.

El Támesis, el Danubio, el Rin, seguirán fluyendo aún; el Mont­blanc continuará enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarán sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentáneas grandezas han caído en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el túmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allí el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies.
- ¡A Europa! -exclamarán las jóvenes generaciones americanas-. ¡A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasías! ¡A Europa!

Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesía es más rápida que por el mar; el cable electromagnético que descansa en el fondo del océano ha telegrafiado ya dando cuenta del número de los que forman la caravana aérea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía; han avisado que no se les despierte hasta que estén sobre Inglaterra. Allí pisarán el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la política y de las máquinas, como la llaman otros. La visita durará un día: es el tiempo que la apresurada generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia.
El viaje prosigue por el túnel del canal hacia Francia, el país de Carlomagno y de Napoleón. Se cita a Molière, los eruditos hablan de una escuela clásica y otra romántica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a héroes, vates y sabios que nuestra época desconoce, pero que más tarde nacieron sobre este cráter de Europa que es París.

La aeronave vuela por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de Cortés, el escenario donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos viven aún en los valles floridos, y en estrofas antiquísimas se recuerda al Cid y la Alhambra.
Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma. Hoy está decaída, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro solitario, y aun se abrigan dudas sobre su autenticidad.
Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allí, viste mucho. El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaño se alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allí donde la leyenda cuenta que estuvo el jardín del harén en tiempos de los turcos.

Continúa el itinerario aéreo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra época no conoce aún; pero aquí y allá - sobre lugares ricos en recuerdos que algún día saldrán del seno del tiempo - se posa la caravana para reemprender muy pronto el vuelo.
Al fondo se despliega Alemania - otrora cruzada por una densísima red de ferrocarriles y canales - el país donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las artes, nombres que ignoramos. Un día de estancia en Alemania y otro para el Norte, para la patria de Örsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los antiguos héroes y de los hombres eternamente jóvenes del Septentrión. Islandia queda en el itinerario de regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla está extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa sigue incólume en el mar bravío.

- Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho días. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero - aquí se cita un nombre conocido en aquel tiempo - ha demostrado en su famosa obra: Cómo visitar Europa en ocho días.


FINIS