martes, 30 de octubre de 2007

Holger el danés

Un cuento de Hans Christian Andersen - 033


Hay en Dinamarca un viejo castillo llamado Kronborg. Está junto al Öresund, estrecho que cruzan diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses que rusos y prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillería, ¡bum!, y él contesta con sus cañones: ¡bum! Pues de esta forma los cañones dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!». En invierno no pasa por allí ningún buque, ya que entonces está todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la costa sueca; pero en la buena estación es una verdadera carretera. Ondean las banderas danesa y sueca, y las poblaciones de ambos países se dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!», pero no a cañonazos, sino con un amistoso apretón de manos, y unos llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida forastera siempre sabe mejor. Pero lo más estupendo de todo es el castillo de Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger el Danés. Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus robustos brazos; su larga barba cuelga por sobre la mesa de mármol, a la que está pegada. Duerme y sueña, pero en sueños ve todo lo que ocurre allá arriba, en Dinamarca. Por Nochebuena baja siempre un ángel de Dios y le dice que es cierto lo que ha soñado, y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues Dinamarca no se encuentra aún en verdadero peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el viejo danés, se levantaría, y rompería la mesa al retirar la barba. Volvería al mundo y pegaría tan fuerte, que sus golpes se oirían en todos los ámbitos de la Tierra.

Un anciano explicó a su nietecito todas estas cosas acerca de Holger, y el pequeño sabía que todo lo que decía su abuelo era la pura verdad. Mientras contaba, el viejo se entretenía tallando una gran figura de madera que representaría a Holger, destinada a adornar la proa de un barco; pues el abuelo era escultor de madera, o sea, un hombre que talla figuras para espolones de barcos, figuras que van de acuerdo con el nombre del navío. Y en aquella ocasión había representado a Holger, erguido y altivo, con su larga barba, la ancha espada de combate en una mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo adornado con las armas danesas.

El abuelo contó tantas y tantas cosas de hombres y mujeres notables de Dinamarca, que el nieto creyó al fin que sabía tanto como el propio Holger, el cual, además, se limitaba a soñarlas; y cuando se fue a acostar, púsose a pensar tanto en aquello, que aplicó la barbilla contra la colcha y se dio a creer que tenía una luenga barba pegada a ella.

El abuelo se había quedado para proseguir su trabajo, y realizaba la última parte del mismo, que era el escudo danés. Cuando ya estuvo listo contempló su obra, pensando en todo lo que leyera y oyera, y en lo que aquella noche había explicado al muchachito. Hizo un gesto con la cabeza, se limpió las gafas y, volviendo a sentarse, dijo:

- Durante el tiempo que me queda de vida, seguramente no volverá Holger; pero ese pequeño que duerme ahí tal vez lo vea y esté a su lado el día que sea necesario.
Y el viejo abuelo repitió su gesto, y cuanto más examinaba su Holger, más se convencía de que había hecho una buena talla; parecióle que cobraba color, y que la armadura brillaba como hierro y acero; en el escudo de armas, los corazones se enrojecían gradualmente, y los leones coronados, saltaban.

- Es el escudo más hermoso de cuantos existen en el mundo entero - dijo el viejo -. Los leones son la fuerza, y los corazones, la piedad y el amor. Contempló el primer león y pensó en el rey Knud, que incorporó la gran Inglaterra al trono de Dinamarca; y al considerar el segundo recordó a Waldemar, unificador de Dinamarca y conquistador de los países vendos; el tercer león le trajo a la memoria a Margarita, que unió Dinamarca, Suecia y Noruega. Y cuando se fijó en los rojos corazones, pareciéronle que brillaban aún más que antes; eran llamas que se movían, y sus pensamientos fueron en pos de cada uno de ellos.
La primera llama lo condujo a una estrecha y oscura cárcel, ocupada por una prisionera, una hermosa mujer, hija de Cristián IV: Leonora Ulfeldt; y la llama se posó, cual una rosa, en su pecho, floreciendo y brillando con el corazón de la mejor y más noble de todas las mujeres danesas.

- Sí, es uno de los corazones del escudo de Dinamarca - dijo el abuelo. Y luego su mente se dirigió a la llama segunda, que lo llevó a alta mar, donde los cañones tronaban, y los barcos aparecían envueltos en humo; y la llama se fijó, como una condecoración, en el pecho de Hvitfeldt, cuando, para salvar la flota, voló su propio barco con él a bordo.

La tercera llama lo transportó a las míseras cabañas de Groenlandia, donde el párroco Hans Egede realizaba su apostolado de amor con palabras y obras; la llama era una estrella en su pecho, un corazón en las armas danesas.
Y los pensamientos del abuelo se anticiparon a la llama flotante, pues sabía adónde iba ésta. En la pobre vivienda de la campesina, Federico VI, de pie, escribía con tiza su nombre en las vigas. La llama temblaba sobre su pecho y en su corazón; en aquella humilde estancia, su corazón pasó a forzar parte del escudo danés. Y el viejo se secó los ojos, pues había conocido al rey Federico, con sus cabellos de plata y sus nobles ojos azules, y por él había vivido. Y juntando las manos se quedó inmóvil, con la mirada fija. Entró entonces su nuera a decir al anciano que era ya muy tarde y hora de descansar, y que la mesa estaba puesta.

- Pero, ¡qué hermosa estatua has hecho, abuelo! - exclamó la joven -. ¡Holger y nuestro escudo completo! Diría que esta cara la he visto ya antes.
- No, tú no la has visto - dijo el abuelo -, pero yo sí, y he procurado tallarla en la madera, tal y como la tengo en la memoria. Cuando los ingleses estaban en la rada el día 2 de abril, supimos demostrar que éramos los antiguos daneses. A bordo del «Dinamarca», donde yo servía en la escuadra de Steen Bille, había a mi lado un hombre; habríase dicho que las balas le tenían miedo. Cantaba alegremente viejas canciones, mientras disparaba y combatía como si fuese un ser sobrehumano. Me acuerdo todavía de su rostro; pero no sé, ni lo sabe nadie, de dónde vino ni adónde fue. Muchas veces he pensado si sería Holger, el viejo danés, en persona, que habría salido de Kronborg para acudir en nuestra ayuda a la hora del peligro. Esto es lo que pensé, y ahí está su efigie.

Y la figura proyectaba una gran sombra en la pared e incluso sobre parte del techo; parecía como si allí estuviese el propio Holger, pues la sombra se movía; claro que podía también ser debido a que la llama de la lámpara ardía de manera irregular. La nuera dio un beso al abuelo y lo acompañó hasta el gran sillón colocado delante de la mesa, y ella y su marido, hijo del viejo y padre del chiquillo que dormía en la cama, se sentaron a cenar. El anciano habló de los leones y de los daneses, de la fuerza y la clemencia, y explicó de modo bien claro que existía otra fuerza, además de la espada, y señaló el armario que guardaba viejos libros; allí estaban las comedias completas de Holberg, tan leídas y releídas, que uno creía conocer desde hacía muchísimo tiempo a todos sus personajes.

- ¿Veis? Éste también supo zurrar - dijo el abuelo -. Hizo cuanto pudo por acabar con todo lo disparatado y torpe que había en la gente -y, señalando el espejo sobre el cual estaba el calendario con la Torre Redonda, dijo: - También Tico Brahe manejó la espada, pero no con el propósito de cortar carne y quebrar huesos, sino para trazar un camino más preciso entre las estrellas del cielo. Y luego aquel cuyo padre fue de mi profesión, el hijo del viejo escultor, aquel a quien yo mismo he visto, con su blanco cabello y anchos hombros, aquel cuyo nombre es famoso en todos los países de la Tierra. Sí, él sabía esculpir, yo sólo sé tallar. Sí, Holger puede aparecérsenos en figuras muy diversas, para que en todos los pueblos se hable de la fuerza de Dinamarca. ¿Brindamos a la salud de Bertel?.

Pero el pequeño, en su cama, veía claramente el viejo Kronborg y el Öresund, y veía al verdadero Holger allá abajo, con su barba pegada a la mesa de mármol, soñando con todo lo que sucede acá arriba. Y Holger soñaba también en la reducida y pobre vivienda del imaginero, oía cuanto en ella se hablaba, y, con un movimiento de la cabeza, sin despertar de su sueño, decía:

- Sí, acordaos de mí, daneses, retenedme en vuestra memoria. No os abandonaré en la hora de la necesidad.

Allá, ante el Kronborg, brillaba la luz del día, y el viento llevaba las notas del cuerno de caza a las tierras vecinas; los barcos, al pasar, enviaban sus salvas: ¡bum! ¡bum!, y desde el castillo contestaban: ¡bum! ¡bum! Pero Holger no se despertaba, por ruidosos que fuesen los cañonazos, pues sólo decían: «¡Buenos días!», «¡Muchas gracias!». De un modo muy distinto tendrían que disparar para despertarlo; pero un día u otro despertará, pues Holger el danés es de recia madera.


FINIS

jueves, 25 de octubre de 2007

La pastora y el deshollinador

Un cuento de Hans Christian Andersen - 032


¿Has visto alguna vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los años, adornados con tallas de volutas y follaje? Pues uno así había en una sala; era una herencia de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los arabescos más raros que quepa imaginar, y entre ellos sobresalían cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habían tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cómica, y en su cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podía llamar risa. Tenía patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niños de la casa lo llamaban siempre el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo»; era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; ¡y no debió de tener poco trabajo, el que lo esculpió!

Y allí estaba, con la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que había una linda pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un báculo de pastor en la mano: era un primor. A su lado había un pequeño deshollinador, negro como el carbón, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro cualquiera; lo de deshollinador sólo lo representaba: el fabricante de porcelana lo mismo hubiera podido hacer de él un príncipe, ¡qué más le daba!
He ahí, pues, al hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollín le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habían colocado allí a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habían enamorado. Nada había que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frágiles.
A su lado había aún otra figura, tres veces mayor que ellos: un viejo chino que podía agachar la cabeza. Era también de porcelana, y pretendía ser el abuelo de la zagala, aunque no estaba en situación de probarlo. Afirmaba tener autoridad sobre ella, y, en consecuencia, había aceptado, con un gesto de la cabeza, la petición que el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» le había hecho de la mano de la pastora.

- Tendrás un marido -dijo el chino a la muchacha- que estoy casi convencido, es de madera de ébano; hará de ti la «Sargenta­mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo». Su armario está repleto de objetos de plata, ¡y no digamos ya lo que deben contener los cajones secretos!

- ¡No quiero entrar en el oscuro armario! -protestó la pastorcilla-. He oído decir que guarda en él once mujeres de porcelana. - En este caso, tú serás la duodécima -replicó el chino-. Esta noche, en cuanto cruja el viejo armario, se celebrará la boda, ¡como yo soy chino! -. E, inclinando la cabeza, se quedó dormido.
La pastorcilla, llorosa, levantó los ojos al dueño de su corazón, el deshollinador de porcelana.
- Quisiera pedirte un favor. ¿Quieres venirte conmigo por esos mundos de Dios? Aquí no podemos seguir.
- Yo quiero todo lo que tú quieras -respondióle el mocito.- Vámonos enseguida, estoy seguro de que podré sustentarte con mi trabajo.

- ¡Oh, si pudiésemos bajar de la mesa sin contratiempo! -dijo ella-. Sólo me sentiré contenta cuando hayamos salido a esos mundos.
Él la tranquilizó, y le enseñó cómo tenía que colocar el piececito en las labradas esquinas y en el dorado follaje de la pata de la mesa; sirvióse de su escalera, y en un santiamén se encontraron en el suelo. Pero al mirar al armario, observaron en él una agitación; todos los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y, levantando la cornamenta, volvían el cuello; el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» pegó un brinco y gritó al chino:

- ¡Se escapan, se escapan!
Los pobrecillos, asustados, se metieron en un cajón que había debajo de la ventana.
Había allí tres o cuatro barajas, aunque ninguna completa, y un teatrillo de títeres montado un poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba representando una función y todas las damas, oros y corazones, tréboles y espadas, sentados en las primeras filas, se abanicaban con sus tulipanes; detrás quedaban las sotas, mostrando que tenían cabeza o, por decirlo mejor, cabezas, una arriba y otra abajo, como es costumbre en los naipes. El argumento trataba de dos enamorados que no podían ser el uno para el otro, y la pastorcilla se echó a llorar, por lo mucho que el drama se parecía al suyo.

- ¡No puedo resistirlo! -exclamó-. ¡Tengo que salir del cajón! -. Pero una vez volvieron a estar en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el viejo chino, despierto, se tambaleó con todo el cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenía de una sola pieza.

- ¡Que viene el viejo chino! -gritó la zagala azorada, cayendo de rodillas.
- Se me ocurre una idea -dijo el deshollinador-. ¿Y si nos metiésemos en aquella gran jarra de la esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si se acerca le arrojaremos sal a los ojos.
- No serviría de nada -respondió ella-. Además, sé que el chino y la jarra estuvieron prometidos, y siempre queda cierta simpatía en semejantes circunstancias. No; el único recurso es lanzarnos al mundo.
- ¿De verdad te sientes con valor para hacerlo? -preguntó el deshollinador-. ¿Has pensado en lo grande que es y que nunca podremos volver a este lugar?
- Sí -afirmó ella.
El deshollinador la miró fijamente y luego dijo:

- Mi camino pasa por la chimenea. ¿De veras te sientes con ánimo para aventurarte en el horno y trepar por la tubería? Saldríamos al exterior de la chimenea; una vez allí, ya sabría yo apañármelas. Subiremos tan arriba, que no podrán alcanzarnos, y en la cima hay un orificio que sale al vasto mundo.
Y la condujo a la puerta del horno.
- ¡Qué oscuridad! -exclamó ella, sin dejar de seguir a su guía por la caja del horno y por el tubo, oscuro como boca de lobo.

- Estamos ahora en la chimenea -explicóle él-. Fíjate: allá arriba brilla la más hermosa de las estrellas.
Era una estrella del cielo que les enviaba su luz, exactamente como para mostrarles el camino. Y ellos venga trepar y arrastrarse. ¡Horrible camino, y tan alto! Pero el mozo la sostenía, indicándole los mejores agarraderos para apoyar sus piececitos de porcelana. Así llegaron al borde superior de la chimenea y se sentaron en él, pues estaban muy cansados, y no sin razón.
Encima de ellos extendíase el cielo con todas sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor, hasta donde alcanzaron los ojos; la pobre pastorcilla jamás habla imaginado cosa semejante; reclinó la cabecita en el hombro de su deshollinador y prorrumpió en llanto, con tal vehemencia que se le saltaba el oro del cinturón.

- ¡Es demasiado! -exclamó-. No podré soportarlo, el mundo es demasiado grande. ¡Ojalá estuviese sobre la mesa, bajo el espejo! No seré feliz hasta que vuelva a encontrarme allí. Te he seguido al ancho mundo; ahora podrías devolverme al lugar de donde salimos. Lo harás, si es verdad que me quieres.
El deshollinador le recordó prudentemente el viejo chino y el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo», pero ella no cesaba de sollozar y besar a su compañerito, el cual no pudo hacer otra cosa que ceder a sus súplicas, aun siendo una locura.

Y así bajaron de nuevo, no sin muchos tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por la tubería y el horno. No fue nada agradable.
Una vez en la caja del horno, pegaron la oreja a la puerta para enterarse de cómo andaban las cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio; miraron al interior y... ¡Dios mío!, el viejo chino yacía en el suelo. Se había caído de la mesa cuando trató de perseguirlos, y se rompió en tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos, y la cabeza, rodando, había ido a parar a una esquina. El «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» seguía en su puesto con aire pensativo.
- ¡Horrible! -exclamó la pastorcita-. El abuelo roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa. ¡No lo resistiré! -y se retorcía las manos.

- Aún es posible pegarlo -dijo el deshollinador-. Pueden pegarlo muy bien, tranquilízate; si le ponen masilla en la espalda y un buen clavo en la nuca quedará como nuevo; aún nos dirá cosas desagradables.
- ¿Crees? -preguntó ella. Y treparon de nuevo a la mesa.
- Ya ves lo que hemos conseguido -dijo el deshollinador-. Podíamos habernos ahorrado todas estas fatigas.
- ¡Si al menos estuviese pegado el abuelo! -observó la muchacha-. ¿Costará muy caro?
Pues lo pegaron, sí señor; la familia cuidó de ello. Fue encolado por la espalda y clavado por el pescuezo, con lo cual quedó como nuevo, aunque no podía ya mover la cabeza.

- Se ha vuelto usted muy orgulloso desde que se hizo pedazos -dijo el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de­chivo» -. Y la verdad que no veo los motivos. ¿Me la va a dar o no?
El deshollinador y la pastorcilla dirigieron al viejo chino una mirada conmovedora, temerosos de que agachase la cabeza; pero le era imposible hacerlo, y le resultaba muy molesto tener que explicar a un extraño que llevaba un clavo en la nuca. Y de este modo siguieron viviendo juntas aquellas personitas de porcelana, bendiciendo el clavo del abuelo y queriéndose hasta que se hicieron pedazos a su vez.


FINIS

lunes, 22 de octubre de 2007

El porquerizo

Un cuento de Hans Christian Andersen - 020

Érase una vez un príncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el príncipe quería hacer.
Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: - ¿Me quieres por marido? - Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella?
Pues vamos a verlo.

En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, habríase dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.
El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría:
- ¡A ver si será un gatito! - pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnífica rosa.
- ¡Qué linda es! - dijeron todas las damas.
- Es más que bonita - precisó el Emperador -, ¡es hermosa!
Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.

- ¡Ay, papá, qué lástima! - dijo -. ¡No es artificial, sino natural!
- ¡Qué lástima! - corearon las damas -. ¡Es natural!
- Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja - aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.

- ¡Superbe, charmant! - exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a cual peor.
- Este pájaro me recuerda la caja de música de la difunta Emperatriz - observó un anciano caballero -. Es la misma melodía, el mismo canto.
- En efecto - asintió el Emperador, echándose a llorar como un niño.
- Espero que no sea natural, ¿verdad? - preguntó la princesa.
- Sí, lo es; es un pájaro de verdad - respondieron los que lo habían traído.
- Entonces, dejadlo en libertad - ordenó la princesa; y se negó a recibir al príncipe.
Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calándose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio.
- Buenos días, señor Emperador - dijo -. ¿No podríais darme trabajo en el castillo?

- Bueno - replicó el Soberano -. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.
Y así el príncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía:

¡Ay, querido Agustín,
todo tiene su fin!

Pero lo más asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ¡Desde luego la rosa no podía compararse con aquello!
He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del "Querido Agustín". Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo.
- ¡Es mi canción! - exclamó -. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregúntale cuánto cuesta su instrumento.
Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos.

- ¿Cuánto pides por tu puchero? - preguntó.
- Diez besos de la princesa - respondió el porquerizo.
- ¡Dios nos asista! - exclamó la dama.
- Éste es el precio, no puedo rebajarlo - observó él.
- ¿Qué te ha dicho? - preguntó la princesa.
- No me atrevo a repetirlo - replicó la dama -. Es demasiado indecente.
- Entonces dímelo al oído -. La dama lo hizo así.
- ¡Es un grosero! - exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:

¡Ay, querido Agustín,
todo tiene su fin!

- Escucha - dijo la princesa -. Pregúntale si aceptaría diez besos de mis damas.
- Muchas gracias - fue la réplica del porquerizo -. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.

- ¡Es un fastidio! - exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mí, para que nadie lo vea.
Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla.
¡Dios santo, cuánto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelán como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.
- Sabemos quien comerá sopa dulce y tortillas, y quien comerá papillas y asado. ¡Qué interesante!

- Interesantísimo - asintió la Camarera Mayor.
- Sí, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.
- ¡No faltaba más! - respondieron todas -. ¡Ni que decir tiene!
El porquerizo, o sea, el príncipe - pero claro está que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico - no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.

- ¡Oh, esto es superbe! - exclamó la princesa al pasar por el lugar.
- ¡Nunca oí música tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, ¿eh?
- Pide cien besos de la princesa - fue la respuesta que trajo la dama de honor que había entrado a preguntar.
- ¡Este hombre está loco! - gritó la princesa, echándose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos -. Hay que estimular el Arte - observó -. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirá de mis damas.

- ¡Oh, señora, nos dará mucha vergüenza! - manifestaron ellas.
- ¡Ridiculeces! - replicó la princesa -. Si yo lo beso, también podéis hacerlo vosotras. No olvidéis que os mantengo y os pago -. Y las damas no tuvieron más remedio que resignarse.
- Serán cien besos de la princesa - replicó él - o cada uno se queda con lo suyo.
- Poneos delante de mí - ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el príncipe empezó a besarla.

- ¿Qué alboroto hay en la pocilga? - preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotándose los ojos, se caló los lentes -. Las damas de la Corte que están haciendo de las suyas; bajaré a ver qué pasa.
Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas.
¡Demonios, y no se dio poca prisa!
Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demás, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.

- ¿Qué significa esto? - exclamó al ver el besuqueo, dándole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibía el beso número ochenta y seis.
- ¡Fuera todos de aquí! - gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo.
Y he aquí a la princesa llorando, y al porquerizo regañándole, mientras llovía a cántaros.

- ¡Ay, mísera de mí! - exclamaba la princesa -. ¿Por qué no acepté al apuesto príncipe? ¡Qué desgraciada soy!
Entonces el porquerizo se ocultó detrás de un árbol, y, limpiándose la tizne que le manchaba la cara y quitándose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo más remedio que inclinarse ante él.

- He venido a decirte mi desprecio - exclamó él -. Te negaste a aceptar a un príncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseñor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. ¡Pues ahí tienes la recompensa!
Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar:

¡Ay, querido Agustín,
todo tiene su fin!


FINIS

sábado, 13 de octubre de 2007

Pegaojos (Ole Luköie)

Miércoles


¡Qué manera de llover! Federico oía la lluvia en sueños, y como a Pegaojos le dio por abrir una ventana, el pequeño vio cómo el agua llegaba hasta el antepecho, formando un lago inmenso. Pero junte a la casa flotaba un barco soberbio.

- Si quieres embarcar, Federico -dijo Pegaojos-, esta noche podrías irte por tierras extrañas y mañana estar de vuelta.

Y ahí tenéis a Federico, con sus mejores vestidos domingueros, embarcado en la magnífica nave. En un tris se despejó el cielo y el barco, con las velas desplegadas, avanzó por las calles, contorneó la iglesia y fue a salir a un mar inmenso. Y siguieron navegando hasta que desapareció toda tierra, y vieron una bandada de cigüeñas que se marchaban de su país en busca de otro más cálido. Las aves volaban en fila, una tras otra, y estaban ya lejos, muy lejos. Una de ellas se sentía tan cansada, que sus alas casi no podían ya sostenerla; era la última de la hilera, y volaba muy rezagada. Finalmente, la vio perder altura, con las alas extendidas, y aunque pegó unos aletazos, todo fue inútil. Tocó con las patas el aparejo del barco, deslizóse vela abajo y, ¡bum!, fue a caer sobre la cubierta.
La cogió el grumete y la metió en el gallinero, con los pollos, los gansos y los pavos; pero la pobre cigüeña se sentía cohibida entre aquella compañía.

- ¡Mirad a ésta! -exclamaron los pollos.
El pavo se hinchó tanto como pudo y le preguntó quién era. Los patos todo era andar a reculones, empujándose mutuamente y gritando: «¡Cuidado, cuidado!».
La cigüeña se puso a hablarles de la tórrida África, de las pirámides y las avestruces, que corren por el desierto más veloces que un camello salvaje. Pero los patos no comprendían sus palabras, y reanudaron los empujones: - Estamos todos de acuerdo en que es tonta, ¿verdad?.

- Claro que es tonta! -exclamó el pavo, y soltó unos graznidos. Entonces la cigüeña se calló y se quedó pensando en su África.

- ¡Qué patas tan delgadas tiene usted! -dijo la pava-. ¿A cuánto la vara?
«¡Cuac, cuac, cuac!», graznaron todos los gansos; pero la cigüeña hizo como si no los oyera.

- ¡Por qué no te ríes con nosotros? -le dijo la pava-. ¿No te parece graciosa mi pregunta? ¿O es que está por encima de tu inteligencia? ¡Bah! ¡Qué espíritu tan obtuso! Mejor será dejarla. -

Y soltó otro graznido, mientras los patos coreaban: «¡Cuac, cuac! ¡cuac, cuac!». ¡Dios mío, y cómo se divertían!

Pero Federico fue al gallinero, abrió la puerta y llamó a la cigüeña, que muy contenta lo siguió a la cubierta dando saltos.
Estaba ya descansada, y con sus inclinaciones de cabeza parecía dar las gracias a Federico. Desplegó luego las alas y emprendió nuevamente el vuelo hacia las tierras cálidas, mientras las gallinas cloqueaban, los patos graznaban, y al pavo se le ponía toda la cabeza encendida.

- ¡Mañana haremos una buena sopa contigo! -le dijo Federico, y en esto se despertó, y se encontró en su camita. ¡Qué extraño viaje le había procurado aquella noche Pegaojos.



Jueves


- ¿Sabes qué? -dijo el duende-. Voy a hacer salir un ratoncillo, pero no tengas miedo. -y le tendió la mano, mostrándole el lindo animalito-. Ha venido a invitarte a una boda. Esta noche se casan dos ratoncillos. Viven abajo, en la despensa de tu madre; ¡es una vivienda muy hermosa!

- Pero ¿cómo voy a pasar por la ratonera? -preguntó Federico.- Déjalo por mi cuenta -replicó Pegaojos-; verás cuán pequeño te vuelvo. Y lo tocó con su jeringuita mágica, y enseguida Federico se fue reduciendo, reduciendo, hasta no ser más largo que un dedo-. Ahora puedes pedirle su uniforme al soldado de plomo; creo que te sentará bien, y en sociedad lo mejor es presentarse de uniforme.

- Desde luego -respondió Federico, y en un momento estuvo vestido de soldado de plomo.

- ¿Hace el favor de sentarse en el dedal de su madre? -preguntó el ratoncito-. Será para mí un honor llevarlo.

- Si la señorita es tan amable -dijo Federico; y salieron para la boda.
Primero llegaron a un largo corredor del sótano, junto lo bastante alto para que pudiesen pasar con el dedal; y en toda su longitud estaba alumbrado con la fosforescencia de madera podrida.

- ¿Verdad que huele bien? -dijo el ratón que lo llevaba-. Han untado todo el pasillo con corteza de tocino. ¡Ay, que cosa tan rica!
Así llegaron al salón de la fiesta. A la derecha se hallaban reunidas todas las ratitas, cuchicheando y hablándose al oído, qué no parecía sino que estuviesen a partir un piñón; y a la izquierda quedaban los caballeros, alisándose los bigotes con la patita. Y en el centro de la sala aparecía la pareja de novios, de pie sobre la corteza de un queso vaciado, besándose sin remilgos delante de toda la concurrencia, pues estaban prometidos y dentro unos momentos quedarían unidos en matrimonio.

Seguían llegando forasteros y más forasteros; todo eran apreturas y pisotones; los novios se habían plantado ante la misma puerta, de modo que no dejaban entrar ni salir. Toda la habitación estaba untada de tocino como el pasillo, y en este olor consistía el banquete; para postre presentaron un guisante, en el que un ratón de la familia había marcado con los dientes el nombre de los novios, quiero decir las iniciales. Jamás se vio cosa igual.
Todos los ratones afirmaron que había sido una boda hermosísima, y el banquete, magnífico.

Federico regresó entonces a su casa; estaba muy contento de haber conocido una sociedad tan distinguida; lástima que hubiera tenido que reducirse tanto de tamaño y vestirse de soldadito de plomo.



Viernes


¡Es increíble, ¡cuánta gente mayor hay que quisiera tenerme a su lado! -dijo Pegaojos-, sobre todo los que han cometido alguna mala acción. «Sueñecito bueno - me dicen -, no podemos pegar los ojos y nos pasamos en vela toda la santa noche, rumiando nuestras maldades, que, sentadas cual feos duendes sobre la cama, nos rocían con agua hirviente. ¡Ah, si vinieses tú a echarlos y nos deparases un buen sueñecito!». Y, con un profundo suspiro, añaden: «Te lo pagaríamos gustosos. Buenas noches, Pegaojos. El dinero está en la ventana». Pero yo no lo hago por dinero. -añadió el duende.

- ¿Y qué vamos a hacer esta noche? -preguntó Federico.

- ¿Qué me dices de ir a otra boda? Es distinta de la de anoche. El gran muñeco de tu hermana, que tiene aspecto de hombre y se llama Armando, va a casarse con la muñeca Berta. Además, es el cumpleaños de ella, por lo que llegarán muchos regalos.

- Sí, ya sé -respondió Federico-. Cada vez que las muñecas necesitan vestidos nuevos, mi hermana dice que es su cumpleaños o las casa. Lo menos lo ha hecho cien veces.

-Si, pero esta noche es la boda número ciento uno, y esta vez va a ser la última. ¡Se acabó! Por eso será distinta de las demás. ¡Vamos allá!
Federico miró hacia la mesa. Encima estaba la casa de cartón con las ventanas iluminadas, y, fuera, todos los soldados de plomo presentaban armas. La pareja de novios parecía muy pensativa - y no le faltaban motivos -. De pie, en el suelo, apoyábanse los dos contra la pata de la mesa. Pegaojos, vestido con el traje negro de la abuela, los estaba casando. Terminada la ceremonia, todos los muebles de la habitación entonaron un canto que había compuesto el lápiz, con música de retreta militar, que decía así:

Vendrá la canción, como el viento, a la pareja que hoy se desposa.
Están tiesos como palo de huso, pues que son de piel de cabritilla. ¡Hurra por el palo y por el cuero! ¡Así cantamos hoy al viento y al tiempo!
Y luego recibieron los regalos; pero habían renunciado a todo lo comestible, pues les bastaba con su amor.

- ¿Nos instalamos en una casita de veraneo o nos vamos de viaje? -preguntó el novio. Llamaron a consejo a la golondrina, que tantas tierras había recorrido, y a la gallina, que por cinco veces había incubado sus polluelos. Y la golondrina habló de los bellos países cálidos donde cuelgan los suculentos racimos de uvas, donde el aire es tibio y las montañas ostentan colores que aquí son desconocidos.

- Pero no tienen nuestras berzas -observó la gallina-. Un verano estuve con mis polluelos en el campo. Había un hoyo de arena, donde íbamos a escarbar, y luego nos dejaban entrar en un huerto de berzas. ¡Qué verdor, Dios mío! ¡No puede imaginarse cosa más hermosa!

- ¡Bah, todas las coles son iguales! -dijo la golondrina-. Y además, aquí hace muy mal tiempo.

- Ya estamos acostumbrados.

- Pero hace frío y hiela.

- ¡Esto es bueno para las berzas! -replicó la gallina-. Y tampoco falta el calor. ¿No te acuerdas el verano que hizo, unos años atrás, que casi no se podía respirar? Y luego aquí no hay aquellos bichos venenosos que viven en aquellas tierras, ni tenemos bandidos. Quien diga que nuestro país no es el más hermoso de todos es un desalmado, y no merece estar aquí -. Y, echándose a llorar, la gallina prosiguió: - También yo he viajado. ¡A más de doce leguas de aquí llegué una vez! La verdad, no es un placer viajar.

- Sí, la gallina es una mujer razonable -dijo la muñeca Berta-. No me apetece ir por las montañas; todo es subir para luego volver a bajar. No, mejor será irnos al hoyo de arena y a pasear por el huerto de coles.
Y en eso quedaron.



Sábado


- ¿Me contarás más cuentos? -preguntó Federico tan pronto como Pegaojos lo hubo sumido en el sueño.

- Esta noche no tendremos tiempo -contestó el duende, abriendo el más bonito de sus paraguas-. ¡Mira los chinos! -. Todo el paraguas parecía un gran tazón chino, con árboles azules y puentes en ángulo, sobre los cuales había chinitos de pie, saludando con la cabeza -. Para mañana tenemos que engalanar a todo el mundo -dijo Pegaojos-, pues mañana es domingo. He de visitar los campanarios para ver si los duendecillos bruñen las campanas, para que suenen mejor; me llegaré al campo a cuidar de que el viento quite el polvo de las hierbas y las hojas, y luego, y éste es el trabajo principal, descolgaré las estrellas para sacarles brillo. Me las pongo en el delantal, pero antes tengo que numerarlas todas, así como los agujeros que ocupan allá arriba, para volver a colocarlas luego en sus lugares correspondientes. De otro modo no quedarían bien sujetas y tendríamos demasiadas estrellas fugaces, porque se vendrían abajo rodando una tras otra.

- Permítame una observación, señor Pegaojos -dijo un viejo retrato que colgaba de una pared del cuarto de Federico-. Yo soy el bisabuelo de Federico. Le agradezco que cuente historias al niño, pero no le embrolle las ideas. Las estrellas no pueden bajarse ni pulimentarse. Son esferas, lo mismo que nuestra Tierra, y esto es precisamente lo que tienen de bueno.

- Gracias, viejo bisabuelo -respondió Pegaojos-, ¡muchas gracias! Si tú eres el cabeza de la familia, yo soy aún más viejo que tú. Soy un viejo pagano; los romanos y los griegos me llamaron Morfeo. He estado en las casas más nobles, y todavía voy a ellas; y sé tratar lo mismo con los humildes que con los grandes. ¡Ahora cuenta tú! -. Y Pegaojos cerró su paraguas y se fue.

- ¡Vaya, vaya! ¡Que no pueda uno decir lo que piensa! - refunfuñó el retrato.
Entonces se despertó Federico.


Domingo


¡Buenas noches! - dijo Pegaojos; y Federico, saludándolo con un gesto de la cabeza, volvió contra la pared el retrato de su bisabuelo para evitar que se metiese de nuevo en la conversación, como la víspera.

- Ahora vas a contarme cuentos: el de los cinco guisantes verdes que vivían en una vaina, y el del ranúnculo que hacía la corte a la francesilla, y el de la aguja saquera, tan pagada de sí, que se creyó ser una aguja de coser.

- ¡Moderación, niño, que no hay que abusar ni de lo bueno! -respondió el duende-. Ya sabes cuánto me gusta enseñarte cosas nuevas. Hoy te presentaré a mi hermano. Se llama Pegaojos, como yo, pero nunca se presenta más que una vez a una persona, y cuando lo hace se la lleva en su caballo y le cuenta historias. Sólo sabe dos: una de ellas, tan hermosa que nadie en el mundo sería capaz de imaginársela; la otra es tan fea y horrible, que no puede describirse -. Y, levantando a Federico hasta la ventana, le dijo:

- Verás ahora a mi hermano: lo llaman también la Muerte. ¿La ves? No es tan horrible como la pintan en los libros de estampas, donde aparece en forma de esqueleto. No. Lleva un vestido recamado de plata, un hermosísimo uniforme de húsar, y a su espalda, sobre el caballo, ondea un manto de terciopelo negro. ¡Fíjate cómo galopa!
Federico vio a la Muerte corriendo veloz y llevándose en su carrera a seres humanos, viejos y jóvenes. A unos los sentaba delante, a otros en la grupa del caballo, pero a todos les preguntaba: - Qué tal, tu libro de notas? - ¡Bien! -respondían todos.- ¡Quiero verlo! -decía ella, y no tenían más remedio que enseñárselo. Los que tenían «bien» o «sobresaliente», pasaban a la parte delantera del corcel y disfrutaban de bellísimas historias; pero los que tenían «pasadero» o «regular» eran puestos sobre la grupa y debían escuchar cuentos horribles; temblaban y lloraban, esforzándose por saltar del caballo; pero era inútil, pues estaban pegados a él.

- ¡Pero si la Muerte es un Pegaojos estupendo! -exclamó Federico-. No me da ni pizca de miedo.

- Claro, no tienes por qué temerle -contestó el duende-; tú, sólo procura llevar buenas notas.

- Esto sí que es instructivo -murmuró el retrato del bisabuelo-. Al menos sirve de algo decir lo que uno piensa -. Y se sintió satisfecho.
Y ésta es la historia de Pegaojos. A lo mejor esta misma noche viene a contarte sus cuentos.


FINIS

martes, 9 de octubre de 2007

Pegaojos (Ole Luköie)

*
Un cuento de Hans Christian Andersen - 019


En todo el mundo no hay quien sepa tantos cuentos como Pegaojos. ¡Señor, los que sabe!

Al anochecer, cuando los niños están aún sentados a la mesa o en su escabel, viene un duende llamado Pegaojos; sube la escalera quedito, quedito, pues va descalzo, sólo en calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y, ¡chitón!, vierte en los ojos de los pequeñuelos leche dulce, con cuidado, con cuidado, pero siempre bastante para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto, verlo. Se desliza por detrás, les sopla levemente en la nuca y los hace quedar dormidos. Pero no les duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que se estén quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que estén acostados. Deben estarse quietos y callados, para que él pueda contarles sus cuentos.

Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Va bien vestido; lleva un traje de seda, pero es imposible decir de qué color, pues tiene destellos verdes, rojos y azules, según como se vuelva. Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada brazo.

Uno de estos paraguas está bordado con bellas imágenes, y lo abre sobre los niños buenos; entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos más deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos, los cuales se duermen como marmotas y por la mañana se despiertan sin haber tenido ningún sueño.
Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un muchachito que se llamaba Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los días de la semana.

Lunes


- Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado-, verás cómo arreglo todo esto.
Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos árboles, que extendieron las largas ramas por debajo del techo y por las paredes, de modo que toda la habitación parecía una maravillosa glorieta de follaje; las ramas estaban cuajadas de flores, y cada flor era más bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso; y si te daba por comerla, sabía más dulce que mermelada.
Había frutas que relucían como oro, y no faltaban pasteles llenos de pasas. ¡Un espectáculo inolvidable! Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones terribles del cajón de la mesa, que guardaba los libros escolares de Federico.

- ¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y, dirigiéndose a la mesa, abrió el cajón. Algo se agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era una cifra equivocada que se había deslizado en la operación de aritmética, y todo andaba revuelto, que no parecía sino que la pizarra iba a hacerse pedazos. El pizarrín todo era saltar y brincar atado a la cinta, como si fuese un perrillo ansioso de corregir la falta; mas no lo lograba. Pero lo peor era el cuaderno de escritura. ¡Qué de lamentos y quejas! Partían el alma. De arriba abajo, en cada página, se sucedían las letras mayúsculas, cada una con una minúscula al lado; servían de modelo, y a continuación venían unos garabatos que pretendían parecérseles y eran obra de Federico; estaban como caídas sobre las líneas que debían servirles para tenerse en pie.

- Mirad, os tenéis que poner así -decía la muestra-. ¿Veis? Así, inclinadas, con un trazo vigoroso.

- ¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! -gimoteaban las letras de Federico-. Pero no podemos; ¡somos tan raquíticas!

- Entonces os voy a dar un poco de aceite de hígado de bacalao -dijo Pegaojos.

- ¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron que era un primor.- Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene a esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos! -. Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las miró y vio que seguían tan raquíticas como la víspera.


Martes


No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos, con su jeringa encarnada, roció los muebles de la habitación, y enseguida se pusieron a charlar todos a la vez, cada uno hablando de sí mismo. Sólo callaba la escupidera, que, muda en su rincón se indignaba al ver la vanidad de los otros, que no sabían pensar ni hablar más que de sus propias personas, sin ninguna consideración a ella, que se estaba tan modesta en su esquina, dejando que todo el mundo le escupiera.

Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro en un marco dorado; representaba un paisaje, y en él se veían viejos y corpulentos árboles, y flores entre la hierba, y un gran río que fluía por el bosque, pasando ante muchos castillos para verterse, finalmente, en el mar encrespado.

Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mágica, y los pájaros empezaron a cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, según podía verse por las sombras que proyectaban sobre el paisaje.

Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el nivel del marco y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba por entre el ramaje de los árboles. Echó a correr hacia el río y subió a una barquita; estaba pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba como plata, y seis cisnes, todos con coronas de oro en torno al cuello y una radiante estrella azul en la cabeza, arrastraban la embarcación a lo largo de la verde selva; los árboles hablaban de bandidos y brujas, y las flores, de los lindos silfos enanos y de lo que les habían contado las mariposas.
Peces magníficos, de escamas de oro y plata, nadaban junto al bote, saltando de vez en cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo, mientras innúmeras aves rojas y azules, grandes y chicas, lo seguían volando en largas filas, y los mosquitos danzaban, y los abejorros no paraban de zumbar: «¡Bum, bum!». Todos querían seguir a Federico, y todos tenían una historia que contarle.

¡Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era espeso y oscuro, como se abría en un maravilloso jardín, bañado de sol y cuajado de flores. Había vastos palacios de cristal y mármol con princesas en sus terrazas, y todas eran niñas a quienes Federico conocía y con las cuales había jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecían pastelillos de mazapán, mucho mejores que los que vendía la mujer de los pasteles. Federico agarraba el dulce por un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y así, al avanzar la barquita se quedaban cada uno con una parte: ella, la más pequeña; Federico, la mayor. Y en cada palacio había príncipes de centinela que, sables al hombro, repartían pasas y soldaditos de plomo.

¡Bien se veía que eran príncipes de veras!
El barquito navegaba ora por entre el bosque, ora a través de espaciosos salones o por el centro de una ciudad; y pasó también por la ciudad de su nodriza, la que lo había llevado en brazos cuando él era muy pequeñín y lo había querido tanto; y he aquí que la buena mujer le hizo señas con la cabeza y le cantó aquella bonita canción que había compuesto y enviado a Federico:

¡Cuánto te recuerdo, mi niño querido,
Mi dulce Federico, jamás te olvido!
Besé mil veces tu boquita sonriente,
Tus párpados suaves y tu blanca frente.
Oí de tus labios la palabra primera
Y hube de separarme de tu vera.
¡Bendígate Dios en toda ocasión,
Ángel que llevé contra mi corazón!

Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles inclinaban, complacidos, las copas, como si también a ellos les contase historias Pegaojos.

lunes, 8 de octubre de 2007

El principe malvado

*

Un cuento de Hans Christian Andersen - 018


Érase una vez un príncipe perverso y arrogante, cuya única ambición consistía en conquistar todos los países de la tierra y hacer que su nombre inspirase terror. Avanzaba a sangre y fuego; sus tropas pisoteaban las mieses en los campos e incendiaban las casas de los labriegos. Las llamas lamían las hojas de los árboles, y los frutos colgaban quemados de las ramas carbonizadas. Más de una madre se había ocultado con su hijito desnudo tras los muros humeantes; los soldados la buscaban, y al descubrir a la mujer y su pequeño daban rienda suelta a un gozo diabólico; ni los propios demonios hubieran procedido con tal perversidad. El príncipe, sin embargo, pensaba que las cosas marchaban como debían marchar. Su poder aumentaba de día en día, su nombre era temido por todos, y la suerte lo acompañaba en todas sus empresas. De las ciudades conquistadas se llevaba grandes tesoros, con lo que acumuló una cantidad de riquezas que no tenía igual en parte alguna. Mandó construir magníficos palacios, templos y galerías, y cuantos contemplaban toda aquella grandeza, exclamaban: «¡Qué príncipe más grande!». Pero no pensaban en la miseria que había llevado a otros pueblos, ni oían los suspiros y lamentaciones que se elevaban de las ciudades calcinadas.

El príncipe consideraba su oro, veía sus soberbios edificios y pensaba, como la multitud: «¡Qué gran príncipe soy! Pero aún quiero más, mucho más. Es necesario que no haya otro poder igual al mío, y no digo ya superior». Lanzóse a la guerra contra todos sus vecinos, y a todos los venció. Dispuso que los reyes derrotados fuesen atados a su carroza con cadenas de oro, andando detrás de ella a su paso por las calles. Y cuando se sentaba a la mesa, los obligaba a echarse a sus pies y a los de sus cortesanos, y a recoger las migajas que les arrojaba.

Luego dispuso el príncipe que se erigiese su estatua en las plazas y en los palacios reales. Incluso pretendió tenerla en las iglesias, frente al altar del Señor. Pero los sacerdotes le dijeron:

- Príncipe, eres grande, pero Dios es más grande que tú. No nos atrevemos.

- ¡Pues bien! - dijo el perverso príncipe -. Entonces venceré a Dios -. Y en su soberbia y locura mandó construir un ingenioso barco, capaz de navegar por los aires. Exhibía todos los colores de la cola del pavo real y parecía tener mil ojos, pero cada ojo era un cañón. El príncipe, instalado en el centro de la nave, sólo tenía que oprimir un botón, y mil balas salían disparadas; los cañones se cargaban por sí mismos. A proa fueron enganchadas centenares de poderosas águilas, y el barco emprendió el vuelo hacia el Sol. La Tierra iba quedando muy abajo. Primero se vio, con sus montañas y bosques, semejante a un campo arado, en que el verde destaca de las superficies removidas; luego pareció un mapa plano, y finalmente quedó envuelta en niebla y nubes. Las águilas ascendían continuamente. Entonces Dios envió a uno de sus innumerables ángeles. El perverso príncipe lo recibió con una lluvia de balas, que volvieron a caer como granizo al chocar con las radiantes alas del ángel. Una gota de sangre, una sola, brotó de aquellas blanquísimas alas, y la gota fue a caer en el barco en que navegaba el príncipe. Dejó en él un impacto de fuego, que pesó como mil quintales de plomo y precipitó la nave hacia la Tierra con velocidad vertiginosa. Quebráronse las resistentes alas de las águilas, el viento zumbaba en torno a la cabeza del príncipe, y las nubes - originadas por el humo de las ciudades asoladas - adquirieron figuras amenazadoras: cangrejos de millas de extensión, que alargaban hacia él sus robustas pinzas, peñascos que se desplomaban, y dragones que despedían fuego por las fauces. Medio muerto yacía él en el barco, el cual, finalmente, quedó suspendido sobre las ramas de los árboles del bosque.

- ¡Quiero vencer a Dios! - gritaba -. Lo he jurado, debe hacerse mi voluntad - y durante siete años estuvieron construyendo en su reino naves capaces de surcar el aire y forjando rayos de durísimo acero, pues se proponía derribar la fortaleza del cielo. Reunió un inmenso ejército, formado por hombres de todas sus tierras. Era tan numeroso, que puestos los soldados en formación cerrada, ocupaban varias millas cuadradas. La tropa embarcó en los buques, y él se disponía a subir al suyo, cuando Dios envió un enjambre de mosquitos, uno sólo, y nada numeroso. Los insectos rodearon al príncipe, le picaron en la cara y las manos. Él desenvainó la espada, pero no hacía sino agitarla en el aire hueco, sin acertar un solo mosquito. Ordenó entonces que tejiesen tapices de gran valor y lo envolviesen en ellos; de este modo no le alcanzaría la picadura de ningún mosquito; y se cumplió su orden. Pero un solo insecto quedó dentro de aquella envoltura, e, introduciéndose en la oreja del príncipe, le clavó el aguijón, produciéndole una sensación como de fuego. El veneno le penetró en el cerebro, y, como loco, despojóse de los tapices, rasgó sus vestiduras y se puso a bailar desnudo ante sus rudos y salvajes soldados, los cuales estallaron en burlas contra aquel insensato que había pretendido vencer a Dios y había sido vencido por un ínfimo mosquito.


FINIS

viernes, 5 de octubre de 2007

Las cigüeñas



Un cuento de Hans Christian Andersen - 017


Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
*
Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:

Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.

- ¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.

- No os preocupéis -los tranquilizó la madre-. No les hagáis caso, dejadlos que canten.
*
Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:

- No os apuréis -les decía-, mirad qué tranquilo está vuestro padre, sosteniéndose sobre una pata.

- ¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.

El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.

- ¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos.

- ¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderéis a volar, pues yo os enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Veréis como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!

- ¿Y después? -preguntaron los pequeños.

- Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general. Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.

- Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.

- ¡Es a mí a quien debéis atender y no a ellos! -regañóles la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.

- ¡Ajá! -exclamaron los polluelos.

- ¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.

- ¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -, preguntaron los polluelos.

- No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; vosotros, en cambio, volaréis por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.

- Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse- ¡Fijaos en mí! -dijo la madre-. Debéis poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tenéis que comportaros en el mundo -. Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.

- ¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!

- ¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.

- ¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí...! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:

¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra!

- ¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, dejadlos! -replicó la madre-. Fijaos en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana os permitiré acompañarme al pantano. Allí conoceréis varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de vosotros. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.

- ¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.

- Dejadlos gritar cuanto quieran. Vosotros os remontaréis hasta las nubes y estaréis en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.

- Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.

De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.

- Antes hemos de ver qué tal os portáis en las grandes maniobras; si lo hacéis mal y el general os traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.

- ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras!. Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.

- ¡Ahora, la venganza! -dijeron.

- ¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.

- Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos con él?

- En el estanque yace un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno - no lo habréis olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales -, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos vosotros os llamaréis también Pedro.

Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.


FINIS

lunes, 1 de octubre de 2007

El cofre volador

*
Un cuento de Hans Christian Andersen - 016


Érase una vez un comerciante tan rico, que habría podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aún casi un callejón por añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocía mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo... y luego murió.

**

Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de máscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron más de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «¡Embala!». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que embalar, se metió él en el baúl.

Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios nos ampare!
De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestían también bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niño:

- Oye, nodriza -le preguntó-, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas?

- Allí vive la hija del Rey -respondió la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la hará desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina, - Gracias -dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del
castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.

Estaba ella durmiendo en un sofá; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó.

Sentáronse uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños.

Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.

- Pero tendréis que volver el sábado -añadió-, pues he invitado a mis padres a tomar el té. Estarán orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse.

- Bien, no traeré más regalo de boda que mis cuentos -respondió él, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. ¡Y bien que le vinieron al mozo!
Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sábado, y la cosa no es tan fácil.
Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado.
El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo recibieron con gran cortesía.

- ¿Vais a contarnos un cuento -preguntóle la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?

- Pero que al mismo tiempo nos haga reír -añadió el Rey.-

- De acuerdo -respondía el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención.
«Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su árbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, había sido un añoso y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia. -¡Sí, cuando nos hallábamos en la rama verde -decían- estábamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer teníamos té diamantino: era el rocío; durante todo el día nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues los árboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucía su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquí que se presentó el leñador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demás ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina.

» - Mi destino ha sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacían los fósforos-. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él; yo estoy por lo práctico, y, modestia aparte, soy el número uno en la casa, Mi único placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruñido, conversando sesudamente con mis compañeros; pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro único mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos días un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo.

» - ¡Hablas demasiado! -intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa-. ¿No podríamos echar una cana al aire, esta noche?

» - Sí, hablemos -dijeron los fósforos-, y veamos quién es el más noble de todos nosotros.

» - No, no me gusta hablar de mi persona -objetó la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo empezaré contando la historia de mi vida, y luego los demás harán lo mismo; así no se embrolla uno y resulta más divertido. En las playas del Báltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca...

» - ¡Buen principio! -exclamaron los platos-. Sin duda, esta historia nos gustará.

» - ...pasé mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince días colgaban cortinas nuevas.

» - ¡Qué bien se explica! -dijo la escoba de crin-. Diríase que habla un ama de casa; hay un no sé que de limpio y refinado en sus palabras.

» -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo.

» La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio.

» Todos los platos castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demás rabiarían. "Si hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrá ella otra a mí", pensó.

» - ¡Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, ¡dicho y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo-. ¿Me vais a coronar también a mí? -pregunto la tenaza; y así se hizo.

» - ¡Vaya gentuza! -pensaban los fósforos.

» Tocábale entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no quería hacerlo más que en la mesa, con las señorías.

» Había en la ventana una vieja pluma, con la que solía escribir la sirvienta. Nada de notable podía observarse en ella, aparte que la sumergían demasiado en el tintero, pero ella se sentía orgullosa del hecho.

» - Si la tetera se niega a cantar, que no cante -dijo-. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes.

» - Me parece muy poco conveniente -objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera - tener que escuchar a un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra.

» - Francamente, me habéis desilusionado -dijo el cesto-. ¡Vaya manera estúpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no sería mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el juego. ¡Otra cosa seria!

» - ¡Sí, vamos a armar un escándalo! -exclamaron todos.

» En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. "Si hubiésemos querido -pensaba cada uno-, ¡qué velada más deliciosa habríamos pasado!".

» La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban!

» "Ahora todos tendrán que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. ¡Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!". Y de este modo se consumieron».

- ¡Qué cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija.

- Desde luego -asintió el Rey-. Será tuya el lunes por la mañana -. Lo tuteaban ya, considerándolo como de la familia.
Fijóse el día de la boda, y la víspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiéronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la boca... ¡Una fiesta magnífica!
«Tendré que hacer algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo.
¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya chisporroteo!

Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habían contemplado una traca como aquella, Ahora sí que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey.

No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado».

Era una curiosidad muy natural.
¡Qué cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el espectáculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso.

- Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno-. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecía agua espumeante.

- Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos.

Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda.
Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida.

Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.


FINIS