viernes, 27 de julio de 2007

Los zapatos rojos

Un cuento de Hans Christian Andersen - 030


Érase una vez una niña muy linda y delicada, pero tan pobre, que en verano andaba siempre descalza, y en invierno tenía que llevar unos grandes zuecos, por lo que los piececitos se le ponían tan encarnados, que daba lástima.
En el centro del pueblo habitaba una anciana, viuda de un zapatero. Tenía unas viejas tiras de paño colorado, y con ellas cosió, lo mejor que supo, un par de zapatillas. Eran bastante patosas, pero la mujer había puesto en ellas toda su buena intención. Serían para la niña, que se llamaba Karen.

Le dieron los zapatos rojos el mismo día en que enterraron a su madre; aquel día los estrenó. No eran zapatos de luto, cierto, pero no tenía otros, y calzada con ellos acompañó el humilde féretro.
Acertó a pasar un gran coche, en el que iba una señora anciana. Al ver a la pequeñuela, sintió compasión y dijo al señor cura:

- Dadme la niña, yo la criaré.
Karen creyó que todo aquello era efecto de los zapatos colorados, pero la dama dijo que eran horribles y los tiró al fuego. La niña recibió vestidos nuevos y aprendió a leer y a coser. La gente decía que era linda; sólo el espejo decía:

- Eres más que linda, eres hermosa.
Un día la Reina hizo un viaje por el país, acompañada de su hijita, que era una princesa. La gente afluyó al palacio, y Karen también. La princesita salió al balcón para que todos pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido blanco, pero nada de cola ni de corona de oro. En cambio, llevaba unos magníficos zapatos rojos, de tafilete, mucho más hermosos, desde luego, que los que la viuda del zapatero había confeccionado para Karen. No hay en el mundo cosa que pueda compararse a unos zapatos rojos.

Llegó la niña a la edad en que debía recibir la confirmación; le hicieron vestidos nuevos, y también habían de comprarle nuevos zapatos. El mejor zapatero de la ciudad tomó la medida de su lindo pie; en la tienda había grandes vitrinas con zapatos y botas preciosos y relucientes. Todos eran hermosísimos, pero la anciana señora, que apenas veía, no encontraba ningún placer en la elección. Había entre ellos un par de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la princesa: ¡qué preciosos! Además, el zapatero dijo que los había confeccionado para la hija de un conde, pero luego no se habían adaptado a su pie.

- ¿Son de charol, no? - preguntó la señora -. ¡Cómo brillan!
- ¿Verdad que brillan? - dijo Karen; y como le sentaban bien, se los compraron; pero la anciana ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo sabido jamás habría permitido que la niña fuese a la confirmación con zapatos colorados. Pero fue.
Todo el mundo le miraba los pies, y cuando, después de avanzar por la iglesia, llegó a la puerta del coro, le pareció como si hasta las antiguas estatuas de las sepulturas, las imágenes de los monjes y las religiosas, con sus cuellos tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo la niña pensando mientras el obispo, poniéndole la mano sobre la cabeza, le habló del santo bautismo, de su alianza con Dios y de que desde aquel momento debía ser una cristiana consciente. El órgano tocó solemnemente, resonaron las voces melodiosas de los niños, y cantó también el viejo maestro; pero Karen sólo pensaba en sus magníficos zapatos.

Por la tarde se enteró la anciana señora - alguien se lo dijo - de que los zapatos eran colorados, y declaró que aquello era feo y contrario a la modestia; y dispuso que, en adelante, Karen debería llevar zapatos negros para ir a la iglesia, aunque fueran viejos.
El siguiente domingo era de comunión. Karen miró sus zapatos negros, luego contempló los rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los puso.
Brillaba un sol magnífico. Karen y la señora anciana avanzaban por la acera del mercado de granos; había un poco de polvo.
En la puerta de la iglesia se había apostado un viejo soldado con una muleta y una larguísima barba, más roja que blanca, mejor dicho, roja del todo. Se inclinó hasta el suelo y preguntó a la dama si quería que le limpiase los zapatos. Karen presentó también su piececito.

- ¡Caramba, qué preciosos zapatos de baile! - exclamó el hombre -. Ajustad bien cuando bailéis - y con la mano dio un golpe a la suela.
La dama entregó una limosna al soldado y penetró en la iglesia con Karen.
Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la niña, y las imágenes también; y cuando ella, arrodillada ante el altar, llevó a sus labios el cáliz de oro, estaba pensando en sus zapatos colorados y le pareció como si nadaran en el cáliz; y se olvidó de cantar el salmo y de rezar el padrenuestro.
Salieron los fieles de la iglesia, y la señora subió a su coche. Karen levantó el pie para subir a su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al carruaje, exclamó: - ¡Vaya preciosos zapatos de baile!

-. Y la niña no pudo resistir la tentación de marcar unos pasos de danza; y he aquí que no bien hubo empezado, sus piernas siguieron bailando por sí solas, como si los zapatos hubiesen adquirido algún poder sobre ellos. Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia, sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que correr tras ella y llevarla en brazos al coche; pero los pies seguían bailando y pisaron fuertemente a la buena anciana. Por fin la niña se pudo descalzar, y las piernas se quedaron quietas.
Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en un armario; pero Karen no podía resistir la tentación de contemplarlos.
Enfermó la señora, y dijeron que ya no se curaría. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie estaba más obligado a hacerlo que Karen. Pero en la ciudad daban un gran baile, y la muchacha había sido invitada. Miró a la señora, que estaba enferma de muerte, miró los zapatos rojos, se dijo que no cometía ningún pecado. Se los calzó - ¿qué había en ello de malo? - y luego se fue al baile y se puso a bailar.
Pero cuando quería ir hacia la derecha, los zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si quería dirigirse sala arriba, la obligaban a hacerlo sala abajo; y así se vio forzada a bajar las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder detenerse, llegó al oscuro bosque.
Vio brillar una luz entre los árboles y pensó que era la luna, pues parecía una cara; pero resultó ser el viejo soldado de la barba roja, que haciéndole un signo con la cabeza, le dijo:

- ¡Vaya hermosos zapatos de baile!
Se asustó la muchacha y trató de quitarse los zapatos para tirarlos; pero estaban ajustadísimos, y, aun cuando consiguió arrancarse las medias, los zapatos no salieron; estaban soldados a los pies. Y hubo
de seguir bailando por campos y prados, bajo la lluvia y al sol, de noche y de día. ¡De noche, especialmente, era horrible!
Bailando llegó hasta el cementerio, que estaba abierto; pero los muertos no bailaban, tenían otra cosa mejor que hacer. Quiso sentarse sobre la fosa de los pobres, donde crece el amargo helecho; mas no había para ella tranquilidad ni reposo, y cuando, sin dejar de bailar, penetró en la iglesia, vio en ella un ángel vestido de blanco, con unas alas que le llegaban desde los hombros a los pies. Su rostro tenía una expresión grave y severa, y en la mano sostenía una ancha y brillante espada.

- ¡Bailarás - le dijo -, bailarás en tus zapatos rojos hasta que estés lívida y fría, hasta que tu piel se contraiga sobre tus huesos! Irás bailando de puerta en puerta, y llamarás a las de las casas donde vivan niños vanidosos y presuntuosos, para que al oírte sientan miedo de ti. ¡Bailarás!

- ¡Misericordia! - suplicó Karen. Pero no pudo oír la respuesta del ángel, pues sus zapatos la arrastraron al exterior, siempre bailando a través de campos, caminos y senderos.
Una mañana pasó bailando por delante de una puerta que conocía bien. En el interior resonaba un cantar de salmos, y sacaron un féretro cubierto de flores. Entonces supo que la anciana señora había muerto, y comprendió que todo el mundo la había abandonado y el ángel de Dios la condenaba.
Y venga bailar, baila que te baila en la noche oscura. Los zapatos la llevaban por espinos y cenagales, y los pies le sangraban.
Luego hubo de dirigirse, a través del erial, hasta una casita solitaria. Allí se enteró de que aquélla era la morada del verdugo, y, llamando con los nudillos, al cristal de la ventana dijo:

- ¡Sal, sal! ¡Yo no puedo entrar, tengo que seguir bailando! El verdugo le respondió:
- ¿Acaso no sabes quién soy? Yo corto la cabeza a los malvados, y cuido de que el hacha resuene.
- ¡No me cortes la cabeza - suplicó Karen -, pues no podría expiar mis pecados; pero córtame los pies, con los zapatos rojos!
Reconocía su culpa, y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando, con los piececitos dentro, y se alejaron campo a través y se perdieron en el bosque.
El hombre le hizo unos zuecos y unas muletas, le enseñó el salmo que cantan los penitentes, y ella, después de besar la mano que había empuñado el hacha, emprendió el camino por el erial.

- Ya he sufrido bastante por los zapatos rojos - dijo -; ahora me voy a la iglesia para que todos me vean -. Y se dirigió al templo sin tardanza; pero al llegar a la puerta vio que los zapatos danzaban frente a ella, y, asustada, se volvió.
Pasó toda la semana afligida y llorando amargas lágrimas; pero al llegar el domingo dijo:

- Ya he sufrido y luchado bastante; creo que ya soy tan buena como muchos de los que están vanagloriándose en la iglesia -. Y se encaminó nuevamente a ella; mas apenas llegaba a la puerta del cementerio, vio los zapatos rojos que continuaban bailando y, asustada, dio media vuelta y se arrepintió de todo corazón de su pecado.
Dirigiéndose a casa del señor cura, rogó que la tomasen por criada, asegurando que sería muy diligente y haría cuanto pudiese; no pedía salario, sino sólo un cobijo y la compañía de personas virtuosas. La señora del pastor se compadeció de ella y la tomó a su servicio. Karen se portó con toda modestia y reflexión; al anochecer escuchaba atentamente al párroco cuando leía la Biblia en voz alta. Era cariñosa con todos los niños, pero cuando los oía hablar de adornos y ostentaciones y de que deseaban ser hermosos, meneaba la cabeza con un gesto de desaprobación.
Al otro domingo fueron todos a la iglesia y le preguntaron si deseaba acompañarlos; pero ella, afligida, con lágrimas en los ojos, se limitó a mirar sus muletas. Los demás se dirigieron al templo a escuchar la palabra divina, mientras ella se retiraba a su cuartito, tan pequeño que no cabían en él más que la cama y una silla. Sentóse en él con el libro de cánticos, y, al absorberse piadosa en su lectura, el viento le trajo los sones del órgano de la iglesia. Levantó ella entonces el rostro y, entre lágrimas, dijo:

- ¡Dios mío, ayúdame!
Y he aquí que el sol brilló con todo su esplendor, y Karen vio frente a ella el ángel vestido de blanco que encontrara aquella noche en la puerta de la iglesia; pero en vez de la flameante espada su mano sostenía ahora una magnífica rama cuajada de rosas. Tocó con ella el techo, que se abrió, y en el punto donde había tocado la rama brilló una estrella dorada; y luego tocó las paredes, que se ensancharon, y vio el órgano tocando y las antiguas estatuas de monjes y religiosas, y la comunidad sentada en las bien cuidadas sillas, cantando los himnos sagrados. Pues la iglesia había venido a la angosta habitación de la pobre muchacha, o tal vez ella había sido transportada a la iglesia. Encontróse sentada en su silla, junto a los miembros de la familia del pastor, y cuando, terminado el salmo, la vieron, la saludaron con un gesto de la cabeza, diciendo:

- Hiciste bien en venir, Karen -. Fue la misericordia de Dios - dijo ella.
Y resonó el órgano, y, con él, el coro de voces infantiles, dulces y melodiosas. El sol enviaba sus brillantes rayos a través de la ventana, dirigiéndolos precisamente a la silla donde se sentaba Karen. El corazón de la muchacha quedó tan rebosante de luz, de paz y de alegría, que estalló. Su alma voló a Dios Nuestro Señor, y allí nadie le preguntó ya por los zapatos rojos.


FINIS

jueves, 26 de julio de 2007

El cerro de los elfos

Un cuento de Hans Christian Andersen - 029


Varios lagartos gordos corrían con pie ligero por las grietas de un viejo árbol; se entendían perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteña.

- ¡Qué ruido y alboroto en el cerro de los ellos! -dijo un lagarto-. Van ya dos noches que no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco entonces puedo dormir.

- Algo pasa allí adentro -observó otro-. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han aprendido nuevas danzas. ¡Algo se prepara!

- Sí -intervino un tercer lagarto-. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venía de la colina, en la cual había estado removiendo la tierra día y noche. Oyó muchas cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oír, en esto se pinta sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiénes son éstos, la lombriz se negó a decírmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesión de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro - y no es poco - lo pulen y exponen a la luz de la luna.

- ¿Quiénes podrán ser esos forasteros? -se preguntaban los lagartos-. ¿Qué diablos debe suceder? ¡Oíd, qué manera de zumbar!
En aquel mismo momento se partió el montículo, y una señorita elfa, vieja y anticuada, aunque por lo demás muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la familia real y llevaba en la frente un corazón de ámbar. ¡Movía las piernas con una agilidad!: trip, trip. ¡Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras.

- Están ustedes invitados a la colina esta noche -dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor, si no fuera molestia para ustedes. ¿Podrían transmitir la invitación a los demás? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres, magos de distinción; por eso hoy comparecerá el anciano rey de los elfos.
- ¿A quién hay que invitar? -preguntó el chotacabras.
- Al gran baile pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal que hablen durmiendo o sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta queremos hacer una rigurosa selección; sólo asistirán personajes de la más alta categoría. Hasta disputé con el Rey, pues yo no quería que los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal vez no les guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una piedra mojada para asiento o quizás algo aún mejor; supongo que así no tendrán inconveniente en asistir, siquiera por esta vez. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categoría, con cola, el Genio del Agua y el Duende y, a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero ése es su oficio; por lo demás, están emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia.

- ¡Muy bien! -dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo.
Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacían con tejidos de niebla y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el centro de la colina, el gran salón había sido adornado primorosamente; el suelo, lavado con luz de luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja, por lo que brillaban como hojas de tulipán. En la colina había, en el asador, gran abundancia de ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de niño y ensaladas de semillas de seta y húmedos hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la destilería de la bruja del pantano, amén de fosforescente vino de salitre de las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres figuraban clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia.
El anciano Rey mandó bruñir su corona de oro con pizarrín machacado (entiéndase pizarrín de primera); y no se crea que le es fácil a un rey de los elfos procurarse pizarrín de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con saliva de serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allí gran ruido y alboroto.

- Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habré cumplido con mi tarea -dijo la vieja señorita.
- ¡Dulce padre mío! -dijo la hija menor, que era muy zalamera-, ¿no podría saber quiénes son los ilustres forasteros?

- Bueno -respondió el Rey, tendré que decírtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el matrimonio; dos de ellas se casarán sin duda. El anciano duende de allá en Noruega, el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios acantilados de feldespato y una mina de oro mucho más rica de lo que creen por ahí, viene con sus dos hijos, que viajan en busca de esposa. El duende es un anciano nórdico, muy viejo y respetable, pero alegre y campechano. Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un día en que brindamos fraternalmente con ocasión de su estancia aquí en busca de mujer. Ella murió; era hija del rey de los Peñascos gredosos de Möen. Tomó una mujer de yeso, como suele decirse. ¡Ah, y qué ganas tengo de ver al viejo duende nórdico! Dicen que los chicos son un tanto mal criados e impertinentes; pero quizás exageran. Tiempo tendrán de sentar la cabeza. A ver si sabéis portaros con ellos en forma conveniente.
- ¿Y cuándo llegan? -preguntó una de las hijas.

- Eso depende del tiempo que haga -respondió el Rey. Viajan en plan económico. Aprovechan las oportunidades de los barcos. Yo habría querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no se lo perdono.
En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos más rápido que su compañero; por eso llegó antes.

- ¡Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos.
- ¡Dadme la corona y dejad que me ponga a la luz de la luna! -ordenó el Rey.
Las hijas, levantándose los velos, se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban con el cuello descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo en pecho.
- ¿Esto es una colina? -preguntó el menor, señalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo llamaríamos un agujero.

- ¡Muchachos! -les riñó el viejo-. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ¿No tenéis ojos en la cabeza?
Lo único que les causaba asombro, dijeron, era que comprendían la lengua de los otros sin dificultad.

- ¡Es para creer que os falta algún tornillo! -refunfuñó el viejo. Entraron luego en la mansión de los elfos, donde se había reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los habla arremolinado; y para todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas se sentaban a la mesa sobre grandes patines acuáticos, y afirmaban que se sentían como en su casa. En la mesa todos observaron la máxima corrección, excepto los dos duendecitos nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien.

- ¡Fuera los pies del plato! -les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a regañadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piñas de abeto que llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar más cómodos y se las dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto.
Supo contar bellas historias de los altivos acantilados nórdicos y de las cataratas que se precipitan espumeantes con un estruendo comparable al del trueno y al sonido del órgano; y habló del salmón que salta avanzando a contracorriente cuando el Nöck toca su arpa de oro. Les habló de las luminosas noches de invierno, cuando suenan los cascabeles de los trineos, y los mozos corren con antorchas encendidas por el liso hielo, tan transparente, que pueden ver los peces nadando asustados bajo sus pies. Sí, sabía contar con arte tal, que uno creía ver y oír lo que describía. Se oía el ruido de los aserraderos y los cantos de los mozos y las rapazas mientras bailaban las danzas del país. ¡Ohó! De pronto, el viejo duende dio un sonoro beso a la vieja señorita elfa. Fue un beso con todas las de la ley, y eso que no eran parientes.
A continuación las muchachas hubieron de bailar, primero bailes sencillos, luego zapateados, y bien que lo hacían; finalmente, vino el baile artístico. ¡Señores, y qué manera de extender las piernas, que no sabía uno dónde empezaban y dónde terminaban, ni lo que eran piernas y lo que eran brazos! Era aquello como un revoltijo de virutas, y metían tanto ruido, que el Caballo de los Muertos se mareó y hubo de retirarse de la mesa.

- ¡Brrr! -exclamó el viejo duende-, ¡vaya agilidad de piernas! Pero, ¿qué saben hacer, además de bailar, alargar las piernas y girar como torbellinos?
- ¡Pronto vas a saberlo! -dijo el rey de los elfos, y llamó a la menor de sus hijas. Era ágil y diáfana como la luz de la luna, la más bonita de las hermanas. Metióse en la boca una ramita blanca y al instante desapareció; era su habilidad.
Pero el viejo duende dijo que este arte no lo podía soportar en su esposa, y que no creía que fuese tampoco del gusto de sus hijos.
La otra sabía colocarse de lado como si fuese su propia sombra, pues los duendes no la tienen.
Con la hija tercera la cosa era muy distinta. Había aprendido a destilar en la destilería de la bruja del pantano y sabía mechar nudos de aliso con gusanos de luz.

- ¡Será una excelente ama de casa! -dijo el duende anciano, brindando con la mirada, pues consideraba que ya había bebido bastante.
Acercóse la cuarta elfa. Venía con una gran arpa, y no bien pulsó la primera cuerda, todos levantaron la pierna izquierda, pues los duendes son zurdos, y cuando pulsó la segunda cuerda, todos tuvieron que hacer lo que ella quiso.

- ¡Es una mujer peligrosa! -dijo el viejo duende; pero los dos hijos salieron del cerro, pues se aburrían.
- ¿Qué sabe hacer la hija siguiente? -preguntó el viejo.
- He aprendido a querer a los noruegos, y nunca me casaré si no puedo irme a Noruega.
Pero la más pequeña murmuró al oído del viejo:
- Esto es sólo porque sabe una canción nórdica que dice que, cuando la Tierra se hunda, los acantilados nórdicos seguirán levantados como monumentos funerarios. Por eso quiere ir allá, pues tiene mucho miedo de hundirse.
- ¡Vaya, vaya! -exclamó el viejo-. ¿Esas tenemos? Pero, ¿y la séptima y última?
- La sexta viene antes que la séptima -observó el rey de los elfos, pues sabía contar. Pero la sexta se negó a acudir.

- Yo no puedo decir a la gente sino la verdad -dijo-. De mí nadie hace caso, bastante tengo con coser mi mortaja.
Presentóse entonces la séptima y última. Y, ¿qué sabía? Pues sabía contar cuentos, tantos como se le pidieran.
- Ahí tienes mis cinco dedos -dijo el viejo duende-. Cuéntame un cuento acerca de cada uno.
La muchacha lo cogió por la muñeca, mientras él se reía de una forma que más bien parecía cloquear; y cuando ella llegó al dedo anular, en el que llevaba una sortija de oro, como si supiese que era cuestión de noviazgo, dijo el viejo duende:

- Agárralo fuerte, la mano es tuya. ¡Te quiero a ti por mujer!
La elfa observó que faltaban aún los cuentos del dedo anular y del meñique.
Los dejaremos para el invierno -replicó el viejo-. Nos hablarás del abeto y del abedul, de los regalos de los espíritus y de la helada crujiente. Tú te encargarás de explicar, pues allá arriba nadie sabe hacerlo como tú. Y luego nos entraremos en el salón de piedra, donde arde la astilla de pino, y beberemos hidromiel en los cuernos de oro de los antiguos reyes nórdicos. El Nöck me regaló un par, y cuando estemos allí vendrá a visitarnos el diablo de la montaña, el cual te cantará todas las canciones de las zagalas de la sierra. ¡Cómo nos vamos a divertir! El salmón saltará en la cascada, chocando contra las paredes de roca, pero no entrará. ¡Oh, sí, qué bien se está en la vieja y querida Noruega! Pero, ¿dónde se han metido los chicos?
Eso es, ¿dónde se habían metido? Pues corrían por el campo, apagando los fuegos fatuos que acudían, bonachones, a organizar la procesión de las antorchas.

- ¿Qué significan estas corridas? -gritó el viejo duende-. Acabo de procuraros una madre, y vosotros podéis elegir a la que os guste de las tías.
Pero los jóvenes replicaron que preferían pronunciar un discurso y brindar por la fraternidad. Casarse no les venía en gana. Y pronunciaron discursos, bebieron a la salud de todos e hicieron la prueba del clavo para demostrar que se habían zampado hasta la última gota. Quitándose luego las chaquetas, se tendieron a dormir sobre la mesa, sin preocuparse de los buenos modales. Mientras tanto, el viejo duende bailaba en el salón con su joven prometida e intercambiaba con ella los zapatos, lo cual es más distinguido que intercambiar sortijas.

- ¡Que canta el gallo! -exclamó la vieja elfa, encargada del gobierno doméstico- ¡Hay que cerrar los postigos, para que el sol no nos abrase!
Y se cerró la colina.
En el exterior, los lagartos subían y bajaban por los árboles agrietados, y uno de ellos dijo a los demás.

- ¡Cuánto me ha gustado el viejo duende nórdico!
- ¡Pues yo prefiero los chicos! -objetó la lombriz de tierra; pero es que no veía, la pobre.


FINIS

martes, 3 de julio de 2007

El hada del saúco

Un cuento de Hans Christian Andersen - 028


Érase una vez un chiquillo que se había resfriado. Cuando estaba fuera de casa se había mojado los pies, nadie sabía cómo, pues el tiempo era completamente seco. Su madre lo desnudó y acostó, y, pidiendo la tetera, se dispuso a prepararle una taza de té de saúco, pues esto calienta. En esto vino aquel viejo señor tan divertido que vivía solo en el último piso de la casa. No tenía mujer ni hijos pero quería a los niños, y sabía tantos cuentos e historias que daba gusto oírlo.
- Ahora vas a tomarte el té -dijo la madre al pequeño- y a lo mejor te contarán un cuento, además.

- Lo haría si supiese alguno nuevo -dijo el viejo con un gesto amistoso-. Pero, ¿cómo se ha mojado los pies este rapaz? -preguntó.
- ¡Eso digo yo! -contestó la madre-. ¡Cualquiera lo entiende!
- ¿Me contarás un cuento? -pidió el niño.
- ¿Puedes decirme exactamente - pues debes saberlo - qué profundidad tiene el arroyo del callejón por donde vas a la escuela?
- Me llega justo a la caña de las botas -respondió el pequeño-, pero sólo si me meto en el agujero hondo.

- Conque así te mojaste los pies, ¿eh? -dijo el viejo-. Bueno, ahora tendría que contarte un cuento, pero el caso es que ya no sé más.
- Pues invéntese uno nuevo -replicó el chiquillo-. Dice mi madre que de todo lo que observa saca usted un cuento, y de todo lo que toca, una historia.
- Sí, pero esos cuentos e historias no sirven. Los de verdad, vienen por sí solos, llaman a la frente y dicen: ¡aquí estoy!
- ¿Llamarán pronto? -preguntó el pequeño. La madre se echó a reír, puso té de saúco en la tetera y le vertió agua hirviendo.

- ¡Cuente, cuente!
- Lo haré, si el cuento quiere venir por sí solo, pero son muy remilgados. Sólo se presentan cuando les viene en gana. ¡Espera! -añadió-. ¡Ya lo tenemos! Escucha, hay uno en la tetera.
El pequeño dirigió la mirada a la tetera; la tapa se levantaba, y las flores de saúco salían del cacharro, tiernas y blancas; proyectaron grandes ramas largas, y hasta del pitorro salían, esparciéndose en todas direcciones y creciendo sin cesar.
Era un espléndido saúco, un verdadero árbol, que llegó hasta la cama, apartando las cortinas. Era todo él un cuajo de flores olorosas, y en el centro había una anciana de bondadoso aspecto, extrañamente vestida. Todo su ropaje era verde, como las hojas del saúco, lleno de grandes flores blancas. A primera vista no se distinguía si aquello era tela o verdor y flores vivas.

- ¿Cómo se llama esta mujer? -preguntó el niño.
«Verás: los romanos y griegos -respondió el viejo- la llamaban Dríada, pero esta palabra no la entendemos nosotros. Allá en Nyboder le damos otro nombre mejor; la llamamos "mamita saúco", y has de fijarte en esto. Escucha y contempla el espléndido saúco. Hay uno como él, florido también, allá abajo; crecía en un ángulo de una era pequeña y humilde. Un mediodía dos ancianos se habían sentado al sol, bajo aquel árbol. Eran un marino muy viejo y su mujer, que no lo era menos. Tenían ya bisnietos, y pronto celebrarían las bodas de oro, aunque apenas se acordaban ya del día de su boda; el hada, desde el árbol, parecía tan satisfecha como esta de aquí.
- Yo sé cuándo son vuestras bodas de oro -dijo; pero los viejos no la oyeron; hablaban de tiempos pasados.

- ¿Te acuerdas? -decía el viejo marino-. ¿Te acuerdas de cuando éramos niños y corríamos y jugábamos en esta misma era? Plantábamos tallitos en el suelo y hacíamos un jardín.
- Sí -replicó la anciana-, lo recuerdo bien. Regábamos los tallos; uno e ellos era una rama de saúco, que echó raíces y sacó verdes brotes y se convirtió en un árbol grande y espléndido; este mismo bajo el cual estamos.
- Sí, esto es -dijo él-; y allí en la esquina había un gran barreño; en él flotaba mi barca. Yo mismo me la había tallado. ¡Qué bien navegaba! Pero pronto lo haría yo por otros mares.

- Sí, pero antes fuimos a la escuela y aprendimos unas cuantas cosas -prosiguió ella - Y luego nos prometieron. Los dos llorábamos, pero aquella tarde fuimos, cogidos de la mano, a la Torre Redonda, para ver el ancho mundo que se extiende más allá de Copenhague y del océano. Después nos fuimos a Frederiksberg, donde el Rey y la Reina paseaban por los canales en su embarcación de gala.
- Pero pronto me tocó a mí navegar por otros lugares, durante muchos años. Fui lejos, muy lejos, en el curso de largos viajes.

- Sí, ¡cuántas lágrimas me costaste! -dijo ella-. Creí que habías muerto; te veía en el fondo del mar, sepultado en el fango. ¡Cuántas noches me levanté para ver si la veleta giraba! Sí, giraba, pero tú no volvías. Me acuerdo de un día que estaba lloviendo a cántaros, el basurero se paró frente a la puerta de la casa donde yo servía. ¡Era un tiempo espantoso! Yo salí con el cubo de basura y me quedé en la puerta, y mientras aguardaba allí se me acercó el cartero y me dio una carta, una carta tuya. ¡Dios mío, lo que había viajado aquel sobre! Lo abrí y leí la carta, llorando y riendo a la vez. ¡Estaba tan contenta! Decía el papel que te hallabas en tierras cálidas, donde crecía el café. ¡Qué país más maravilloso debe ser! ¡Me contabas tantas cosas! Y yo las estaba viendo mientras la lluvia caía sin cesar, de pie yo con mi cubo de basura. Alguien me cogió por el talle...

- Pero tú le propinaste un buen bofetón, muy sonoro por cierto.
- No sabía que fueses tú. Habías llegado junto con la carta y ¡estabas tan guapo! - y todavía lo eres -. Llevabas en el bolsillo un largo pañuelo de seda amarillo, y un sombrero nuevo. ¡Qué elegante ibas! ¡Dios mío y qué tiempo hacía, y cómo estaba la calle!

- Entonces nos casamos -dijo él-, ¿te acuerdas? ¿Y de cuándo vino el primer hijo, y después María y Niels, y Pedro, y Juan, y Cristián?
- Sí, y todos crecieron y se hicieron personas como Dios manda, a quienes todo el mundo aprecia.

- Y sus hijos han tenido ya hijos a su vez -dijo el viejo-. Nuestros bisnietos; hay buena semilla. ¿No fue en este tiempo del año cuando nos casamos?
- Sí, justamente es hoy el día de vuestras bodas de oro -intervino el hada del sabucal, metiendo la cabeza entre los dos viejos, los cuales pensaron que era la vecina que les hacía señas. Miráronse a los ojos y se cogieron de las manos.
Al poco rato se presentaron los hijos y los nietos; todos sabían muy bien que eran las bodas de oro; ya los habían felicitado, pero los viejos se habían olvidado, mientras se acordaban muy bien de lo ocurrido tantos años antes. El saúco exhalaba un intenso aroma, y el sol, cerca ya de la puerta, daba a la cara de los abuelos. Los dos tenían rojas las caras, y el más pequeño de sus nietos bailaba a su alrededor, gritando, alegre, que habría cena de fiesta: comerían patatas calientes. Y el hada asentía desde el árbol y se sumaba a los hurras de los demás».
- Pero esto no es un cuento -observó el chiquillo, que escuchaba la narración.
- Tú lo sabrás mejor -replicó el viejo señor que contaba-. Lo preguntaremos al hada del saúco.

- No fue un cuento -dijo ésta-; el cuento viene ahora. Las más bellas leyendas surgen de la realidad; de otro modo, mi hermoso saúco no podría haber salido de la tetera -. Y, sacando de la cama al chiquillo, lo estrechó contra su pecho, y las ramas cuajadas de flores se cerraron en torno a los dos. Quedaron ellos rodeados de espesísimo follaje, y el hada se echó a volar por los aires. ¡Qué indecible hermosura!
El hada se había transformado en una linda muchachita, pero su vestido seguía siendo de la misma tela verde, salpicada de flores blancas, que llevaba en el saúco. En el pecho lucía una flor de saúco de verdad, y alrededor de su rubia cabellera ensortijada, una guirnalda de las mismas flores. Sus ojos eran grandes y azules, y era maravilloso mirarlos. Ella y el chiquillo se besaron, y entonces quedaron de igual edad, sintiendo las mismas alegrías.
Cogidos de la mano salieron de entre el follaje, y de pronto se encontraron en el espléndido jardín de la casa paterna; en medio del verde césped, el bastón del padre aparecía atado a una estaquilla. Para los pequeñuelos había vida en aquel bastón; no bien se hubieron montado en él, el reluciente pomo se convirtió en una magnífica cabeza de caballo, con larga y negra melena ondulante, y de la caña salieron cuatro patas esbeltas y vigorosas; el animal era robusto y valiente. Se echaron a cabalgar a galope por el césped.

- ¡Olé!, correremos muchas millas -dijo el muchacho-; iremos a la finca donde estuvimos el año pasado.
Y venga cabalgar alrededor del césped, mientras la muchacha, que, como sabemos, era el hada del saúco, gritaba:

- Ya estamos llegando. ¿Ves la casa de campo, con el gran horno que parece un gigantesco huevo que sale de la pared y da al camino?
El saúco extiende sus ramas por encima, y el gallo va de un lado a otro, escarbando el suelo para sus gallinas. ¡Mira cómo se pavonea! Ahora estamos cerca de la iglesia, en la cumbre de la colina, entre corpulentos robles, uno de los cuales está medio muerto. Y ahora llegamos a la herrería, donde arde el fuego, y los hombres, medio desnudos, golpean con sus martillos esparciendo una lluvia de chispas. ¡Adelante, camino de la casa de los señores!
Y todo lo que iba nombrando la chiquilla montada en el bastón, lo veía el niño, a pesar de que no se movían del prado. Jugaron luego en el camino lateral y plantaron un jardincito en la tierra; ella se sacó una flor de saúco del cabello y la plantó; y creció como hiciera aquel que habían plantado los viejos cuando niños ya. Iban cogidos de la mano, como los abuelos hicieron de pequeños, pero no se encaminaron a la Torre Redonda ni al jardín de Frederiksberg, sino que la muchacha sujetó al niño por la cintura y se echaron a volar por toda Dinamarca; y llegó la primavera, y luego el verano, el tiempo de la cosecha y, finalmente, el invierno; y miles de imágenes se pintaban en los ojos y el corazón del niño, mientras la muchachita cantaba: - ¡Jamás olvidarás esto!
En todo el curso del vuelo, el saúco estuvo exhalando su aroma suave y delicioso. Bien observaba el niño las rosas y las hayas verdes, pero el sabucal olía con mayor intensidad aún, pues sus hojas pendían del corazón de la niña, y sobre él reclinaba el pequeño a menudo la cabeza durante el vuelo.

- ¡Qué hermoso es esto en primavera! -exclamó la muchacha; y se encontraron en el bosque de hayas en pleno reverdecer, con olorosas asperillas al pie de los árboles y rosados anemones entre la hierba-. ¡Ah!, ¿por qué no será siempre primavera en los perfumados hayales de Dinamarca?

- ¡Qué espléndido es aquí el verano! -exclamó ella, mientras pasaban por delante de viejos castillos del tiempo de los caballeros, cuyos rojos muros y recortados frontones se reflejaban en los canales donde nadaban cisnes, y a lo largo de los cuales extendíanse antiguas y frescas avenidas. En los campos, las mieses ondeaban como el mar; en los ribazos crecían flores rojas y amarillas, y en los setos prosperaba el lúpulo silvestre y la florida enredadera. Al anochecer se remontó la luna, grande y redonda; los montones de heno de los prados esparcían su agradable fragancia-. ¡Esto no se olvida nunca!

- Es magnífico aquí el otoño -volvió a exclamar la muchachita. El aire era aún más alto y más azul, y el bosque presentaba una bellísima combinación de tonos rojos, amarillos y verdes. Pasaban corriendo perros de caza, grandes bandadas de aves salvajes volaban gritando por encima de los sepulcros megalíticos, recubiertos de zarzamoras, que proyectaban sus sarmientos en torno a las vetustas piedras. El mar era de un azul negruzco y aparecía salpicado de barcos de vela, y en la era mujeres maduras, doncellas y niños, recogían lúpulo y lo metían en un gran tonel; los jóvenes cantaban canciones, mientras los viejos narraban cuentos de duendes y gnomos. ¿Dónde podía estarse mejor?
¡Qué hermoso es aquí el invierno! -repitió la niña. Todos los árboles estaban cubiertos de escarcha, como blancos corales; la nieve crepitaba bajo los pies, como si se llevasen siempre zapatos nuevos, y en el cielo se sucedían las lluvias de estrellas. En la sala estaba encendido el árbol de Navidad; había regalos y buen humor; en las casas de labranza resonaba el violín, y rebanadas de manzana caían a la sartén. Hasta los niños más pobres decían: - ¡Qué hermoso es el invierno!
Y sí, era hermoso; y la muchachita enseñaba al niño todas las cosas; el saúco seguía exhalando su fragancia, y la bandera roja con la cruz blanca seguía ondeando; aquella bandera bajo la cual había navegado el viejo marino de Nyboder.
El niño se hizo un mozo y tuvo que salir al ancho mundo, lejos, a las tierras cálidas, donde crece el café. Pero al despedirse, la muchacha se desprendió del pecho una flor de saúco y se la dio como recuerdo. Él la puso cuidadosamente en su libro de cánticos, y siempre que lo abría en tierras extrañas, hacíalo en la página donde guardaba la flor; y cuanto más la contemplaba, más verde se ponía ella. Parecíale al mozo respirar el aroma de los bosques patrios, y veía claramente a la muchacha que lo miraba por entre los pétalos con aquellos ojos suyos azules y límpidos; y susurraba:

- ¡Qué hermosos son aquí la primavera, el verano, el otoño y el invierno! -. Y centenares de imágenes cruzaban su mente.
Así transcurrieron muchos años; el muchacho era ya un anciano, y estaba sentado con su anciana esposa bajo un árbol en flor. Se habían cogido de las manos, como el bisabuelo y la bisabuela de Nyboder, y, lo mismo que ellos, hablaban de los tiempos pretéritos y de las bodas de oro. La muchachita de ojos azules y de las flores de saúco en el pelo, desde lo alto del árbol, inclinaba la cabeza con gesto de aprobación y decía: - Hoy celebráis vuestras bodas de oro -. Sacándose luego dos flores de su corona, las besó, y ellas relucieron primero como plata y después como oro; y cuando las puso en las cabezas de los ancianos, cada flor se transformó en una áurea corona. Y allí seguían los dos, semejantes a un rey y una reina, bajo el árbol fragante; y él contaba a su anciana esposa la historia del hada del sabucal, igual que se la habían contado antes a él, cuando era un chiquillo; y los dos convinieron en que en aquella historia había muchas cosas que corrían parejas con la propia; y lo que más se parecía era lo que más les gustaba.

- Así es -dijo la muchachita del árbol- Algunos me llaman hada, otros Dríada, pero en realidad mi nombre es Recuerdo. Yo soy la que vive en el árbol, que crece y crece continuamente. Puedo pensar en lo pasado y contarlo. Déjame ver si conservas aún tu flor.
El viejo abrió su libro de cánticos, y allí estaba la flor de saúco, fresca y lozana como si acabase de cogerla; y el Recuerdo hizo un gesto de aprobación, y los dos ancianos. con las coronas de oro en la cabeza, siguieron sentados al sol poniente. Cerraron los ojos y... bueno, el cuento se ha terminado.
El chiquillo yacía en su cama; ¿había sido aquello un sueño, o realmente le habían contado un cuento? Sobre la mesa veíase la tetera, pero de ella no salía ningún saúco, y el anciano señor del piso alto se dirigía a la puerta para marcharse.
- ¡Qué bonito ha sido! -dijo el pequeñuelo-. ¡Madre, he estado en las tierras cálidas!

- No me extraña -respondió la madre-. Cuando uno, se ha tomado un par de tazas de infusión de flor de saúco, no hay duda de que se encuentra en las tierras cálidas-. Y lo arropó bien, para que no se enfriara-. Estuviste durmiendo mientras yo y él discutíamos sobre si era un cuento o una historia.

- ¿Y dónde está el hada del saúco? -preguntó el niño.
- En la tetera -replicó la mujer-, y puede seguir en ella.


FINIS